Documental con Morgan Spurlock
¿Somos lo que comemos? Erich Schlosser lo advirtio en las páginas de Rolling Stone en 1998: los Estados Unidos asistían entonces a un crecimiento alarmante de los índices de obesidad, y la incidencia que tenía en ese dato el consumo de comida rápida era decisiva. Esa investigación terminó conformando un libro titulado Fast Food, el primero de una serie de textos que insistieron en denunciar la larga serie de enfermedades –la obesidad es apenas la más visible– que produce una mala alimentación y el triunfo del negocio sobre la calidad de vida. Morgan Spurlock ha venido ahora a sumar su contundente filme documental, no para alumbrar estadísticas demasiado novedosas sino para volver masivo aquello que muchas veces queda restringido al conocimiento de los especialistas. Un primer dato es alentador: según lo consigna el filme, poco antes del estreno las autoridades alimentarias norteamericanas decidieron que serían eliminadas de las cadenas de comida rápida las opciones de consumo extra grandes, esto es, supersize.
Spurlock no se anduvo con chiquitas: se propuso consumir durante treinta días todos los productos que ofrece el menú de McDonald’s, mañana, tarde y noche, en distintos Estados norteamericanos. Lo hizo con el respaldo de un comité de médicos que empezaron por registrar el excelente estado de salud del realizador y terminaron por advertirle, cuando apenas promediaba el experimento, sobre los enormes riesgos que estaba asumiendo, acaso irreversibles. En medio de ambos diagnósticos, el espectador asiste a una bacanal que lentamente va dejando sus huellas en el cuerpo (y también en el ánimo) del conejillo de Indias: dolores en el pecho, mareos, pequeñas cardiopatías y un sinfín de alteraciones, depresión incluida, que terminan por convencernos de que, cuanto menos, la comida chatarra no es demasiado amigable.
Spurlock no se detiene ahí. Con el respaldo de una abrumadora cantidad de estadísticas, va dando cuenta de la responsabilidad que en semejante despropósito alimentario tienen no sólo las autoridades de McDonalds’s, la marca emblemática a la que dispara sus dardos, sino también las agencias de publicidad que ensalzan las bondades de la comida rápida, los diseñadores del merchandising, las autoridades de los comedores escolares donde los chicos se dan verdaderas panzadas de comida chatarra, los legisladores que están en franca connivencia con la industria alimentaria. Y alguien más: el propio consumidor, pues a Spurlock le interesa señalar que la responsabilidad corporativa y la individual corren bastante parejas.
El documento es rotundo y también excesivo en sí mismo (el mediometraje hubiera sido su formato ideal), como si el mismísimo realizador hubiera sido víctima de este "gigantismo" tan propio de los norteamericanos. Pero ese rasgo no es lo que importa, sobre todo si la película consigue despertar conciencias sobre el modo en que la industria alimentaria influye negativamente en la nutrición y en la salud, en especial entre los más pequeños, sobre quienes las estadísticas en los Estados Unidos son tremendas: el 37 por ciento de los niños tiene problemas de sobrepeso y el 15 por ciento sufre de obesidad.
Lo más inquietante es, claro, lo que tenemos delante de los ojos: consumimos comida chatarra a toda hora, en casa, en la escuela, en el cine, en el club y en las calles, solos o con amigos, un poco por comodidad y otro poco porque la publicidad se ha encargado perversamente de volvérnosla amigable y adictiva. De modo que basta echar una mirada alrededor para que advirtamos cómo la de la alimentación es una industria norteamericana de exportación.
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