Strauss se ríe del difícil arte de ser artista
Ariadna en Naxos, de Richard Strauss
Nuestra opinión: excelente
Director de escena: Marcelo Lombardero. Director musical: Alejo Pérez. Elenco: Carla Filipcic Holm (Prima donna/Ariadna), Gustavo López Manzitti (Tenor y Baco), Jennifer Holloway (Compositora), Ekaterina Lekhina (Zerbinetta), Hernán Iturralde (Maestro de música), Luciano Garay (Arlequín), Iván García (Truffaldino). Músicos de la Orquesta Estable del Teatro Colón. Teatro Colón. 31 de julio. Repite: 2 y 4 de agosto.
Quien todavía guarda el viejo prejuicio de que Richard Strauss fue un compositor conservador tiene que escuchar (y ver) Ariadna en Naxos. Su director de escena, Marcelo Lombardero, tuvo que tomar serias decisiones para transmitir la esencia de una obra que se ríe abiertamente del oficio teatral, con sus complejidades y vicisitudes. La obra, dividida en prólogo y ópera, pone sobre el tapete cuestiones centrales que los espíritus románticos prefieren olvidar: la música también forma parte del mercado y se rige por sus principios. Es así como, en el argumento, la compositora (compositor originalmente) tuvo que aceptar que su ópera seria se represente al mismo tiempo que un número ligero. ¿Qué la empuja a aceptar este trato? La presión de su mecenas, que debía cumplir a rajatabla con los tiempos de la fiesta que ofrece, en esta ocasión, en su lujoso departamento.
Esta es una obra inspirada en El burgués gentilhombre, de Molière, y la leyenda de Ariadna y Baco, musicalmente compleja como pocas, con desafíos tanto para la orquesta como para las voces. Las exuberancias del lenguaje musical se tradujeron en una representación que no escatimó en recursos para evidenciar la reflexión de la metaópera, especialmente en la segunda parte de la obra, en la que se monta un escenario sobre el escenario. Allí se representó la tragedia de Ariadna, abandonada en la solitaria isla de Naxos por su amado. Pero la verdadera tragedia de esta Ariadna es tener que guardar su solemne compostura frente a las intervenciones de Zerbinetta y la compañía de rockeros trasnochados que la acompañan. Aquí las líneas se disuelven, y así como resulta cómica la postura rígida de la prima donna (tanto como su barroco y opulento atuendo), resulta también enternecedora la tristeza de Zerbinetta, que se declara feliz en su fachada y triste por dentro. Es necesario apuntar que la comicidad más profunda la da el mismo libreto de Hugo von Hofmannsthal, después de todo ¿a quién se le ocurre que Ariadna, en una isla desierta, tenga que padecer las intervenciones de una compañía de teatro cómico?
La música de Strauss dialoga constantemente con su presente estético y con convenciones musicales históricas, no tiene reservas en hablar un lenguaje barroco ni incurrir en osadías cromáticas. Lombardero tampoco las tiene y mezcla lo sublime con lo kitsch: en el escenario conviven perfectamente una peluca de rulos empolvada con una guitarra eléctrica.
El elenco contó con roles realmente notables. Ekaterina Lekhina como Zerbinetta estuvo a la altura de las arias más exigentes, mientras que Carla Filipcic Holm encarnó a una Ariadna sólida tanto vocal como dramáticamente. Jennifer Holloway (compositora) y Hernán Iturralde (maestro de música) aportaron calidad y justa emotividad. Gustavo López Manzitti fue un Baco con pareja proyección, incluso notoria para el sonido lontano que se pretende a su llegada. Por su parte, la orquesta logró afianzarse en el transcurso de la noche bajo la batuta de Alejo Pérez.
Al final de la obra, la sublime música se salva de todas las risas, de las pretensiones de quienes pagan por ella, y de las exigencias de los tiempos. Baco y Ariadna finalizan con su dúo, en calzones largos, sin peluca, sin sombrero, con las estructuras desnudas de sus pomposos vestidos. Los técnicos ya los han despojado hasta de su escenario, y solo les queda interpretar su música hasta el final. O al menos hasta que el mayordomo les de su paga.
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