A cien años del nacimiento de China Zorrilla, la gran artista del Río de la Plata
Hoy se cumplen cien años del nacimiento de la genial “actriz rioplatense”, como gustaba definirse
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Cuando se repasa su vida y su carrera pareciera estar revisitándose la de varias personas distintas. Es que China Zorrilla, que hoy cumpliría cien años, tuvo una existencia tan rica, intensa y extensa que cuesta creer que haya sido sostenida en el tiempo por una sola mujer. Pero fue cierta y queda como legado parte de su trabajo (el fílmico, por ejemplo) y el recuerdo imborrable que hoy guardan de ella, a ocho años de su muerte, sus colegas y el público.
Concepción Matilde Zorrilla de San Martín, tal su verdadero nombre, nació el 14 de marzo de 1922 en Montevideo, en el seno de una tradicional familia uruguaya, con linaje artístico y político. Fue hija de la argentina Guma Muñoz del Campo y del famoso escultor uruguayo José Luis Zorrilla de San Martín, autor de obras como el Obelisco a los Constituyentes de 1830, La fuente de los atletas y el Monumento al Gaucho en Montevideo, así como de los monumentos a Julio Argentino Roca y a José Gervasio Artigas, que se encuentran en Buenos Aires. Su abuelo paterno fue el poeta Juan Zorrilla de San Martín, autor de La epopeya de Artigas, Tabaré y La leyenda patria, también ministro plenipotenciario del Uruguay en la corte del rey español Alfonso XIII y designado entre los mandatarios sudamericanos para participar en Cádiz de los actos por los 400 años del descubrimiento de América. Y por vía materna, Concepción “China” Zorrilla estaba emparentada con José Gervasio Artigas, el principal prócer del Uruguay, y con el poeta argentino Estanislao del Campo, autor del laureado Fausto criollo.
Fue la segunda de cinco hermanas (la mayor, Guma Zorrilla, también se dedicó a la actividad artística, como vestuarista teatral) y la mayor parte de su infancia transcurrió en París, donde su padre –discípulo de Antoine Bourdelle- eligió trabajar después de ganar el concurso para el Monumento al gaucho. Más tarde, ya en Uruguay, asistió al Colegio Sagrado Corazón de Montevideo. En el derrotero entre ambas ciudades decretó el apodo con el que quería ser conocida, y así dio por primera vez señales de su carácter determinado. En Uruguay, de recién nacida, empezaron a llamarla Cochona (mutación del Concha, muy popular en España, pero de dudoso uso por estas pampas), que es como se llamaba a las mujeres en Montevideo cuyo nombre de pila era Concepción. Ese apelativo la disgustaba y en Francia empeoró, porque la deformación del sobrenombre terminó siendo “Cochón”, que significa cerda. Entonces pidió que la llamaran “Cochina”, porque allí no era un insulto, pero luego abrevió su apodo, autodenominándose China. Desde entonces, para todos, fue China Zorrilla.
Terminado el secundario, se inició en el teatro independiente en 1943 en el grupo Ars Pulcra (de la Asociación de Estudiantes Católicos), debutando en La Anunciación de María, de Paul Claudel. En 1946 viajó a Londres becada por el British Concil para estudiar en la Royal Academy of Dramatic Art. A su regreso, dos años más tarde, debutó a lo grande en la escena oficial uruguaya, participando de la obra Una familia, de Antonio Larreta, en la Comedia Nacional. Luego, actuó en más de 80 obras como primera actriz en el Teatro Solís de Montevideo, y en varias ocasiones bajo la dirección de la legendaria Margarita Xirgu, como en, por ejemplo, La celestina, Bodas de sangre, Sueño de una noche de verano y Romeo y Julieta. Gracias a su enorme talento se impuso tanto como actriz dramática como de comedia.
En 1961 fundó el Teatro de la Ciudad de Montevideo (TCM), junto con Antonio Larreta y Enrique Guarnero, y con su elenco se presentó por primera vez en Buenos Aires, París y Madrid. En la capital española se atrevieron a ofrecer La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca, en pleno régimen de Franco. Luego produjo, tradujo y dirigió Ha llegado un inspector y Esquina peligrosa, de J. B. Priestley, y con la compañía del SODRE, montó las óperas La Boheme y Un ballo in maschera.
A mediados de los ´60 hizo un paréntesis en su intensa actividad teatral y se estableció durante cuatro años en Nueva York, donde trabajó como profesora de francés y secretaria de una agencia teatral. Fue gracias a esta segunda labor que conoció al comediante Danny Kaye, del que se enamoró perdidamente, y a numerosas estrellas en potencia, como Dustin Hoffman, al que le insistió para que se presentara al casting de El graduado. Al igual que todas las anécdotas que solía contar la actriz (siempre superlativas y sorprendentes), ésta también se prestó por años a la duda, pero al final quedó confirmada cuando se lo volvió a encontrar en el Festival de Valladolid y –ya con testigos- él la reconoció, la llamó por su nombre y recordó aquel “empujón” que cambió su carrera. Poco antes de regresar a Uruguay cumplió un sueño: protagonizó en el off Broadway el espectáculo musical Canciones para mirar, con textos y canciones de María Elena Walsh, junto al humorista y amigo de toda la vida Carlos Perciavalle.
Poco después comenzaría una nueva etapa en su carrera, la más popular y exitosa, de este lado del Río de la Plata. En 1971 viajó a Buenos Aires para rodar su primer película, Un guapo del 900, bajo las órdenes de Lautaro Murúa, y luego La maffia, con Leopoldo Torre Nilsson. En seguida fue tentada para reemplazar a Ana María Campoy en la pieza Las mariposas son libres, aquel exitazo teatral con Rodolfo Bebán y Susana Giménez, y ahí decidió quedarse a vivir en la Argentina, un poco porque las posibilidades laborales eran cada vez más auspiciosas y otro tanto porque la incipiente dictadura uruguaya la había sindicado como persona no grata.
El mismo año que se le impide ingresar a su país, 1973, aquí consigue el reconocimiento popular. Fue de la mano de Alberto Migré y de su telenovela Pobre diabla, que protagonizaban Soledad Silveyra (que venía del fenómeno de masas que fue Rolando Rivas, taxista, también del maestro Migré) y Arnaldo André. En el envío fue la madre de “la Quela” y su latiguillo quedó grabado para siempre en la historia de la televisión argentina: “Mamita sabe…”, decía cada dos por tres con ese tono tan único y delicioso. En 1975 volvería a encarnar una madre singular (esta ya no desopilante sino manipuladora), la de Marilina Ross, en Piel naranja.
Ya con el favor del público de su lado, retomó su carrera teatral en el país, una carrera que nunca tuvo pausas ni tropiezos. Desde entonces no hubo temporada que no contara con su presencia en la cartera porteña y/o en las del resto del país, cosechando éxitos como Fin de semana, de Noel Coward (uno de sus autores favoritos y recurrentes), Querido mentiroso (basado en la correspondencia entre la actriz Patrick Campbell y el autor Bernard Shaw, interpretado por el también uruguayo Villanueva Cosse), La voz humana, de Jean Cocteau, Encantada de conocerlo, de Oscar Viale, Una margarita llamada Mercedes, de Jacobo Langsner –que luego protagonizó en cine, junto a Leonardo Sbaraglia, bajo el título de Besos en la frente-, Delirante Leticia, de Peter Shaffer, El diario privado de Adán y Eva, de Mark Twain, junto a su compatriota Carlos Perciavalle, y el fenómeno de El camino a La Meca, de Athol Fugard, con el que recorrió el país durante años y le valió todos los premios posibles.
Mención aparte para Emily, el unipersonal sobre la poeta Emily Dickinson, de William Luce, que tradujo al castellano Silvina Ocampo, con el que recorrió el país y Latinoamérica y finalizó con una presentación en el Centro John Kennedy para las Artes Escénicas, en Washington. Como si esto fuera poco el monólogo propició su regreso triunfal a Montevideo a mediados de los ´80, cuando la democracia había retornado al Uruguay. En su homenaje, a partir de entonces la sala del Teatro Alianza fue nombrada Sala China Zorrilla. Antes de abandonar la obra se dio el gusto de también presentarla en Tel Aviv, Barcelona, San Juan de Puerto Rico, Caracas, Quito, Lima, entre diversas ciudades del mundo. Otro espectáculo que la ocupó durante años, primero como directora y luego como actriz, fue Eva y Victoria, de Mónica Ottino, sobre un encuentro imaginario entre Eva Perón y Victoria Ocampo. China era obviamente la aristócrata escritora y fundadora de la revista Sur y su interpretación no pudo ser igualada, después, por ninguna de las actrices que la reemplazaron a lo largo de diversas puestas. A Victoria la volvió a encarnar en Cuatro caras para Victoria, el film que dirigió Oscar Barney Finn sobre las distintas etapas de la vida de la intelectual.
Aunque había incursionado un poco en los ´70 (por ejemplo, con un breve papel escrito especialmente para ella por Mario Benedetti para La tregua, que rodó Sergio Renán y se convirtió en el primer filme argentino nominado a los Oscar, en 1975), su carrera en el cine se desarrolló bien de grande y fue también prolífica, llegando a filmar más de 50 películas. Al principio sus participaciones fueron en roles de reparto, luego, hacia el final de su carrera, como protagonista, algo inusual en cualquier lugar del mundo para una actriz que supera los 80 años. Actuó, entre otras, en Señora de nadie, de María Luisa Bemberg, Pubis angelical y Pobre mariposa, de Raúl de la Torre, Últimos días de la víctima, de Adolfo Aristarain, La invitación, de Manuel Antín, La nave de los locos, de Ricardo Wullicher, Dios los cría, de Fernando Ayala y Contar hasta diez, de Oscar Barney Finn, Darse cuenta, de Alejandro Doria, y La peste, de Luis Puenzo. Como protagonista estelarizó Besos en la frente, de Carlos Galettini, Conversaciones con mamá, de Santiago Carlos Oves y la maravillosa Elsa y Fred, de Marco Carnevale, que la llevó a rodar en la mismísima Fontana di Trevi, en Roma, y luego tantos premios y reconocimientos le trajo en todo el mundo. Su último filme fue Sangre del Pacífico, que dirigió el actor Boy Olmi. No obstante, siempre será recordada, dentro de ese género, como la Elvira Romero de Musicardi de Esperando la carroza, el desopilante filme de Alejandro Doria que ha traspasado generaciones y sigue convocando a la risa y a la identificación popular cada vez que es emitido por televisión. Su actuación cuenta con fans que repiten hasta el cansancio fragmentos enteros de sus parlamentos, como aquel de “Yo hago puchero, ella hace puchero; yo hago ravioles, ella hace ravioles. ¡Mirá qué casualidad!”.
El día que cumplió 90 años, en 2012, China Zorrilla se retiró de los escenarios y de la vida pública. Su último contacto con el público fue en el teatro Cervantes, con una versión leída de Las de enfrente. Al finalizar la función, apoyándose en un bastón y del brazo de un actor recibió la ovación estrepitosa de una sala colmada de público y colegas, que también le ofrendó el consabido “Feliz cumpleaños” a viva voz. Aunque ella siempre se destacó por su locuacidad, sólo emoción y lágrimas, muchas lágrimas. Luego abandonó su departamento de siempre, el que habitaba en la calle Uruguay (¿por casualidad?), en Barrio Norte, para vivir sus últimos años rodeada del afecto de su familia de sangre, en la casa de la calle 21 de septiembre, del barrio de Punta Carretas, en Montevideo. El 17 de septiembre de 2014, tras haber estado internada tres días por una neumonía, falleció a los 92 años. El gobierno uruguayo decretó duelo nacional y sus restos fueron velados en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo de Montevideo, un privilegio sólo conferido a las personalidades más importantes del país. Luego, el cortejo fúnebre pasó frente al histórico Teatro Solís, y se dirigió al Cementerio Central de Montevideo, donde se realizó el sepelio en el panteón de la familia Zorrilla de San Martín. En cada una de estas paradas, el público oriental se hizo presente y le brindó un último adiós a su actriz favorita, la más internacional, la más querida.
China Zorrilla fue sin dudas una de las personalidades artísticas más importantes del Río de la Plata, que con su talento superó las fronteras y así lo entendió también el ambiente cultural de otras latitudes. Por eso en 2008 recibió por parte del gobierno de Francia la condecoración de la Legión de Honor en el grado de caballero, y en el 2000 el gobierno chileno le concedió la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral. Por su parte, en su país de origen, el Uruguay, en 2011 el gobierno la homenajeó con un sello de correo (que podría haber sido visto como una entelequia pero que ella supo apreciar como nadie por ser amante de la correspondencia epistolar). En su país de adopción, la Argentina, recibió a lo largo de su estadía la Orden de Mayo por parte del gobierno, el Premio Fondo Nacional de las Artes, los reconocimientos como Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y también de Mar del Plata y la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento por parte del Senado de la Nación. Todos estos reconocimientos oficiales, empero, no se comparan con el cariño y la admiración que sus pares y el público le manifestaron a lo largo de 70 años de carrera y que a ella, de tanto en tanto, le hacían exclamar: “Yo creo que he hecho las cosas bien”.
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