Sus ojos se cerraron
Frank Sinatra, que murió ayer, a los 82 años, no sólo era el cantante popular más famoso del mundo; era, sobre todo, la leyenda que resistía el paso del tiempo y la voz de todas las voces
La familia de Sinatra, incluida su esposa, se hallaba con él cuando murió, dijo su agente de prensa, Susan Reynolds, que destacó que el funeral será privado.
El "deseo personal" de Sinatra era que, en lugar de enviar flores, se hicieran donaciones al centro para niños Barbara Sinatra, del Centro Médico Eisenhower de Rancho Mirage.
* * *
Algún inefable secreto sustentó la larga gloria de Frank Sinatra. Nadie fue, por tanto tiempo, el indiscutible número uno; nadie consiguió tamaña unanimidad. Llegó a ser un lugar común preguntarse si había alguien más famoso que Sinatra y la exageración no sembró demasiadas polémicas, quizá porque a los brillos fugaces y enceguecedores de otras estrellas él oponía la acostumbrada y segura luz de las mañanas.
O porque todos -no importa la edad ni la condición- guardábamos alguna emoción asociada a su voz inconfundible.
Y no era sólo la voz. Así como la belleza suele estar más en la mirada que en los ojos, en Sinatra, más que el timbre inigualable (que llegó para imponer una metálica firmeza entre los cremosos almíbares de otros crooners), estaba la forma de decir, la intención puesta en el sentido de cada palabra, la expresión siempre por encima del exhibicionismo sonoro, el fraseo que llevaba su marca registrada.
Un romance sin final
Sinatra sedujo con la voz, con los ojos azules, con el desgarbo y la simpatía del muchacho sencillo que se endureció en la calle pero conservó siempre un costado vulnerable. Cuando llegó el tiempo de las polémicas y las sospechas, ya se había ganado el corazón de todos.
Por eso los tropiezos de su vida sentimental y los desplantes prepotentes que habrían sido suficientes para desmoronar la carrera de cualquier otro artista terminaron quedando como anécdotas para su biografía, episodios que si no merecían la disculpa bien podían olvidarse cuando él, a los 35 o a los 70, volvía a subirse a un escenario para improvisar la enésima variación de "I´ve Got You Under My Skin".
Una vez y otra, bajo las luces del show o poniendo a prueba su ductilidad como actor, podía comprobarse que el profesionalismo -impecable, implacable- jamás pudo congelarle el sentimiento.
Pretender apresar el secreto del fenómeno Sinatra parece una tarea poco prudente y bastante presuntuosa, pero con seguridad algo tuvo que ver en su inacabado romance con el público ese fuego que los años no lograron consumir del todo.
Como también, la poderosa amplitud de su convocatoria. En torno de su voz -La Voz- se concretó el impensable acuerdo entre bandos inconciliables: los amantes de los standards melódicos, los entusiastas del jazz y los fanáticos rockeros.
Con el jazz aprendió a hacer equilibrio en la contradicción de una música que había nacido de las voces humanas, pero debía expresarse con las voces de los instrumentos.
Nunca fue estrictamente un cantante de jazz, aunque los jazzmen más autorizados lo señalaran como favorito.
Tampoco, claro, anduvo muy cerca del rock (cuando éste apareció, en realidad, hacía largo rato que Sinatra era Sinatra), pero desde el principio fue "el modelo y la envidia de los rockeros", como apunta la voz autorizada de Rolling Stone.
Y en cuanto a los standards, a las canciones de los tiempos del swing o a las melodías pop que sumó a su repertorio en tiempos más recientes, ¿quién si no él pareció darles su forma definitiva?
Más allá de las modas
Y hay más. Sinatra fue el primer súper ídolo, mucho antes del imperio del videoclip y de la máquina publicitaria que decreta efímeros estrellatos al compás de las necesidades del mercado. Trascendió todas las modas, desde Bing Crosby hasta los Beatles.
Superó anunciados ocasos apostando a todo o nada, como buen jugador, y renació cuantas veces se lo propuso, minucioso estratego de su ascenso.
Cuando se desvaneció la era de los crooners con las grandes bandas, se deshizo de la influencia de Crosby e inventó ese fraseo que le permitía convertir cada letra en un capítulo intimista, cada canción en un pequeño esbozo dramático trazado con elegancia ligera y sincera emoción. Cuando su figura pública salió maltrecha de los tormentosos amores con Ava Gardner se arriesgó a un papel dramático en "De aquí a la eternidad", recuperó la gloria y se alzó con un Oscar cuya justicia nadie puso en duda.
Hacia la cúspide
En los años sesenta, cuando el rock británico se adueñaba de todos los rankings con el empuje juvenil de los Beatles, sacó de la galera "Extraños en la noche" y volvió a la cúspide como cantante.
Y a fines de la misma década impuso otra canción -"A mi manera"-, que Paul Anka parecía haber escrito especialmente para él y que desde entonces fue un título indispensable en todos sus recitales.
Ya era una leyenda en 1971, cuando se le ocurrió anunciar su retiro y fue objeto de una gala de despedida.
¿Otra maniobra más del viejo zorro que parecía saberse de memoria mecanismos y trampas del show business? Cómo saberlo. La cuestión es que dos años más tarde se anunciaba con alborozo: "Los ojos azules han vuelto".
Lo hizo con el ímpetu de siempre y la misma invariable respuesta del público. Anduvo entonces de gira por su país, por Australia y Japón y cosechó la efusiva y cariñosa bienvenida de quienes habían creído perdida la oportunidad de disfrutarlo en vivo.
Y si sus presuntas vinculaciones con la mafia volvieron a echar sombra sobre su figura pública con titulares de primera plana en todos los diarios y sospechas de todo calibre en las columnas de chismes, Sinatra contraatacó, tras algún tiempo de silencio discográfico, con otro título que desde entonces fue uno de sus clásicos: "New York, New York".
En Buenos Aires
Por entonces, hace 16 años, llegó finalmente a la Argentina. El timbre, prácticamente, era el mismo, aunque se advirtieran en su voz -ya había cumplido los 65 años- las huellas de una comprensible fatiga.
Llevaba más de cuatro décadas en los escenarios desde los días en los que había aprendido, junto a Tommy Dorsey, la forma de entablar con cada oyente una suerte de diálogo íntimo, cálido y personal.
Pero Sinatra nunca fue solamente una gran voz, y aquí pudieron comprobarlo quienes colmaron el Sheraton primero y el Luna Park después.
No había olvidado todo lo que sabía: la forma de desmenuzar las frases, la intención que guía cada palabra, los juegos con el ritmo, el sentido del swing. Esa sabiduría -volvió a probarlo- no se perdía con el tiempo.
Y fue difícil establecer si las ovaciones con que lo saludaron los argentinos estaban dirigidas a agradecerle esa maestría o a celebrar a la leyenda que tanto se había hecho desear y que, por fin, a pesar de inestabilidades y devaluaciones, había hecho posible la larga y esforzada gestión de Palito Ortega.
El hombre, el cantante, el actor, se confunden ahora en su figura de leyenda. Como sucede con los mitos, cada uno de sus fans -y son millones- evocará en su memoria los rasgos de su propio Sinatra: el flacucho simpático de los musicales del cine -de "Leven anclas" a "Sus dos cariños"-; el showman de elegante displicencia que se movía por el escenario con la familiaridad de quien había estado siempre ahí; el vigoroso actor dramático que traducía su tortura interior en "El hombre del brazo de oro" o "La máscara del dolor"; el artista que siempre recuperaba el paso firme después de transitar por los caminos resbaladizos o escarpados del amor y de las disputas con los dueños de los estudios, los políticos, los jueces o los periodistas.
Maestro del canto
Y sobre todos ellos, el maestro del canto -admirado por su colegas, de Duke Ellington a Tony Bennett, de Ella Fitzgerald a Luciano Pavarotti-; el que le puso su sello imborrable a clásicos de Cole Porter, Richard Rodgers, Johnny Mercer o Sammy Cahn-Jimmy Van Heusen y hasta fue capaz, como sólo pueden hacerlo los grandes intérpretes- de extraer sentimientos y verdad de páginas que en otras voces no habrían podido ocultar su rutinaria mediocridad.
Vigencia inoxidable
Ya estaba cerca de celebrar sus 80 años cuando volvió a dar testimonio de una inalterable vigencia.
Se le ocurrió cantar con artistas de otras generaciones y nadie resistió la invitación. Esos celebrados "Duets" (grabados en el mismo estudio o desde lugares distantes gracias a la tecnología) lo mostraron al lado de Barbra Streisand, Bono, Liza Minnelli, Luis Miguel, Aretha Franklin o Tony Bennett. Y se adueñó otra vez de todos los aplausos.
Después fue espaciando sus apariciones: había llegado la hora del reposo. Hacía tiempo que permanecía cómodo y orgulloso en su papel de gloria viviente, al lado de su cuarta esposa, Barbara, con la que puso un poco de sosiego en su agitada vida amorosa.
El viejo muchacho que llegó de Hoboken y comenzó a construir su leyenda en 1939 junto a la orquesta de Harry James podía escuchar ahora en otras voces aquellas viejas melodías que él dejó indeleblemente marcadas con su decir único.
El juego ya no podía tentarlo, quizás porque no tenía nada más que apostar, porque estaba de vuelta de todos los casinos y conocía todos los naipes. Ya no tenía batallas que ganar ni había eclipses posibles para él.
Ni siquiera este último, inevitable. La voz se ha apagado, es cierto, pero no habrá silencios. Todos -o casi todos- llevamos una canción de Sinatra en el corazón.
Figura de celuloide
La carrera cinematográfica de Sinatra comenzó en 1945 con "Leven anclas", primera de una serie de livianas comedias musicales que continuó con "Sucedió en mi tierra", "Me besó un bandido" y "Un día en Nueva York", la primera y la última coprotagonizadas por Gene Kelly.
En 1952, fue convocado para un papel alejado del canto que lo consagró como dúctil actor dramático. Su personaje de Maggio en "De aquí a la eternidad" (1953, Fred Zinnemann) le hizo ganar su primer Oscar (como mejor actor de reparto) y le abrió las puertas de una carrera más comprometida, que tuvo su cima en 1957 con "El hombre del brazo de oro", dirigido por Otto Preminger.
En los años siguientes regresó al cine musical con "Ellos y ellas" (1955), con Marlon Brando, "Alta sociedad" (1957), junto a Grace Kelly, Bing Crosby y Louis Armstrong, y "Sus dos cariños" (1958), con Rita Hayworth y Kim Novak.
En esa década se consolidó como actor dramático, caracterizando retratos de la farándula ("La máscara del dolor") o de la violencia ("Conciencias negras").
También paseó su personalidad por el drama histórico ("Orgullo y pasión") y las historias de guerra ("Hasta que volvamos a amarnos", "Cuando hierve la sangre").
Durante los años 60 intervino en brillantes comedias ("Can-Can"), sólidos dramas ("El diablo a las cuatro") o relatos de connotaciones políticas ("El embajador del miedo") donde mostró versatilidad y madurez.
La serie de films en los que encarnó, a fines de los 60, al detective Tony Rome (además del film homónimo rodó "El investigador" y "La dama en cemento") le brindó respaldo de público, pero lo alejó de sus papeles más exigentes.
Tras anunciar su retiro (luego desmentido) en 1971, retaceó aún más sus apariciones en el cine y sólo se limitó a aportes en "Erase una vez en Hollywood" (1974) y "Los locos del Cannonball" (1984).
Su último papel protagónico fue en "The first deadly sins" (1980), como un policía que persigue a un psicópata.
En 1992, Sinatra avaló una miniserie televisiva sobre su vida producida por su hija Tina, protagonizada por Philip Crasnoff.
lanacionar