La gran dramaturga y directora reestrenó una de sus joyas: Un domingo en familia; pero repasa su trayectoria, el exilio y el teatro actual
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“No me perdí de nada. Hice todo lo que quise y más”, dice Susana Torres Molina casi con provocación pero sin inmutarse. Quienes la conocen a fondo suelen preguntarle para cuándo sus memorias. “Empecé varias veces pero lo dejo por ahora. Y sí, hay una cosa que no hice: la militancia”. Tal vez por eso, una parte de sus 30 obras escritas aborda con potencia, desde distintos lugares y nunca de modo maniqueo ni lineal, la vida política en los años setenta. Una trilogía, hasta el momento, conformada por Esa extraña forma de pasión, La fundación y Un domingo en familia, las dos últimas en cartel.
“Tengo ganas de seguir con otro texto, porque todo eso que nos pasó sigue vigente”, dice la autora y directora, ganadora de varios reconocimientos como el premio del Fondo Nacional de las Artes 2006 por Ella; el Municipal por Manifiesto vs. Manifiesto, en 2012; el Konex 2014 y, a finales de 2019, el primer premio Nacional por Ya vas a ver. Nunca, ninguna de sus obras, fue programada en el Teatro San Martín. Recién en 2019, llegó a la sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes con la imperdible Un domingo en familia, sobre el secuestro y desaparición del dirigente montonero Roberto Quieto a finales de 1975, dirigida por Juan Pablo Gómez, restrenada hace muy poco en El Galpón de Guevara. El elenco lo integran Anabella Bacigalupo, Lautaro Delgado Tymruk, Guillermina Etkin, Sergio Mayorquin y José Mehrez.
–¿Los temas eligen a los autores o al revés?
–Es dialéctico porque empezás a investigar temas porque te interesan y por alguna razón, te sentís como elegida para abordarlo, algo se enciende y tenés ganas de seguir profundizando. Son ambas cosas. Si hace unos años me preguntabas si yo iba a hacer una obra sobre Roberto Quieto, te decía “ni idea”. Trabajé y leí mucho sobre esos años, aparecían personajes y así encontré a Quieto y al leer el libro Doble condena, de Alejandra Vignollés, me di cuenta que estábamos ante una figura trágica, alguien ante un dilema sin salida. Cuando me dan la beca para escribirlo, me metí de lleno en su historia. Quieto no estaba convencido de la lucha armada, era abogado, quería negociar, pero, al mismo tiempo, era un jefe militar, un líder a quien seguían. Condenado a muerte por la conducción de Montoneros, acusado de haber delatado bajo tortura, fue secuestrado por los represores el 28 de diciembre de 1975. Su cuerpo sigue desaparecido. Mi mayor tranquilidad es que Guido, el hijo de Quieto, quedara conforme y muy agradecido con lo que hicimos.
–¿Eras militante? ¿Qué relación tenía tu vida con lo político?
–No estaba relacionada. Por supuesto, al tenerlo a Tato (Eduardo Pavlovsky) de compañero estaba al tanto de ese intercambio político, estábamos en el Partido de los Trabajadores. Pero yo no milité porque tenía hijos chicos en ese momento y por eso no fui a la Facultad, no podía. Creo que si hubiera ido, habría empezado a militar. Pero no fue así. El exilio vino por la persecución a Tato, vinieron a buscarlo a casa, mis hijos encañonados, fue tremendo. En España, nos relacionamos con otros tantos artistas exiliados como Norma Aleandro, Luis Politti, Tina Serrano, Piero, Marilina Ross, muchos. Cada uno intentando rearmarse como podía: Politti dicen que murió de tristeza, Tina Serrano vendía plantas por la calle. Hice un corto documental, Lina y Tina, sobre dos actrices argentinas en exilio, puntualmente sobre Tina y Lina De Simone (actriz y directora). La película ganó en el festival de Valladolid y el Ministerio de Cultura la declaró mejor corto de 1980 pero tuve que volver a Buenos Aires porque Tato lo deseaba, estaba muy deprimido. Yo no quería volver, estaba muy bien en España, muy productiva. Mis hijos ya estaban ambientándose en la escuela y otra vez hubo que cambiarlos. Los que más sufrieron fueron los dos mayores porque Federico era chiquito todavía.
Susana Torres Molina es madre de tres hijos: Mariana Botet, que trabaja en Argentores; Santiago Botet, en producción de espectáculos en el Ministerio de Cultura de Nación; y el menor, Federico Pavlovsky, médico psiquiatra, igual que su padre. Es abuela de seis nietos y, a sus energizantes 76 años, bisabuela de Abril, de 18. Aunque no le gusta demasiado hablar sobre la vida familiar, en la escritura sí ha volcado algunas marcas autobiográficas como, por ejemplo, en Hurlingham, la obra que escribió para el ciclo La valija que más pesa (2018) y que retomó este año en Encierros 2x2+1 (donde reunió tres obras cortas protagonizadas por Silvia Dietrich y Emiliano Díaz, actriz y actor que elige y convoca con regularidad).
“A mi madre tuvimos que dejarla en un geriátrico pasados los 90 años porque era muy difícil el cuidado. Y en aquel momento, cuando lo hicimos, tuve el flash cuando a mí, a los ocho años, me dejaron pupila en un colegio inglés, St. Hilda’s, en Hurlingham. Después lo valoré muchísimo, un colegio fantástico, pero en aquella oportunidad, cuando me quedé sola entre gente desconocida que hablaba inglés, me aterré, estaba en estado de shock, tuve que sobrevivir a esa situación”, cuenta.
–¿Por qué pupila?
–Soy la menor y a mi mamá se le había puesto en la cabeza que tenía que acompañar más a mi hermana –que tenía 15 años, iba al Mallinckrodt, una escuela de monjas alemanas– porque era muy tímida y quería que hiciera más sociales. Para dedicarse más a ella, no tuvo mejor idea que mandarme al “mejor colegio inglés” –así le dijeron– y lo hizo. Estuve cuatro años, no me quería ir, pero me pasaron al Northlands que tenía fama de muy bueno pero nada comparado con el otro.
–¿A qué se dedicaba tu familia, había alguna vocación artística?
–Era de clase alta. Mi mamá lo único que estudió en su vida fue francés y piano, era concertista hasta que se casó y nunca más, dijo que la ponían muy nerviosa los conciertos, decía que lo había hecho por sus padres. Mis tías también, una pintaba y otra cantaba.
La primera obra de Torres Molina es de 1977, Extraño juguete, estrenada en el Payró, con dirección de Lito Cruz, y con actuaciones de Elsa Berenguer, su pareja Tato Pavlovsky y Beatriz Matar, la única maestra que reconoce haber tenido en su profesión.
“No tengo una regla ni método para escribir. Nunca hice un taller de dramaturgia. Estudié actuación con Beatriz Matar, me lo aconsejaron porque era muy introvertida, me lo pasaba leyendo, escribiendo y haciendo deportes. Para las improvisaciones, escribía escenas a pedido de mis compañeros sin saber que estaba escribiendo teatro. De ahí pasé a una obra de media hora, que se hizo en el taller, y luego a Extraño juguete, con el placer de que mi maestra, la única que tuve en el ámbito teatral, fuera la protagonista”, dice.
–¿Por qué fue tan importante Beatriz Matar?
–Porque me abrió la puerta con su inteligencia y sensibilidad. Si me hubiera tocado uno de estos profesores muy críticos y duros habría durado un mes con lo tímida que era. Me sirvió mucho para dar clases: cuando ves a alguien inseguro si eso poquito que hace es estimulado, de a poco se va soltando y se anima a más hasta lograr cambios notables. Si a esa persona le decís: “no servís para esto, dedicate a otra cosa”, como he escuchado que les han dicho a actores, la frustrás. Tenían un poder y una jerarquía incuestionable pero esas tiranías ya no son posibles, han cambiado sus métodos.
–¿Cómo te reinsertaste al volver del exilio en Buenos Aires?
–Tenía otra obra, la segunda, Y a otra cosa mariposa, que empecé a ensayar en España pero como Tato quería volver a la Argentina, quedó trunco. Al llegar al país se la mostré a las pocas directoras que había en ese momento, a finales de 1981, a Laura Yusem y a Alejandro Boero, pero no podían. Entonces, me decidí a dirigirla yo. Fui la primera autora que dirigí mis propios textos. Diana Rasnovich, Cristina Escofet, Griselda Gambaro que era el faro, no lo hacían. En aquellos años, los autores eran autores y los directores, directores. Nunca pedí permiso, yo hago. Finalmente, estrenamos en 1982, poco antes de la Guerra por las Malvinas. Fue una experiencia fantástica, mujeres interpretando a cinco hombres en distintos momentos de la vida, desde niños a viejos, una muestra del machismo y patriarcado en forma cruda, con mucho humor negro, que hacían Silvia Baylé, Lina De Simone, Elvira Onetto y Analía Agulló. Con la fantástica asistencia de Ana María Gómez, fundamental en esos cambios vertiginosos. Ahora se habla de Petróleo (la obra del grupo Piel de Lava) como novedad y ya lo habíamos hecho hace más de 30 años.
–¿Qué sentís ante esos olvidos?
–Me da cosa porque parece que nadie tiene memoria de lo que se hizo antes y que todo se descubre ahora. Te la tenés que morfar con una sonrisa.
Además del teatro, la recién regresada Torres Molina publicó un libro de cuentos eróticos, Dueña y señora, que había escrito en Madrid estimulada por la colección La sonrisa vertical en pleno destape español. “Si vos te animás, nosotras nos animamos”, le dijeron las editoras de La campana. Aunque debilitada, la dictadura seguía en pie y los temores persistían. Pero la escritora se animó: “Me pareció natural escribir cuentos eróticos donde la mujer fuera sujeto y no objeto del hombre, todo por disfrute y ganas de explorar. Tomé la decisión de publicarlo y no con un seudónimo y se armó un escándalo. Había un cuento de dos mujeres, una casada y otra con novio, que se enamoraban y querían tener un hijo; para eso, hacen una inseminación artificial con una jeringa, cosas que yo imaginaba y después se hizo. Los hombres lo atacaron mucho, en un medio me pusieron ‘la reina del destape escrito’”, dice.
–¿Cuál fue tu relación profesional con Marilina Ross al regresar del exilio?
–Dirigí casi todo lo que hizo Marilina en aquella etapa. Norma Aleandro le había sugerido mi nombre para la dirección. El show por su álbum Soles fue un boom en el Odeón, con textos antes de las canciones, los músicos con vestuario y maquillaje, había escenas, un espectáculo integral aprovechando que Marilina es actriz. Entonces, a raíz de eso, empezaron a llamarme muchos músicos y cantantes para que les arme sus espectáculos: Julia Zenko, Lito Vitale, Alejandro Lerner, Sergio Denis y terminé con el folklore, con Luciano Pereyra y Los Nocheros. Después, no quise más.
En los ochenta, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, dirigió el teatro del Viejo Palermo donde Pavlovsky estrenó Potestad, Ricardo Bartís debutó como director de Telarañas (de Pavlovsky) y Miguel Ángel Solá creó el grupo La típica en leve ascenso. Pasó de todo, dice la artista y gestora: “Cuando inauguramos nos mandó un telegrama Alfonsín y el entonces ministro de Cultura, Pacho O’Donnell. Duró un día la fiesta, vinieron todos, Antonio Gasalla, Gerardo Romano, Ana María Picchio, Amelita Baltar, Los Besos de Neón, Batato Barea, Urdapilleta… Quería hacer una especie de Di Tella, porque también actué en el Di Tella, con Manuel Trejo, y en Señor Frankenstein, con Rubén De León y Carlos Cutaia, donde hacía de Frankenstein (risas). No me perdí nada, la militancia me perdí”.
–¿Cuándo empezaste a investigar sobre los años setenta?
–Poco a poco empezaron a salir libros sobre esa época con muchos testimonios de montoneros, muy reveladores como los del historiador y periodista Marcelo Larraquy sobre los setenta y la contraofensiva. Fue ahí que me empecé a interesar muchísimo. Lo que voy a decir es paradojal: el hecho que me hubiera pasado la posibilidad de militar por el costado, esa añoranza de algo que me perdí –y que podría haber sido fatal, por otro lado–, hace que me interiorice en el tema. Así surgió Esa extraña forma de pasión, donde toqué temas que no se habían tocado en el teatro: militantes en clandestinidad, uno fanatizado y la otra crítica con la conducción; el vínculo afectivo y sexual de una secuestrada con el represor; y otra sobre una escritora sobreviviente sospechada de traición, un tema tremendo, si sobreviste es por algo. Fue muy polémico, con mucha repercusión, generó mucho debate en las organizaciones. Nadie pudo decirme “esto no fue así”.
–Es que siempre te metés –también lo hacía Tato– con los grises, las ambigüedades, lo que sale de la dicotomía.
–Ese es el desafío, lo más interesante para hacer, salir de los binarismos, las certezas que son, por otro lado, totalmente poco sólidas. En lo coral, pude mostrar las contradicciones, esas ambigüedades.
Integrante y fundadora en 2019 de la Colectiva de Autoras, junto con Adriana Turzi y Mariela Asensio, entre muchas otras, y de la comisión de Género en Argentores, a Torres Molina lo que le importa es una dramaturgia potente, sin importar géneros.
“En la calidad artística, no puede haber cupo. Cuando soy jurado, me ha pasado –no siempre, no generalizo– de intuir que quien escribía bajo el seudónimo era una mujer. Creo que todavía, en ciertos casos, no se permiten ciertos riesgos y es lógico porque todo esto es muy nuevo, cuanto más participás más te arriesgás”, dice la autora que no cree que siempre haya que escribir sobre lo que estamos de acuerdo: “Está bueno inquietar para generar pensamiento crítico y que el espectador se quede pensando. Para cuestionar no hay que mostrar sólo lo que está bien o asimilado por el resto. Me gusta metamorfosearme, meterme con esos personajes que me dictan, me meto con represores, violadores (en Ya vas a ver), hombres desesperados por una mujer (en Ella), me gusta salirme de la dicotomía o de lo esperado”.
–¿Sos espectadora de teatro?
–Tengo rachas. He visto cosas que me gustan, que me resultan potentes como La débil mental (dirigida por Carmen Baliero), Beya Durmiente (dirección de Victoria Roland), Tibio (Mariano Saba), Las cautivas (Mariano Tenconi Blanco); otras que no, algunas con producciones importantes y son cáscaras vacías pero no voy a dar nombres. Es un momento extraño, con mucho público en las salas, la gente gasta la plata antes de que se devalúe más.
–¿Te gustan tus obras dirigidas por otros directores y directoras?
–En general, no me ha gustado. Ya no voy a reposiciones, sí a los estrenos como en el caso de Un domingo en familia que nunca dirigí, que lo hizo Juan Pablo Gómez muy acertadamente porque creo que suma al texto. En otros casos, reconozco que me ha costado.
–¿Te sentís reconocida?
–Siempre me dicen que tengo que escribir mi vida. Empiezo y lo dejo. Siempre tuve perfil bajo. Me gusta que me vean cuando hago algo pero no hago lobbies, no estoy en focos de poder, entonces muchas cosas, si no las cuento, nadie las sabe. Y trato siempre de ser una persona amable.
PARA AGENDAR
-Un domingo en familia, de Susana Torres Molina y dirección de Juan Pablo Gómez. Lunes, a las 21, en El Galpón de Guevara, Guevara 326. $ 1500.
-La fundación, de S. Torres Molina y dirección de Federico Nanyo. Jueves, a las 21.30, en Teatro La Mueca, José Antonio Cabrera 4255. $ 1300.
-Y a otra cosa mariposa, de S. Torres Molina y dirección de Judit Gutiérrez. Sábados, a las 19.30, en La Ranchería, México 1152. $ 1200.
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