La secuela del éxito de 2022 es una repetición de lo mismo con más efectos, más sangre, música pop y la fama como el infierno más previsible de todos
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Sonríe 2 (Smile 2, Estados Unidos/2024). Guion y dirección: Parker Finn. Fotografía: Charlie Sarroff. Edición: Elliot Greenberg. Elenco: Naomi Scott, Rosemarie DeWitt, Lukas Gage, Peter Jacobson, Dylan Gelula, Kyle Gallner. Calificación: Apta para mayores de 16 años. Distribuidora: UIP. Duración: 115 minutos. Nuestra opinión: regular.
La secuela de Sonríe, aquel éxito de 2022 y emblema del modelo del “terror del trauma” que también encarnaron películas como Maligno de James Wan o Men de Alex Garland, sigue el mismo concepto de su predecesora. De hecho, la ligazón argumental entre ambas es anecdótica –un personaje que las conecta y funciona como transmisor de la “maldición”- y podrían funcionar según el modelo de “antología” que asumen las series contemporáneas. Lo que cambia en la lectura que propone el guionista y director Parker Finn esta vez, no es solo la raigambre del hecho traumático, mucho más indefinido en su origen que en la primera, sino su impacto social en función de la vida pública de la protagonista, una exitosa cantante de pop. Y en sintonía con ello, el concepto de puesta en escena de esta segunda entrega está definido por esa vocación de constante espectacularidad, de sumatoria de impactos visuales, momentos gore, actos de body horror, y toda una parafernalia de gadgets distractivos que diluyen la verdadera sensación de inquietud e incomodidad que, en definitiva, es el alma del cine de terror.
La primera secuencia es quizás una de las más logradas de la película, y aquella que, evocando un poco el absurdo cultivado por el cine de los hermanos Coen, pone en acción la rueda que lleva a la maldición de la sonrisa a un nuevo ciclo. Una matanza iracunda deriva en un accidente automovilístico, un reguero de sangre dibuja en el suelo nevado los contornos de una sonrisa amplia y enrojecida. Luego se enciende un televisor y conocemos a Skye Riley (Naomi Scott), una estrella de la canción que regresa a los escenarios luego de una larga ausencia. Lo último que se supo de ella fue la noticia del trágico accidente en el que murió su novio, la revelación de sus adicciones, sus posteriores operaciones de columna y su lenta recuperación, signando a este regreso con el halo de la resurrección. Skye se conmueve en cámara ante su compungida entrevistadora, una Drew Barrymore haciendo de sí misma, y las presiones de su nuevo disco, la gira mundial, los fans y la discográfica comienzan a modelarse como ese monstruo tan imaginado como temido.
Lo que sigue es, lógicamente, la llegada del contagiado a la vida de Skye y el lento descalabro que esa sonrisa espectral desencadena en su precaria estabilidad emocional. Y allí, la película nos confirma su premisa: el horror, más allá de sus configuraciones plásticas explosivas, siempre proviene del interior de Skye, de su culpa sumergida, sus ansiedades progresivamente incontrolables, el torbellino de un negocio que fagocita todo rastro de su condición de artista. Ahora bien, en ese doble juego de ser víctima y victimaria, Skye podría haber asumido cierto misterio, contradicciones que permitan la exploración de ese trauma que define la mera existencia de la película. Pero no, Skye es una parodia de la estrella pop, con todos sus caprichos y frivolidades, una encarnación visual de ese discurso sufriente algunas estrellas recientes han deslizado sobre las presiones de la fama. Y es ese mismo gesto irónico, el que siempre coagula la experiencia incómoda con la pretendida liberación del humor, un humor siempre calculado para hacernos sentir mejor, incluso inocentes.
Parker Finn apuesta por la hipérbole con energía desmedida. Todo es más en esta secuela: la protagonista es hiper famosa, su tragedia es terrible pero también inmemorial (“hago todo mal”, dice, remontando su culpa a un autocastigo previo al accidente), su madre (Rosemarie DeWitt) es la caricatura de la manager explotadora que ve en su hija un activo para los negocios, y todo su entorno es grotesco y exagerado, surcado por el mismo tono que explotan sus pesadillas. Y lo peor es esa insistencia en dilatar al paroxismo las secuencias de horror esperando siempre una sorpresa prometida que, al fin y al cabo, se torna anticlimática. La tentación del cine contemporáneo de transmutar en ficción los asuntos candentes de la agenda pública lleva a querer siempre subir la apuesta: algo más impactante, un símbolo más potente, un efecto más inolvidable. Y todo termina siempre en la variación de una formula demasiado conocida.
Sonríe había encontrado como valor originario la expresión visual de esa cultura del “wellness” tan extendida: una sonrisa espeluznante. Esa idea concreta y contundente fue clave para su éxito. Esta secuela no tiene más que la repetición de lo mismo con más efectos, más sangre, música pop y la fama como el infierno más previsible de todos.
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