Alejandro Urdapilleta, un rey de la actuación que vuelve bajo la capa de Lear
Desde el sábado el Complejo Teatral de Buenos Aires subirá a su página y a la de Cultura en CasaRey Lear, de William Shakespeare, con concepción, adaptación y dirección de Jorge Lavelli que se estrenó en 2006 en la sala Martín Coronado. Aquel elogiado montaje contó la actuación protagónica de Alejandro Urdapilleta quien estuvo acompañado por Pompeyo Audivert, Roberto Carnaghi, Marcelo Subiotto, Luis Longhi y Diego Velázquez, entre otros. Originalmente la iba a protagonizar Alfredo Alcón pero, al mes de estar ensayado, abandonó el proyecto. "Uno lucha siempre contra el miedo. A veces puede más la esperanza que uno tiene y pone sobre determinado proyecto. Mi decisión de abandonar Rey Lear tiene que ver con una sensación que surgió durante los ensayos y no pude vencer. No me sentí capaz de hacer el personaje, expresó ese otro gran intérprete. Así fue como Urdapilleta, aquel actor nacido y criado en medio del expansivo momento de teatro under de los ochenta, asumió el desafío (o el trabajo, como decía el).
El cambio de rey generó rumores que se expandieron por los medios. Tanto fue así que una tarde una tía de Urdapilleta le dijo a este tremendo actor de ojos saltones y expresividad única: "Me contaron que Alcón te eligió como su sucesor". El comentario lo recordaba el mismo Urda, así se lo conocía, en una charla con La Nacion a días antes del estreno. "¡Qué vaaaa! Como si todos quisiéramos llegar a ser como es Alcón (en realidad, yo creo que ni siquiera Alcón debe querer ser Alcón). Cada uno está en su camino (...) A mí me llamó Lavelli para hacer esta obra y la hago, listo. No tengo otras presiones. De otra manera no podría hacerla", admitía con la sinceridad que siempre lo caracterizó.
En esa misma charla sentado en los sillones setentistas del San Martín reconocía que tenía unas tremendas ganas de volver a subirse a un escenario. Hasta ese momento le habían ofrecido cosas que "eran una cagada o cosas muy comerciales". Con Daniel Veronese se juntaron varias veces. Él lo acompañaba a comer, lo veía masticar lo que comía pero de esas comilonas no prosperó ningún proyecto. Unos años antes desde el Teatro San Martín le habían ofrecido hacer La resistible ascensión deArturo Ui, pero no tuvo ganas aunque al principio había aceptado. Bueno, a las ganas habría que sumarle un "detalle": "Cuando quise arreglar plata, como no me pagaban nada, me fui". Ya había habitado el gran escenario de la Martín Coronado con Mein Kampf, obra por el cual ganó toda la estantería de premios que hay en el mercado; y la sala Cunill Cabanellas cuando Roberto Villanueva montó Almuerzo en la casa de Ludwig W, de Thomas Bernhard. En ese lapso lo llamaron para la televisión. "Como Sol negro, que era una cagada; o Tumberos, que estuvo bueno", recordaba. Y, claro, La niña santa, la película de la gran Lucrecia Martel (una de las tantas que flimó con diversos cineastas).
Entre sus múltiples derivas como creador escribió el libro Vagones transportan humo y de sus tiempo como uno de los artistas que marcaron a fuego el movimiento under de los ochenta con el paso de los años se fueron multiplicando en el interior de país diversas puestas de La moribunda, aquel icónico que estrenó junto a su amigo Humberto Tortonese y que remitía a la reciente partida Batato Barea. En su libro hay un texto dedicado a Batato, el primer "clown travesti literario", que termina así: "Adentro de mi corazón hay sangre, y adentro de mi sangre hay cosméticos".
Desde sus tiempos en el Parakultural, que cerró hasta justo 30 años, "Urda" no paró de buscar. "En verdad, yo busco hacer teatro -confesaba aquella vez- Y hacer Rey Lear con Jorge Lavelli ya es loco el proyecto. Venir a trabajar al San Martín con la parafernalia de trámites que hay que hacer, también es de locos. Pero es lo más coherente que me apareció. Trabajar con un director que realmente respetás significa agacharte y decir 'soy tuyo, querido'. En ese sentido, Lavelli es un directorazo más allá de que termine a las patadas con él o que lo ame. Salió esto y lo hago". Eso que podríamos llamar como trama él lo contaba de una manera muy clara: "Rey Lear es como si fuera una metáfora sobre el ego. Lear es un rey egocéntrico, arbitrario, absolutista. Un rey que tiene un palacio en el que todo corresponde a su deseo. Y en un momento dado, como decide hacer algo justo, le sale mal un detalle y se le va todo abajo. Ahí inicia un camino de locura y conocimiento hasta llegar a entender cosas fundamentales de la vida como el amor, la solidaridad, la piedad. Cuando se le cae todo, empieza a ver. Y en el medio están los personajes de la corte y hay destierro, sangre y todo eso. Un texto que tiene connotaciones sociales en todo: en empresarios, en presidentes o en vos y tu perro. No tiene mayores significantes, para mí es una obra de teatro. No tengo esa cosa de hacer Shakespeare, Beckett o Chéjov. Al contrario, Chéjov siempre me pareció un poco plomazo. No tengo esa visión del actor. Lo que me resuena a mí no es el bronce". Tan poco adicto al bronce que en aquel mismo encuentro reconocía que estaba en el San Martín porque necesitaba plata. "Me pasé cuatro años tomando fernet y no tengo un mango. Hago esto porque es Lavelli, porque es un personaje que me interesa y porque la propuesta es buena", afirmaba bien a su estilo único.
Urdapilleta fue el "Gran Monstruo de la actuación", lo recordó la actriz Alejandra Flechner, en diciembre de 2013 cuando murió. Ella, una de las fundadoras de Gambas al Ajillo, fue una de las tantas compinches que compartió trasnoches en el Parakultural como en distintos antros porteños en donde se gestaba un estilo de actuación muy por fuera del típico bronce del teatro tradicional. "Urda" nació en 1954. "El 10 de marzo, a las 14.40. Me contaron que cuando nací tenía como una especie de globo, de deformación en la cabeza", confesaba en un cuestionario que le hicieron en la revista Humor. Esa deformación nunca se la arreglaron "Yo creo que soy retardado y nadie me dice", apuntaba. De su familia tenía predilección por su abuelo materno. Un dandy de ojos celestes que era socio del Buenos Aires Rowing Club. Su padre era militar. Alejandro fue el segundo de los cinco hijos que tuvo ese matrimonio. Su primer trabajo fue en una empresa constructora. Tenía que escribir a máquina. Duró tres días.
Se anotó para estudiar actuación a los 16 años. La manera de resolverlo fue fácil: fue a la Asociación Argentina de Actores, pidió un listado y se anotó con el primer profesor que figuraba. Obviamente, comenzaba con A. A los 22 largó el curso, largó el colegio y se mandó a hacer su experiencia en Europa. En Londres fue ayudante de mayordomo en la residencia del embajador italiano. No sabía italiano. No sabía inglés. No sabía poner la mesa. "Fue el mejor personaje que hice en mi vida -reconoció en otra entrevista de principio de este siglo- . Yo hablaba cocoliche. La que no entendía bien era la embasatriche, la esposa del embasatore, que era polaca, había sido bailarina, veinte años menor que él y muy borracha. Mi trabajo era limpiar la platería, servir la mesa, el café. Había que usar zapatos negros y yo tenía de esos mocasines baratos, con la suela despegada, entonces iba con la bandeja y a veces chancleteaba y se me escapaba un camarón. Me divertía mucho. Ahí le serví la copa a Franco Zeffirelli. Yo tenía intención de que me viera con mi disfraz de mucamo y me contratara para una película. Pero nada, Me agarró el vaso de whisky y ni siquiera me miró". Se fue de ahí y terminó limpiando casas. Al tiempo se fue a España. En Sevilla vendió muñequitos rellenos de arroz y en Ibiza desbarrancó. En 1981 volvió.
En un curso con Augusto Fernandes vio por primera vez a Batato Barea. En la inauguración de Cemento lo encaró y lo invitó para que viera el ensayo de una obra suya. Batato le dijo: "De ninguna manera, yo odio el teatro". "Urda" le dijo: "Yo también". Se hicieron amigos. Más que eso: compinches, compañeros de ruta, hermanos (o hermanas), y junto a Humberto Tortonese actuaron en maravillosos antros como el Parakultural, el Rojas, Medio Mundo Varieté, Babilonia. En esos espacios compartían escena con Los Melli, Gambas al Ajillo, Fernando Noy y siguen los nombres del rock y del amplio abanico de lo que estaba emergiendo luego de una época terriblemente oscura que ellos iluminaron. .
De aquellos espacios tan vitales y necesarios pasó a los grandes escenarios como si fuera el relato de una telenovela de la tarde con un final feliz muy trillado. Él nunca creyó esas cosas. Tampoco la fama o la popularidad que logro de cuando junto a Tortonese participaron en el programa de televisión que tenía Antonio Gasalla. En 1991 fue Polonio en aquella versión de Hamlet que dirigió Ricardo Bartis. Cuando Batato lo vio en esa obra le dijo: "Traidor, éste es el teatro que no queríamos hacer". Eso lo contaba él en otra nota. Y agregaba: "A mí me importaba un carajo ser traidor. Era lo que quería hacer. Estaba podrido de tirarme arriba de la gente y del underground". Cuando protagonizó Mein Kampf ya en aquel momento se lo comparó con Alcón "Ésas son pelotudeces totales. ¿Sucesor de Alcón? ¿Qué quiere decir eso? Son cosas de cuñada, de señora de barrio. Todos los actores son importantes: hay algunos que han hecho cagadas toda la vida y de repente se destapan haciendo un trabajo que te caés de culo. Esto no es una carrera con galones, en la que empezás en la Vucetich y terminás en el Vaticano sentado con la toga papal", contaba este devorador de la escena, este huracán de la actuación de una poética que dejó una marca.
Una marca, o un ligero e impreciso contacto con esa marca de actuación, que los que no conocieron a Alejandro Urdapilleta podrán tomar contacto a partir del sábado viéndolo como ese rey egocéntrico, arbitrario y absolutista que bien podría ser un empresario actual, en rey emérito que descansa actualmente en un lujoso resort del Caribe o el perro de tu vecina. En el medio, hay destierro, sangre y todo eso.
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