Sexo, fantasías y una gran pulcritud formal
"Ojos bien cerrados" ("Eyes Wide Shut", EE.UU./1999). Presentada por Warner Bros. Basada en un guión de Stanley Kubrick y Frederic Raphael inspirado en "Traumnovelle", de Arthur Schnitzler. Intérpretes: Tom Cruise, Nicole Kidman, Sydney Pollack, Marie Richardson, Todd Field, Rade Sherbedgia y Lelee Sobieski. Fotografía: Larry Smith. Dirección: Stanley Kubrick. 145 minutos. Para mayores de 18 años. Nuestra opinión: buena.
El nombre de Stanley Kubrick después de un silencio de 12 años como director; la presencia de dos estrellas cotizadísimas, a la vez una de las parejas top de Hollywood; el tema en cuestión -sexo, fantasías, obsesiones-, presuntamente abordado con inédita franqueza; el exagerado misterio que se generó en torno de un rodaje interminable, el topetazo final con el ojo censor-calificador norteamericano; la propia muerte del realizador a pocos meses del esperado estreno de su obra. Tamaña suma de elementos no sólo fue alimento de un banquete mediático que terminó operando su efecto banalizador sobre "Ojos bien cerrados". También acrecentó las expectativas tanto como para que ahora, por fin ante la obra concluida, resulte difícil despojarse de esa carga. No es poco problema, sobre todo tratándose de un film que se propone indagar en un territorio tan privado, complejo y perturbador como el de la fantasía sexual.
No hay que descartar que el tiempo y la distancia abran más adelante una nueva perspectiva -o liberen la mirada de condicionamientos- para abordar este film que Kubrick emprendió con su proverbial obsesión perfeccionista y que preservó de la curiosidad con celo al fin tan contraproducente. Pero lo que primero llama la atención de "Ojos bien cerrados" es su meticulosa pulcritud, su clima distante, más próximo al de una especulación intelectual que a la atmósfera perturbadora de las pesadillas.
Se trata del deseo, de apetitos perturbadores, de fantasías incontrolables, de transgresión. Pero hay en sus personajes menos pasión que ejercicio cerebral, y la voluptuosidad -aun en la muy meneada secuencia de la orgía, cuyo carácter explícito buscaron amenguar en los Estados Unidos por vía tecnológica- está tan presa de la conversación o tan sujeta entre disciplinadas ceremonias rituales que la lujuria se vuelve mecánica y el asunto que presuntamente Kubrick buscaba afrontar -la intempestiva intrusión de la irracionalidad en el mundo del orden y la razón- se desvanece.
A juzgar por lo que el film ofrece, Kubrick y su coguionista Frederic Raphael siguieron bastante fielmente en lo anecdótico la novela de Schnitzler, a la que trasladaron de época y de ciudad: de la Viena de fin de siglo a la Nueva York de la actualidad.
Los protagonistas integran un matrimonio aparentemente perfecto: son jóvenes, bellos, fieles, exitosos; tienen una hija pequeña y un piso lujoso frente al Central Park.
La intranquilidad vendrá a partir de una gran fiesta navideña a la que son invitados por un magnate a quien el hombre, médico cotizado, ha atendido. Gustosamente Bill es acorralado allí por dos esculturales modelos, mientras Alice, un poco embriagada, coquetea con un maduro galán húngaro. Todo no pasa de un ligero e inconducente juego social, pero poco después el médico deberá asistir en la mayor discreción a una ex Miss Nueva York que el dueño de casa invitó a sus habitaciones privadas y que encuentra desnuda e inconsciente, víctima de una sobredosis de droga.
Son los primeros indicios. Cuando Alice, más tarde, le confiesa la fantasía erótica que le despertó en el pasado un joven marino, ya está Bill sumido en sus obsesiones. La travesía hacia sus propios fantasmas lo llevará a relacionarse con una prostituta y con un mercader balcánico que hace negocio alquilando trajes de disfraz y ofreciendo a su bella hija adolescente, y a participar de una suerte de privado cónclave de enmascarados que parecen monjes lunáticos, hasta que repentinamente todo deriva en una orgía que puede conducirlo, por impostor, al sacrificio.
Los pliegues del deseo
Esta suerte de descenso a cierto infierno personal puede ser una realidad o una pesadilla interior; en rigor, importa poco porque la travesía busca examinar los pliegues del deseo y exponer miedos, celos, inseguridades y fantasías; pero, por otra parte, los pasos del protagonista y sus manifestaciones están tan escrupulosamente vigilados por el libro y la dirección que siempre hay algo que lo detiene a tiempo. La pesadilla turbadora deviene casi un juego para voyeurs, no una experiencia provocativa ni alarmante. Y el desenlace en la intimidad de la familia hace poco por corregir esa impresión.
El sello de Kubrick está, claro, por todas partes: en cada detalle del ambiente, en cada gesto, en cada movimiento; incluso en la deliberada elección de un ritmo titubeante para los diálogos que prolonga las escenas sin necesidad y puede volverse incómodo.
Maestro de lo audiovisual, vuelve a deleitar el ojo con las evoluciones de su cámara y sus planos precisos y a encontrar siempre el comentario musical que más enriquece los contenidos de cada escena. También hay una muy interesante galería de personajes secundarios, todos un poco inadaptados o un poco raros, tal como cabe a un creador cuya opinión del hombre no rebosaba optimismo.
Ese virtuosismo formal justifica por sí mismo la visión del film, aunque el concepto que Kubrick expone de las relaciones entre hombres y mujeres y de sus deseos y fantasías suene un poco desactualizado y aunque esté ausente del film -y también por responsabilidad de Cruise-Kidman, sin mayor química erótica en la pantalla- el ingrediente que no debió faltar: sensualidad.
Janet Maslin, prestigiosa crítica de The New York Times y entusiasta admiradoras de su controvertida obra, apuntó en su crónica que "muchas veces (Kubrick fue) acusado de crear personajes helados" y que "este film le permite abordar la parte oculta del iceberg". Es probable que esté en lo cierto. Sólo que la parte oculta también es de hielo.
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