Yo trabajaba de secretaria en una oficina. Allí tenía un joven compañero con el que tecleábamos todo el día la máquina de escribir. Él era tan feo y tan infeliz que cuando me confesaba que quería ser actor, yo pensaba: ‘¿Adónde vas a llegar con esa cara?’. Estuvo dos años conmigo. Era la imagen del actor que no puede llegar a ningún lado, petiso y feo. Un día me dijo que le habían ofrecido un papel en una película y que se tenía que ir a Los Ángeles. ¿Sabés quién era? Dustin Hoffman. Y la película que fue a filmar: El Graduado".
Estar con ella, compartir un té, una comida, una salida teatral, era garantía de que al menos uno volvía a casa con tres anécdotas de ese calibre. "Mirá esta foto en mi departamentito en Nueva York… Lo había alquilado sin muebles porque era más barato y lo amoblé con todo lo que la gente saca a la basura en perfectas condiciones. ¿Ves el silloncito? Un día lo descubro –impecable– junto a una montaña de bolsas de residuos. Decidí sentarme para que nadie lo llevara y a cada hombre corpulento que pasaba, le pedía con tono de desgraciada: ‘Señor, ¿sería tan amable de llevarme este sillón a mi departamento?’. Algunos me sonreían, otros no me respondían. Hasta que un patovica que venía del gimnasio se apiadó de mí y lo subió por las escaleras. ¿No es un amorcete el silloncete?". De cada país donde estuvo, de cada obra que hizo, de cada día en que vivió, ella tenía una anécdota graciosa.
China se movía en taxis casi siempre y la mayoría de las veces no le cobraban. Cuando ella insistía, más de un taxista le decía: "Está bien China, págueme con un beso". Le encantaba hablar con los taxistas. En uno de los viajes, hasta la puerta de Canal 7, le pregunta al chofer: "Dígame, ¿usted sabe quién hizo el Monumento a Artigas que está ahí enfrente?". "Su papá, China", respondió el hombre. "Ah, ¿y cómo sabe?", le replicó. "Porque me lo dijo usted un día que la traje hasta acá", le contestó. Como final de cada anécdota, con cara de asombro, siempre remataba con la frase "¿Pero a ti no te parece increíble?". Y si uno la festejaba como correspondía, enseguida venía otra mejor.
"Otra vez en Nueva York, un amigo se fue de viaje y me prestó su auto. Yo nunca había ido a Harlem, el barrio negro, y en ese entonces, con fama de peligroso. Yo era joven y me prevenían tanto que jamás pensé en tomarme un subte y bajarme a caminar por ahí. Pero con auto, me pareció una buena idea. Manejaba feliz, pasé por el teatro Apolo donde anunciaban a Ella Fitzgerald, iba escuchando en la radio a Louis Armstrong, cuando de repente, el auto empezó a ahogarse y me di cuenta de que se había acabado la nafta. Por suerte, a pocos metros había una estación de servicio. ‘Llename el tanque por favor’, le dije al morenito que me atendió. Cuando voy a pagar, me di cuenta de que me había olvidado la billetera en casa. Desesperada, empecé a decirle al chico que me iba a buscarla y en una hora volvía. Con la llave del auto en la mano, el chico fue a ver a su jefe, volvió y me dijo que suba a la oficina. Entré al despacho asustada y encima veo detrás del escritorio a un negro gigante… nunca había visto a un hombre con semejante cara de sapo. Con voz amenazante y de ultratumba, me dijo: ‘¿Así que te olvidaste la billetera?’... Y saca un revolver del cajón y lo apoya sobre el escritorio. ‘¿Y cómo pensás pagarme?’. Aterrada como nunca había estado en mi vida, comencé a decirle casi tartamudeando un rosario de frases y promesas. Cuando estaba a punto de ponerme a llorar, ese hombre horrible, temible, larga una carcajada amigablemente interminable y me dijo: ‘Era una broma… Pero qué susto, rubia, ¿eh?’".
Las anécdotas que contaba eran siempre tan increíbles o divertidas, que aun siendo reales, ella les agregaba condimentos y dramatismo. Algunos las creían cien por ciento; otros dudaban, por lo que en lugar de "anécdotas", quienes la conocíamos bien, las llamábamos "zorrilladas".
Ella se fue, pero las zorrilladas quedarán para siempre, mientras exista alguien que se haya cruzado, aunque sea una vez con este ser único, mágico, irrepetible y todos los adjetivos positivos que se ganó en vida esta gran dama, la señora China Zorrilla.
Dinastía
Su abuelo paterno fue el poeta de la patria, Juan Zorrilla de San Martín, autor de La epopeya de Artigas, Tabaré y también Ministro plenipotenciario del Uruguay, en la corte del rey español Alfonso XIII. Su madre fue la argentina Guma Muñoz del Campo y su padre, nada menos que "el escultor de la patria", José Luis Zorrilla de San Martín, de quien tenemos en Buenos Aires el mencionado monumento a Artigas y el de Julio A. Roca. El 14 de marzo de 1922, "Bimba", como todos llamaban a Guma, dio a luz en su casa a su segunda hija. Cuando la vio por primera vez, su padre dijo: "Parece un ángel de Donatello", a lo que Bimba contestó: "Es un ángel de José Luis Zorrilla". La bautizaron con el nombre de Concepción Matilde y como siempre pusieron sobrenombres a sus cinco hijas, pensaron en "Conchita", el natural para Concepción, pero como no sonaba bien por estos lares, comenzaron a llamarla "Cochonita". La bebita llegó más que con un pan bajo el brazo: ese mismo año, su padre ganó un concurso por su "Monumento al Gaucho" y con el dinero del premio, la familia se instaló en París donde él compartió talleres con maestros de la escultura.
Cuando Cochinita empezó a hablar, su primera lengua fue el francés, idioma que dominó a la perfección toda su vida. Pero al comenzar el colegio, empezaron las burlas: cochón en Francia sonaba a "cerdita", por lo que los padres decidieron cambiarlo por "China". Las primeras fotos de su infancia son con fondos tales como la Torre Eiffel o el Arco de Triunfo. En París, nació la tercera hija del matrimonio y exactamente a los 4 años de haberse ido, regresaron a Montevideo, donde las niñas siguieron su educación en un colegio francés, famoso por la austeridad, virtud de la que ella fue un ejemplo a seguir. "¡Hacé algo con esta chica!", le rogaban a la madre, ya que China no paraba de recitar interminables poemas, día y noche. Todos la querían callar; por suerte, no lo lograron. A medida que iba creciendo, escribía historias que actuaba con sus hermanas y sus amigas y en la enorme casona de la abuela materna donde vivían, haciendo uso de los juegos en el jardín, se convirtió casi en una artista de circo, dando muestras de una gran elasticidad.
En la adolescencia, China sorprendía con su belleza, su gracia y su cultura y se destacaba en los círculos sociales de Montevideo. No pasaba un mes sin que un diario o revista publicase una foto suya. Tenía claro dos cosas por ese entonces, que quería ser actriz y que donde fuese, llamaría la atención. "Mis padres, que amaban el teatro, no ponían objeciones. Pero el que más me incentivaba era mi abuelo, el poeta: ‘Me vas a dar el gusto que no me dieron ninguno de mis hijos, vas a ser actriz, me dijo un día. Mis tíos, escandalizados, le decían ‘no le metas esas ideas en la cabeza’. Porque para ellos era lo mismo que ser una bailarina de cabaret, una prostituta. Y acá me tenés, hace 60 años que soy prostituta. Con discutido éxito, pero en fin", recordaba cuando tenía 80 años. Poco después de cumplir los veinte, debutó como actriz en Montevideo y su primer trabajo frente al público fue tan descollante, que tuvo que salir a saludar varias veces, ante un público que la aplaudía de pie. Esa noche fue la confirmación de que iba a ser actriz toda la vida.
Una actriz con mundo
"Un día estaba en el taller de mi papá y le dije que debía ser muy feliz por poder realizarse como escultor en la más completa soledad. ¿Sabés lo que me contestó? ‘Pero a ti te aplauden’. No me voy a olvidar nunca. Y encima nos pagan. Es una profesión única en el mundo". China ganó una beca para estudiar en Londres y como la familia estaba en franca decadencia económica y se habían tenido que mudar tras la muerte de la abuela a una casa más chica, tomó la decisión de irse en un barco de carga en el que fue la única mujer durante la travesía de un mes. Llegó en invierno a una Inglaterra en plena guerra y alquiló un modesto cuarto sin calefacción. Con temperaturas bajo cero, decidió dormir siempre vestida con un traje de esquiar, que le había prestado una amiga, por si iba a Suiza. Ni siquiera el frío o la guerra le importaban, sólo lograr ser admitida en la más prestigiosa escuela teatral de Londres, RADA, la Real Academia de Arte Dramático, de donde salieron consagrados actores ingleses. China dio la prueba en francés e igualmente, al ver el talento que tenía, la aceptaron. Le prometió a la mesa examinadora –entusiasta como fue siempre– que en 15 días aprendería inglés. Esos fueron años muy felices y de gran crecimiento. También le posibilitaron valerse por sí misma, lejos de la familia contenedora. Allí hizo grandes amigos entre sus compañeros y con latinoamericanos que andaban por Europa en aventuras similares a la de ella: "Una vez me echaron de un cine porque fuimos con un grupo de argentinos y cuando apareció Hitler en la pantalla nos pusimos a patear el piso. Vino el gerente y nos dijo que no podíamos empezar a zapatear cada vez que no nos gustara lo que salía en pantalla".
Cuando terminó sus estudios y regresó a Montevideo, otra figura del teatro uruguayo, contemporánea de China, Antonio "Taco" Larreta, la convocó para hacer una obra suya en la Comedia Nacional. Sería la primera de más de 80 obras que protagonizó en su país, donde fue dirigida por la eximia actriz española Margarita Xirgu, por Armando Discépolo y por Orestes Caviglia, entre otros. En la década del 60, China se convirtió en directora de óperas con notables puestas de La Bohème, de Puccini y Un Ballo in Maschera, de Verdi, tarea que años después retomó en el Argentino de La Plata, donde hizo la régie de El Barbero de Sevilla. Uno de sus sueños, trabajar en el Colón, se cumplió cuando la convocaron en 1995 para un papel recitante escrito por Igor Stravinsky, que estrenó Victoria Ocampo, dirigida por el gran músico en ocasión de viaje a Buenos Aires en 1936. Otro sueño imposible hecho realidad fue actuar en un teatro de Nueva York con Canciones para mirar, sobre textos de María Elena Walsh. En la Gran Manzana, China hizo muchísimas amistades, llevó una intensa vida social y estaba en todos los sitios donde había que estar, moviéndose como pez en el agua, como si estuviese en Montevideo o Buenos Aires.
Aparte de su trabajo en la oficina teatral, dio clases de francés, trabajó en un pabellón en la Feria de las Naciones y hasta llegó a ser asistente de Antonio Gades, el genio del flamenco que en su juventud deslumbraba a los neoyorkinos. Con la llegada de la década del 70, China llegó a Montevideo con su bagaje de conocimientos y también de regalos, para celebrar las bodas de oro de sus padres. Volvió al teatro con enorme éxito, pero a la hora de los premios teatrales, el que se merecía con creces, se lo dieron a otra actriz. Eso le importaba y le dolió, por lo que aceptó enseguida la oferta del director Lautaro Murúa, para filmar en la Argentina Un guapo del 900, junto a Alfredo Alcón. Con él filmó a continuación La Mafia, dirigida por Torre Nilsson y luego de ese rodaje, una tentadora propuesta teatral no la dejó volver a Uruguay. Ana María Campoy había recibido una oferta de trabajo en México y debía abandonar un éxito teatral con Rodolfo Bebán y la revelación teatral del momento: Susana Giménez. El debut en Las mariposas son libres fue en Mar del Plata; se convirtió en el éxito del verano y siguieron por un año más en Buenos Aires y en gira por el país. "Con China tuvimos buena onda desde el primer momento –contó Susana–. Ella era una gran actriz, pero su humildad y ubicación nos dejó con la boca abierta a todos. Además, logramos un entendimiento en el escenario que muy pocas veces se da. Delante de China no se decían malas palabras ni jamás le escuché decir una a ella. Le encantaba tejer en el camarín, a Bebán le hizo un pullover y a mí un short en croché". Tras el éxito teatral, Alberto Migré la convocó para la televisión, para hacer de madre de Soledad Silveyra en Pobre diabla. Al principio lo rechazó, argumentando que ella era una actriz de teatro, pero cuando la convencieron y se puso en la piel de Doña Aída, "la mamá de la Quela", el país entero se enamoró de su gracia, de su forma de hablar, de su talento. Durante ese año, la gente repetía frases impuestas por ella: "Quela, Quelita, qué hacemos ahora" o "Te das cuenta qué espanto". La enorme popularidad que le dio la televisión hizo que al año siguiente aceptara otra oferta de Migré y otro gran éxito, Piel naranja. Para entonces, ya estaba en el corazón de todos los argentinos y casi toda Latinoamérica que veía esas novelas. Afortunadamente para ella; porque al mismo tiempo soportaba uno de los dolores más grandes de su vida: injustamente, la dictadura militar en Uruguay la había prohibido por supuestas actividades conspirativas en suelo argentino. Esta calumnia, un verdadero calvario para China, se extendió por 10 años. Años en los que fue espiada y perseguida por el Gobierno uruguayo, al mismo tiempo que la Argentina se convertía en su hogar y su fuente de trabajo. Los éxitos teatrales y las películas se sucedieron, convirtiéndola en una actriz única, original y de enorme convocatoria. Pero la sospecha sembrada por los militares del país vecino, sumado a su rechazo permanente a la injusticia y su simpatía por algunos intelectuales de izquierda, le significaron también varios años de veda en nuestra televisión.
Esperando la carroza
Junto con la llegada de la democracia a ambas márgenes del Río de la Plata, China tendría otra enorme alegría: Esperando la Carroza, la película escrita por su compatriota Jacobo Langsner se convertía en suceso extraordinario y quedó en la historia de los clásicos del cine argentino.
Un fenómeno que se desprendió de esta pelí- cula son las frases dichas por China y que se repiten aun hoy: "La charlatana de al lado me imita en todo, yo hago puchero, ella hace puchero. Yo hago ravioles, ella hace ravioles" o "¿Pero ¿qué te creés, que vas a manchar mi reputación ahora, como me manchaste la alfombra recién?". Entre 36 películas que filmó en la Argentina, sin duda será recordada por ésta, pero también por sus grandes trabajos en Besos en la frente, Conversaciones con mamá y Elsa y Fred. En teatro, tuvo éxitos de años como Emily, que exclusivamente con su talento, convirtió en un suceso masivo la historia de una poetisa. Lo mismo sucedió con Querido mentiroso, Fiebre de heno, Una Margarita llamada Mercedes, Camino a la Meca, Eva y Victoria y Diario privado de Adán y Eva. Tuve el privilegio de ser el productor de este espectáculo, con el que se llegaron a hacer tres funciones diarias y gira por todo el país. Un recuerdo de esa gira, sirve como ejemplo del espíritu solidario de China, una actriz que ganó mucho y lo dio todo. En Mendoza, fui a buscarla a su habitación del hotel para salir a almorzar y había una larga cola en el pasillo de su piso. La puerta estaba abierta y China, en la cama, con una pañoleta, iba haciendo pasar a todos los que año a año iban a pedirle dinero. Cuando yo entré, me tocó presenciar el reproche de un hombre que le decía: "¡Pero China! Me está dando casi lo mismo que el año pasado, ¿usted sabe cuánto aumentaron las cosas?". En otra oportunidad, fue a cobrar una importante suma de dinero y su sobrina la esperó en la puerta de la casa, para que no se lo dé a nadie. Cuando paró el taxi, su sobrina la escuchó decirle al taxista: "No se preocupe, me lo devuelve cuando pueda". Ella misma se encargó de contar que un día el taxista se lo devolvió. La última vez que tomé un té en su casa, antes de su partida definitiva a Uruguay, me contó que la tarde anterior, una chica y un muchacho habían tocado el portero eléctrico y los hizo subir. Le explicaron que su madre era fanática de ella y que al día siguiente la haría muy feliz si la sorprendía en su fiesta de cumpleaños. "Por supuesto fui —me contó China— y cuando toqué el timbre, la mujer preguntó sin abrir la puerta quién era y le dije ‘Soy China Zorrilla’. ¿Qué creés que hizo? Me dijo ‘No estoy para bromas, váyase o llamo a la policía’".
Más que una biografía, esto es una semblanza. No hemos hablado de sus amores porque ella no hablaba de sus amores. Escribir sobre la apasionante vida de China Zorrilla simplemente llevaría tomos. Y va a llevar los años que nos quedan a quienes la quisimos, el recordar sus mil y una anécdotas. Al despedirla para siempre, Marcos Carnevale, su amigo y director de Elsa y Fred, dijo: "China era una chica de 25 años atrapada en el cuerpo de una señora mayor; era una anciana inmadura. Por eso creo que tenía tanta vigencia. Y se murió prácticamente en acción: vivió como 370 años en esos 92 que tuvo. Hizo lo que quiso y se devoró la vida".
Para despedirla, yo elijo recordar las propias palabras de China: "Miro para atrás y fui feliz… Yo disfruto de todo. Me despierto agradecida y feliz por estar viva, por tomar ese café con leche que disfruto tanto y comer ese dulce de membrillo tan rico". "A mí me pasa una cosa muy rara: me divierte estar viva. Le saco jugo a todo lo que me pasa". "Envejecer es cambiar de gustos. Y los nuevos son tan disfrutables como los anteriores". "Quisiera que el cielo sea exactamente igual a la tierra, pero sin las cosas malas, sin guerras, ni pobreza ni enfermedades". "Me falta morir en paz. Nada más y nada menos. He tenido mucha suerte en mi vida, menos en una cosa. Yo debería haberme casado y tener al menos un hijo. Creo que una mujer que no tuvo un hijo está como incompleta".
Cuando China nos dejó, los presidentes de ambas márgenes del Río de la Plata decretaron Duelo Nacional y fue enterrada en Uruguay con honores de Jefe de Estado. Cuando el multitudinario cortejo recorrió las calles, para que el pueblo que tanto la amó y admiró le diera su último adiós, es posible que alguna chiquita de 9 años, los que China tenía el día del entierro de su abuelo, haya preguntado lo mismo que ella le preguntó a Bimba: "¿Así se entierra a los muertos, mamá?". "No, hija. Así se despide a los grandes de la patria".
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