François Truffaut decía que un actor que acepta un papel y firma un contrato se comporta como un huérfano en una familia adoptiva. Puede actuar con falsa arrogancia si se siente impuesto o mal elegido, o superar sus miedos si se siente querido y admirado. Esa idea de familia a partir de la que puede pensarse una película funciona en cualquier tiempo y lugar, ya sea una gran producción internacional o una ópera prima hecha con esfuerzo y poco dinero. Mercedes Morán lo ha entendido como nadie. Y este año ha sido parte de familias diversas: la oscura y perversa de El ángel, la suspendida por el duelo en Familia sumergida, la signada por rutinas y ausencias en El amor menos pensado. En cada una de esas aventuras, sus personajes tomaron prestados más que sus rasgos: asumieron esa misma consistencia que puede intuirse bajo su piel, ya sea la de una ambigua madre criminal o una hermana que ingresa en el espectral reino de la pérdida. Esa complicidad afectuosa que establece con sus criaturas de ficción excede los dictámenes del guion, la entrega interpretativa, la magia de la fotogenia. Es fruto de una conquista paulatina a lo largo de sus años de trabajo, de un vínculo con el espectador capaz de sentirse en el filamento que une sus mutuas emociones.
Los premios que ha recibido este año –como mejor actriz en el Festival de Karlovy Vary, a la trayectoria en el Festival de Mar del Plata– y su reinado en la taquilla –El ángel y El amor menos pensado encabezan la lista de las películas argentinas más vistas del 2018– no hacen más que confirmar su lugar indiscutido en el cine. Números y estatuillas materializan una intuición que ya teníamos, una familiaridad que resulta difícil poner en palabras. A diferencia de esas divas del período clásico del cine argentino, como Mecha Ortiz o Laura Hidalgo, que parecían habitar en otro mundo, ese que nunca nos pertenecía; Morán hace que cada uno de sus pasos sea el eco de los nuestros, el espejo en el que nos reconocemos sin ningún permiso ni afectación. Es que todo en ella parece tan fácil: el ritmo exacto de sus diálogos, la medida de sus gestos, la cercanía justa para vivir sus pasiones. Quizás su relación con el cine tenga que ver con el hecho de que la pantalla grande la descubrió luego de su paso por el teatro y la televisión, luego de entrar en nuestras vidas y nuestras casas, de conquistarnos con esa lucidez coloquial que la hizo tan verdadera.
Sus películas con Lucrecia Martel fueron las que primero expresaron la materialidad de su presencia en el cine, la sintonía con sus movimientos diletantes, esa secreta comunidad construida entre miradas y silencios. Fueron una puerta extraña para su humor, construido siempre en el seno de la incomodidad, imposible de copiar, atento al sentido oculto de las palabras. Su forma de reírse nos contagia y el efecto de sus diálogos más agudos tiene siempre una nueva recompensa, esa de reírnos solos cada vez que nos acordamos.
Este año fue más que su año, fue en el que descubrimos que su atractivo emana siempre de su inteligencia y fortaleza, que su coraje abre caminos de riesgo y resistencia, y que ahora sí, después de todo, podemos poner en palabras eso que ya intuíamos hace tiempo.
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