Streaming: los relatos de Anaïs Nin y otras perlas del erotismo en universos ocultos
Desde hace un tiempo, en el ecléctico catálogo de la plataforma Starz asoman algunas series con una impronta interesante, distintiva, que combina un retrato preciso y exuberante de mundos cerrados, concebidos con reglas propias y algo secretas, a los que se revela con sensual y asombrosa devoción. Si bien la visibilidad de Starzplay en Latinoamérica está asociada a la compra de series de cierto prestigio como The Great o Normal People, son estas producciones nacidas marginales, atípicas y creadas todas por mujeres, las que consagran esa mirada ávida sobre universos ocultos.
Esos mundos pueden ser el del erotismo literario de Anaïs Nin, el del striptease en lo profundo del Delta sureño, el del consumo y el tráfico de drogas en la turística Cape Cod, o el de las identidades mediadas por la gentrificación en los barrios latinos de Los Ángeles, todos ellos retratados en sus complejidades, más allá de clichés y prejuicios, con altas dosis de sexo e irreverencia. Y ahí está uno de los fuertes de ese espíritu que parece cultivar Starz: un erotismo más allá del mainstream y sus representaciones convencionales, la aparición de cuerpos y placeres que se corren de lo normativo, de lo establecido, y que en ese gesto revelan una autenticidad no tan frecuente en la ficción contemporánea.
Pájaros de fuego
“Me convertí en una madama de una extraña casa de prostitución literaria. Era una maison muy artística, debo decir, un estudio de una habitación, con claraboyas que pinté para que parecieran las vidrieras de una catedral pagana”, escribía la poeta y escritora Anaïs Nin en el prefacio a su colección de cuentos eróticos. Un dólar la página fue el precio de entonces, y ella justamente afirma en esas mismas páginas que gran parte de los relatos eróticos que nacieron de su imaginación fueron escritos con el estómago vacío.
De esa ardiente necesidad trasmutada en creación se nutre Little Birds, miniserie estrenada el año pasado en el canal británico Sky Atlantic y que a partir de este domingo estará disponible en Starzplay. Escrita y dirigida por mujeres, un poco a modo de homenaje al exuberante universo de Nin, Little Birds sigue a la joven heredera Lucy Savage (Juno Temple) en su viaje a Marruecos, destino de las mieles del matrimonio y la vida extravagante de aquella perla africana. O no tanto. En realidad, como descubre casi al llegar, Lucy es apenas la moneda de cambio de su padre, un comerciante de armas de Nueva York con deseos de poner un pie al otro lado del Atlántico. Por ende su marido resulta un agente de ventas y esas falsas promesas conyugales se convierten en la mejor excusa para la búsqueda de su libertad.
Liitle Birds no adapta literalmente los cuentos de Nin sino que captura su espíritu y, sobre todo, conjuga en la vida en Tánger las distintas anécdotas que alimentaron su escritura. Una excéntrica madama (Rossy de Palma) anfitriona de fiestas pecaminosas, una rebelde dominatriz (Yumna Marwan) destinada a sacudir aquellos circuitos sociales, una cantante (Nina Sosanya) convertida en cineasta de vanguardia, los fetiches del comandante del protectorado francés, los amores infieles, los ritos sexuales. En el año 1955 ese mundo que promete Tánger es todo lo tabú que podía imaginarse Lucy, confinada a su palacete neoyorkino y ahora liberada a las fuerzas de su imaginario romántico sediento de venganza y reivindicación. Los colores pasteles que inundan las bucólicas habitaciones de la casa de citas, o las palmeras que cobijan los rituales eróticos al borde de la piscina de la milicia francesa, son algo más que el contexto de esa explosiva sensualidad, son un persistente eco de la ironía que Nin transmite en sus relatos, como estrategia para salirse de esa jaula de convenciones en la que parecía atrapada.
La Tánger de la adaptación de Sophia Al-Maria tiene mucho de aquella ciudad narrada por los recuerdos de Paul Bowles en la autobiográfica El cielo protector, donde los contornos del desierto y los enigmas de sus ciudadelas contienen los deseos incumplidos de los visitantes europeos. Stacie Passon, directora de los seis episodios que integran la miniserie, construye una ciudad exuberante e infernal, concebida como set de filmación para los sueños de Lucy, como refugio perfecto para los amores prohibidos de su marido con un príncipe egipcio, o escenario para las canciones del bar El Sirocco, donde todo lo prohibido es posible. Esa saturación de colores estridentes, la decoración barroca con jaulas de pájaros, estolas de plumas, maquillajes recargados, visten los días calurosos, cobijan los crímenes imperdonables, encienden las luchas cotidianas. La serie enarbola la autonomía de sus personajes femeninos aún en un mundo construido sobre cimientos patriarcales y sexistas. El trasfondo del colonialismo, la inminente descolonización de África y las transformaciones en la vida social y sexual de Europa se combinan con la inventiva inagotable de una escritora como Anïs Nin puesta bajo la lupa contemporánea.
Valle de pasiones
El año pasado, la plataforma presentó otro de sus estrenos provocadores: P-Valley, cuyo tono se establece desde las primeras escenas. Una mínima trama policial resulta el preludio de la llegada de Autumn Night (Elarica Johnson) al club nocturno The Pynk, ubicado en algún lugar del Delta del Mississippi. Su identidad es falsa, en el borroso pasado quedan las fotos de su hija, su misteriosa huida, las huellas de un accidente que la visitan en intermitentes pesadillas. Su vida debe recomenzar en esa arena de placeres y cofradías que se afirma en el corazón del “Dirty Delta”. Allí el Tío Clifford (Nicco Annan) es el rey y la reina, una matriarca de género fluido que gobierna con decisión y candor los destinos de sus strippers. Mercedes (Brandee Evans) es la celebridad local, la dueña de la pista en la que recibe tanto elogios como dólares. Y ese microcosmos de caño y lentejuelas está modelado con ferocidad por la creadora Katori Hall, inspirado en su obra teatral del 2015 Pussy Valley, adherido al clima pegajoso de los bañados, a los oscuros negocios inmobiliarios que allí se gestan, a la cofradía femenina que lucha por la supervivencia, a las fascinantes rutinas de baile que hacen presente a ese sur marginado.
La vocación de Hall queda en claro desde los créditos, en los que la sureña voz de una mujer entona el himno que define el universo de la serie. “Desde el principio tuve en claro que quería una voz femenina como maestra de ceremonias y Jucee Froot, con su ADN de Memphis, se convirtió en esa figura”, contaba Hall a Variety sobre la elección de la cantante de la melodía que acompaña a los créditos. “Quería que se celebrara el espacio del club de striptease, y que no hubiera vergüenza alguna adherida a su espíritu. Quería homenajear la resiliencia de esa comunidad”. Katori Hall entrevistó a más de 40 strippers para escribir la obra de teatro, y cuando comenzó a idear la serie decidió que esa mirada alojada en el interior de ese mundo debía prevalecer. La historia exuda una autenticidad que proviene de esas voces reales, de esa dinámica construida en la vida cotidiana del club, las amistades y las rivalidades forjadas, los relatos de abusos y maltratos, de amor y supervivencia.
El hallazgo de personajes como la Mercedes de Brandee Evans, que en el episodio inicial irrumpe en el escenario, trepa al caño con destreza y deslumbra desde allí con su dominio y su personalidad, es la clave del trabajo de Hall. Sus criaturas existen en la verdad de ese contexto, sostienen esos límites con la energía de su respiración. Lo mismo sucede con el extraordinario Nicco Annan que da vía al Tío Clifford, con sus uñas de colores y las toneladas de glitter que adornan su peluca. El argot en los diálogos, la cadencia de los movimientos de cámara, las miradas cruzadas que se filtran por los márgenes del encuadre nos permiten ser parte de The Pynk como algo más que observadores, como contagiados de ese erotismo que combina placer y performance, diversión más allá de los cuerpos y los goces hegemónicos. “Al crecer en Memphis”, continúa Hall, “la cultura del striptease es parte de tu vida, de un entorno en el que se celebra y se comparte la experiencia del ‘pole dance’ como algo natural. Estas mujeres, que resulta que son strippers, en realidad nos revelan la lucha de todas las mujeres, nos revelan su humanidad, que trasciende esos persistentes intentos de avergonzarlas y marginarlas. Yo quise, por primera vez, ponerlas en primer lugar en la televisión”.
Viaje a la península
Bajo premisas similares, otra showrunner de Starz hizo su desembarco en el mundo de las drogas y el desenfado turístico de Cape Cod en la serie Hightown. Ya el título condensa la ironía con la que Rebecca Perry Cutter comenzó a escribir la historia allá por el 2015, cuando la epidemia del consumo de opiáceos en la península todavía no estaba en la agenda pública. Años después,convirtió aquellos retazos testimoniales y el trasfondo de crímenes y tráfico organizado en una ficción que combina el rústico retrato de la comunidad de Provincetown, los dealers y el menudeo, con una trama policial que tiene un cadáver y una oficial de la guardia pesquera como epicentro. Jackie Quiñones (Monica Raymund) es, al mismo tiempo, parte de esa lógica de locura y diversión que se agita en carnaval, enredada en su alcoholismo y en el sexo de una noche, y quien descubre el cadáver de una joven en la playa. A partir de allí, el descenso hacia el infierno de sus remordimientos se combina con el intento de redención, de hallar a los culpables de esa muerte y descubrir tras ellos los tentáculos que animan a esa pintoresca península de Cape Cod.
Cutter pasó varios veranos en esa zona de Massachusetts, indagando en los contornos de ese universo, en su vibrante cultura, su espíritu queer, sus carnavales coloridos, sus noches interminables. Allí exploró también su otra cara, la del crimen y la droga, modelada en personajes que emergen de esa marginalidad, sean narcotraficantes encarcelados, sensuales strippers o adictos convertidos en rehenes e informantes de la policía. El juego de la serie consiste en tomar como excusa el policial de procedimiento como puerta de entrada a ese mundo cautivo, cuyos límites invisibles contienen sus reglas tácitas, los silencios y las delaciones, esa impronta de placeres culposos y peligrosos. La estética de Cutter escapa a cualquier sofisticación; no hay estilización posible, todo se conjuga en su crudeza: el sexo, la ambición, la mezquindad, la misma muerte. Esa pátina de cierta vulgaridad es lo que brinda a la serie su verdadera textura, su sensualidad desprovista de falsedades, ese juego de luces y sombras que anima las persistentes contradicciones de los personajes.
Vida y gentrificación
Quizás la serie más notable en esa búsqueda de una voz auténtica, nacida del interior de esos mundos singulares, sea Vida de Tanya Saracho. Extraordinaria en sus tres temporadas, cuenta el vínculo de las hermanas Emma y Lynn Hernández (Mishel Prada y Melissa Barrera) luego de la repentina muerte de su madre. Vidalia les ha legado un ruinoso edificio y un pintoresco bar en el corazón de Boyle Heights, uno de los principales barrios latinos de Los Ángeles, epicentro de la creciente gentrificación que busca convertirlo en un jugoso negocio inmobiliario. El regreso al origen y el reencuentro fraternal se convierten en las estrategias de Saracho para explorar ese mundo y sus identidades, tanto culturales, sexuales como musicales. Las hermanas Hernández descubren, a partir de los secretos atesorados por su madre, las verdades de su infancia, opacadas por años de rencores y separaciones, y también la realidad de un presente que se conforma en sus imprevisibles direcciones.
Vida también explora un erotismo más allá de las convenciones, que combina lo queer con una fuerte vocación identitaria, tanto en términos de pertenencia racial como de verdadera exploración de lo propio. El matrimonio de Vidalia con la joven Eddy enfrenta a Emma con su propia sexualidad, los altibajos emocionales de Lynn se convierten en el combustible para su impuso creativo, y ambas hermanas exploran los contornos de esa extendida familia, las conflictivas relaciones con el barrio, el peso de la tradición en una comunidad de inmigrantes y los intentos de transformación y sojuzgamiento económico que parece traer el presente. Desde los ritmos del hip-hop y el reggaeton, desde las comidas tradicionales y sus fusiones con la cocina anglosajona y desde esos retratos familiares a contramarcha es que Vida reclama su inusual originalidad, esa sensación de comunidad que desborda las definiciones preestablecidas, que no esquiva los conflictos y las alquimias imprevistas.
Este grupo de series de Starzplay se instala en esa inagotable perspectiva, que utiliza el sexo y la carnalidad como atractivo para afirmar sus historias. Las verdaderas, las que anidan detrás de la ingeniería de sus ficciones. Las que convierten a personajes que son siempre telón de fondo en protagonistas. La joven neoyorkina en Little Birds, las strippers negras de P-Valley, la policía de Hightown, las hermanas latinas de Vida. Y junto a ellas emergen esos mundos, a menudo retratados desde el exotismo o la extravagancia, en sus matices concretos, sus texturas auténticas, sus colores únicos. Allí están las fiestas de Tánger, los ritmos del Mississippi, los sabores que resisten la gentrificación, el deseo de redención que impulsa la búsqueda de la verdad. En ese erotismo que atenta contra las coordenadas hegemónicas, que da presencia a otros cuerpos por sobre aquellos siempre visibles, que subvierte etiquetas e imparte nuevas inquietudes, es donde creadoras como Sophia Al-Maria, Katori Hall, Rebecca Perry Cutter o Tanya Saracho sitúan sus universos. Allí defienden sus narrativas y establecen un punto de vista que nos sitúa adentro y no como protegidos observadores, el mismo que revela el todo por sobre las partes, la vitalidad tras la representación, la esencia de esa nueva y celebrada mirada.
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