Agustín Alezzo: “El teatro me enseñó todo lo que sé y soy”
El gran maestro de actores y director teatral reestrenó en el Teatro 25 de Mayo El regreso, historia de una traición
Sus respuestas, frente a los interrogantes ante semejante vida y trayectoria, no son grandilocuentes, más bien simples, sin vueltas, como las verdades de aquellos apasionados a quienes su alma chispeante les urge ser y hacer sin detenerse demasiado a preguntarse cómo ni por qué. Así es Agustín Alezzo . La grandeza de este maestro de actores y director teatral de 82 años difícilmente se refleje en sus propias palabras, siempre modestas hacia su trabajo y su huella. Esas mismas palabras y su historia parecieran dejar en claro que lo importante, para él, son los demás: aquellos que lo formaron, como persona y artista, los tantísimos alumnos que han buscado su guía y le agradecen lo aprendido cada 11 de septiembre o sus actores, de quienes ilumina lo mejor para dar vida a cada una de sus obras.
Al sumergirse en un recorrido por su trayectoria recuerda especialmente las clases con el mítico Lee Strasberg en su Actors Studio de Nueva York; los estrenos de cada una de sus 70 obras; o sonríe al recordar que jamás pudo recuperar de la tintorería el vestuario de La mentira –la primera obra que dirigió y produjo en 1968–, porque el dinero recaudado no fue suficiente como para retirarlo. Es un maestro tan apasionado como agradecido.
Con esa misma esencia reestrenó recientemente –en el Centro Cultural 25 de Mayo–, El regreso, historia de una traición, de Brian Friel, reconocido dramaturgo irlandés a quien descubrió hace más de 20 años, cuando montó Danza de verano, una pieza suya que le valió el ACE a mejor director. Maestro de actores, nacido en 1935 en una casa de la Avenida de Mayo, enseña teatro desde hace 50 años en su propia escuela y se desvive por encontrar publicaciones para leer y seguir dirigiendo. Para adaptar y montar esta pieza de Friel –autor que no está traducido en nuestro país– se hizo traer desde el exterior el primer tomo de sus obras completas, lo hizo traducir y recién entonces lo leyó, con la única certeza de que quien no arriesga no gana.
“Si no me enamoro de una obra, no la hago”, suelta el responsable de históricas producciones porteñas como Las brujas de Salem, de Miller; Romance de lobos, de Del Valle Inclán; Ricardo III, de Shakespeare, o La rosa tatuada, de Tennessee Williams, entre tantísimas otras. “El regreso se basa en la reconstrucción de un hecho terrible del pasado, pero esa reconstrucción es un acto inútil y cruel. Los personajes intentan ver si pueden cambiar algo del pasado, algo imposible. Lo hecho, hecho está. Reconstruir el pasado no tiene sentido; recordarlo y no olvidar, sí. Es lo que pensamos Friel y yo. Cada uno es producto de su pasado; del mío, veo algunas cosas con alegría y otras con dolor”, reflexiona, y hace un único pedido: que se nombre a sus queridos actores, esencia de la magia teatral, según él. El elenco que le da vida a su puesta –que estrenó en septiembre y regresó luego de una pausa, tras finalizar el FIBA– lo integran Carlos Kaspar, Alejandro Fain, Claudio Amato, Bernardo Forteza, Stefania Koessl, Sol Fassi, Lorena Saizar, Magela Zanotta y Federico Tombetti.
En el universo teatral, todos nombran a Alezzo como faro. Él se queda para siempre con Hedy Crilla, su gran maestra, la que le enseñó “el teatro vivo” de Konstantín Stanislavski, y con su padrino Fidel, quien le enseñó a mirar a los demás. También recuerda con cariño a sus perros, que lo han acompañado durante toda su vida. “El último que tuve se murió hace como cuatro o cinco años y ya pensé que no iba a alcanzar mi vida para acompañar a otro perro”, confiesa con algo de nostalgia sin perder nunca la sonrisa. “¡Pero si usted tiene el alma más joven que mucha gente!”, le retruca alguien y le saca otra sonrisa. Es cierto: mientras algunos bufan de cansancio antes de apagar la luz, Agustín Alezzo no pasa una noche sin leer antes de irse a dormir.
–Usted iba mucho al teatro con su mamá Santa Teresa. ¿Qué recuerda de eso?
–Uh, todo. Desde los tres años me llevó al teatro. He visto cantidad de espectáculos de todo tipo desde muy chico: ballets, óperas... Mi mamá era una espectadora común. En esa época no había televisión y la gente iba más seguido al teatro y al cine. Estoy muy agradecido de que me hayan puesto en contacto con las artes teatrales desde tan pequeño.
–¿Qué edad tenía cuando se acercó al teatro con la intención de formarse?
–17 años. Terminé el bachillerato y en mi casa me pidieron que ingresara en una carrera. Entré en Derecho y, a la vez, en Nuevo Teatro. Al año formamos un grupo con Augusto Fernandes, Carlos Gandolfo y Pepe Novoa para formarnos, estudiar, crecer, producir cosas nuevas y buscar a alguien que nos enseñara el método de Stanislavski. Entonces empezamos una búsqueda muy fuerte hasta que encontramos a Hedy Crilla. Ahí cambió nuestra vida.
–Buscaron aprender el método de Stanislavski porque los asombraban Marlon Brando y otros actores de películas estadounidenses. Pero ¿tan distinto era el resto de artistas?
–Es fácil verlo todavía en las películas de los años 40. Muy recitativo. Se veía que el actor actuaba. La diferencia estaba esencialmente en que los otros actores vivían las situaciones. Yo no podía creer lo que estaba viendo. Sin embargo, hubo actores que siempre lo hicieron, más allá de Stanislavski. Los grandes actores siempre han sido así. Stanislavski no inventó nada: él observó a los grandes actores de su época para ver qué pasaba con ellos... Se preguntó cuándo funcionaban bien y por qué funcionaban mal. Ahí está todo el secreto. Stanislavski observó, tomó nota y trabajó sobre los puntos de atención que uno tiene que tener para crear un teatro vivo, no muerto.
–¿Se acuerda de qué películas lo asombraron con esa actuación viva?
–Un tranvía llamado deseo y Al este del paraíso, de Elia Kazan. Eran muy buenos los actores de esas películas, inolvidables. Entre nosotros también había actores notables, como Pedro López Lagar.
–Habían leído a Stanislavski, pero necesitaron de alguien que se los pudiera enseñar...
–La teoría no es para personas que no son de la profesión, porque es una reflexión que se hace después de la práctica. No sirve de nada leer teoría sin haber hecho la práctica: no se puede aprender a tocar el piano o el violín leyendo a grandes pianistas o violinistas reflexionando sobre su tarea.
–Pero ustedes eran actores.
–Éramos muy malos, estábamos aprendiendo. Entender, sí, claro, entendíamos a Stanislavski… Pero una cosa es entender y otra cosa es comprender. Comprender profundamente y llevar eso a la práctica no se puede sin un maestro. Alguien tiene que decirle «eso no, eso está mal, por esto, esto y esto» y, también, «eso está bien, por esto, esto y esto»… Para eso están los maestros.
–Usted estuvo prohibido en la dictadura. ¿No le daba miedo hacer teatro sabiendo que era un nombre en una lista negra?
–Yo no podía aparecer en un periódico, en una radio, en televisión, ni en ningún lugar. De todos modos, daba clases en mi estudio. Entonces creé el grupo de Repertorio y con ellos hicimos 26 espectáculos, de los cuales dirigí cinco. Siempre he pensado que el miedo es algo inevitable y que si uno se rige por eso, no hace nada. Aunque con miedo, hay que hacer las cosas.
–¿Nunca se paralizó? Además de usted había muchos otros que querían seguir haciendo teatro...
–Sí, claro. Y tanta otra gente también. Dos años después del golpe militar me invitaron de Lima para un festival que organizaba el gobierno del Perú, donde yo había vivido dos años, en los 60. Estaba sin el pasaporte, así que fui a la policía para renovarlo. Me hicieron ir varias veces y la última vez que fui llevé la carta de invitación firmada por el presidente del Perú. Les dije: “Esto no tiene nada que ver con lo político, es un festival de teatro”. El policía la vio y me dijo: “Qué lástima, no va a poder ir”. Me fui y hablé con el director de Cultura del gobierno, a quien conocía de cuando dirigí Romance de lobos, en el San Martín. Le pedí una entrevista, me recibió y le expliqué: “Me encuentro en esta situación: no puedo trabajar libremente, no sé si algo le puede pasar a mi departamento o a mi persona. Quiero que me diga realmente si quieren que me vaya o que me quede. Si quieren que me vaya, me voy”. Él me respondió con una pregunta: “¿Qué pide usted?”. Le contesté: “Seguridad sobre mi domicilio y sobre mi persona, poder salir y entrar al país cuando quiera y gozar de la libertad de trabajo”. A los pocos días, me llamó y me dijo: “Me ocupé de su caso, Alezzo. Le vamos a dar seguridad sobre su persona y su domicilio y le vamos a devolver el pasaporte, pero libertad de trabajo, no”. Pensé en irme, pero era hijo único y mi madre estaba enferma. Si no, me hubiera ido tal vez a España o a Francia…
–Hubiera sido otra vida...
–Sí, sin dudas. Son esquinas peligrosas. Uno agarra para un lado o para el otro. No lo lamento porque después he trabajado muy bien. Mi vida dentro del medio se ha desarrollado y mi escuela, que fundé en 1967, cuando volví de Lima, se pudo mantener siempre, ininterrumpidamente, hasta el día de hoy. Estoy conforme: nunca dejé de trabajar en teatro.
–¿El teatro le dio la oportunidad de conocer Moscú?
–Sí, viajé a un congreso al que invitaron a toda la gente que se dedicaba, en cada país, a la investigación y al trabajo de Stanislavski. Fui por la Argentina y recuerdo que era impresionante. Había gente de todas partes del mundo. Estaba el prestigioso director británico de teatro Peter Brook, había actores que trabajaban con Ingmar Bergman… Y, sin embargo, no estuve feliz ese mes. Era el tiempo de la perestroika y los rusos estaban tan malhumorados y tan desatentos que, en cierto punto, rogaba porque terminara el mes. Igualmente, tuve la suerte de ver todo tipo de teatro. Fui al Teatro de Arte de Moscú y fue muy movilizador. ¡Había actores maravillosos y otros espantosos! Me llevé una sorpresa al darme cuenta de que en los Estados Unidos el método de Stanislavski se había extendido mucho más que en la propia Rusia. En el Teatro de Arte de Moscú sí vi un espectáculo muy bueno, y no fue el único, pero en general los actores me desconcertaron totalmente, muy sobreactuados y tensos… Eran todo lo contrario a lo que enseñaba Stanislavski.
–Su escuela de teatro cumplió 50 años. ¿Siempre enseñó de la misma manera?
–Lo que he buscado ha sido siempre lo mismo: un actor vivo, que se relacione realmente con el otro en escena, que trabaje con sus cinco sentidos despiertos, que esté relajado, concentrado y entendiendo fundamentalmente lo que está haciendo. En definitiva, un actor poniéndose más al servicio del teatro que el teatro al servicio de él.
–De su vida asombra su mirada constante hacia el otro: un director crea todo un mundo con su obra, pero es quien encamina a cada actor para que sea su mejor versión, y ni que hablar en el trabajo de un formador. ¿Siempre tuvo esa vocación de mirar hacia los demás?
–Eso hace un maestro. Si uno quiere dedicarse a la docencia, tiene que entender eso. Si no, no puede.
–Será que es algo que resalta en estos tiempos de individualismo.
–Ojalá. No es algo que me proponga. Me surge naturalmente porque yo me formé en esos conceptos.
–¿Como persona o en el teatro?
–Ambas cosas. Mire, tuve la desgracia de que mi padre muriera dos meses antes de nacer yo… Pero tuve un sustituto, que fue mi padrino, un hombre mayor. Mi mamá se quedó embarazada de mí después de haberse casado y, cuando mi padre murió, se quedó sola. Su familia, muy adinerada, le dio la espalda. Y un hombre muy amigo de mi abuelo, del padre de mi mamá, estaba casado y vivía en Buenos Aires. Él y su mujer no tenían hijos y mamá, que era de La Pampa, desde adolescente venía a Buenos Aires y se quedaba todos los veranos con ellos. La querían mucho. Cuando mi padrino se enteró de lo que había pasado con mi madre, le dijo que viniera a Buenos Aires a tenerme a mí. Y cuando me tuvo, le dijo que me iban a criar entre todos. A consecuencia de eso tuve una infancia bellísima y nunca me faltó nada. Pero, por sobre todas las cosas, él era un hombre extraordinario, un ser noble, generoso. No vi una persona que se acercara a él pidiéndole algo y se fuera con un no. Aprendí eso.
–¿Dirigió más de 70 obras?
–Más de 70, no, pero por ahí debo andar.
–¿No lo sorprende haber creado tantos mundos?
–No, porque es mi trabajo. Y lo seguiría haciendo el resto de mi vida.
–¿Qué significa el teatro para usted?
–Una forma de vivir. El teatro me enseñó todo.
–¿Cuál es el secreto de esa juventud que lo motoriza a seguir creando?
–[Piensa.] No me lo pregunto. Cuando encuentro una obra que me gusta, no puedo parar hasta hacerla.
El regreso, historia de una traición. De Brian Friel. Centro Cultural 25 de Mayo, Triunvirato 4444. De jueves a domingos, a las 20.30.
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