Sesenta años al ritmo del Opera
Aniversario: el cine teatro Opera, fundado por el legendario Clemente Lococo, cumple hoy sesenta años; sus hijos Francisco y José rememoran la llegada del padre a la Argentina y sus sueños.
El cine teatro Opera es producto de un acto de amor familiar. Así lo cuenta Francisco -Pancho-, el mayor de los cuatro hermanos Lococo, hijos del legendario don Clemente: "Papá daba vueltas y vueltas y no se decidía. El viejo teatro Opera, de Corrientes 860, lo estaba esperando con una oferta de compra, para edificar una nueva sala sobre él. Lo mirábamos a la hora de comer y él hacía largos silencios. Así, varios meses. Hasta que, un día, mi madre llamó a papá y lo sentó enfrente: lentamente, ella se llevó las manos a las orejas y se quitó unos aros de brillantes; de la muñeca deslizó una pulsera y añadió un anillo de mucho valor. «Falta lo que puedas poner vos -le dijo-, pero ya tenés lo primero para comprar el Opera+. A papá se le llenaron los ojos de lágrimas".
Casi secreteando, Francisco anuda entre sus palabras las ramas del sencillo árbol genealógico de la familia, un tronco como el de la mayoría de los argentinos. Por su sangre corren vertientes italianas y españolas, batidas en el ánimo del cine y el teatro. "El cine, el cine -añade Pancho-, papá amaba el cine, veía montones de películas por día, opinaba sobre ellas, las entendía como arte y como negocio." Don Clemente Lococo, el fundador de lo que fue un imperio de la exhibición cinematográfica, había nacido en Catanzaro, en el sur calabrés de Italia, y se lanzó -Clemente, su padre y un tío- hacia América latina en varios viajes de prueba, como tantos aprendices de inmigrantes. Hasta que pasó por la Argentina y no regresó a su patria sino mucho después, y sólo de paseo. Arribó a Buenos Aires poco antes de que terminara el siglo XIX; al poco tiempo armó familia con María Magdalena, una valenciana de ojos que brillan luminosos, en un óleo, justo detrás de Francisco, en el tercer piso del Opera, donde se halla su reconocible oficina. "El era muy joven cuando nací yo -habla Francisco-: cuando mi padre tenía cuarenta años, yo ya tenía veinte." Hoy, don Francisco confiesa orgulloso sus ochenta y tres.
El primer mester del patriarca de los Lococo, en Buenos Aires, fue encuadernar libros en una imprenta y por pocos centavos. Vivía en el barrio de Flores. Muy jovencito, se había comprado una cámara filmadora y proyectora de mano y con ella se entretenía y divertía a sus chicos. A los 23 años se le puso a tiro tomar, para explotarlo comercialmente, un pequeño cine -el desaparecido Buckingham I, de sólo 400 butacas- en la calle Corrientes entre Callao y Rodríguez Peña. Era una sala poco acreditada que Lococo convirtió en cine para familias. "Era proverbial que un salón poco familiar, donde llegaba Lococo, se hacía para todos", sintetiza Francisco. Ya habían nacido los cuatro hijos, en este orden: Francisco, Clemente, José y Magdalena. "Cuando llegó la nena, pararon", sonríe Lococo.
Sala tras sala
Otra sala desprestigiada, en Tucumán casi Suipacha, cuando pasó a manos de Clemente, se denominó Buckingham II. No conforme con el rendimiento de ese cine, lo entregó como parte de la adquisición del tradicional Suipacha, sobre la calle de ese nombre, entre Corrientes y Lavalle. Al lado se hallaba el paquetísimo cine Princesa, perteneciente a la familia Cordero, que luego de años construyó el Gran Rex. Clemente Lococo tomó más tarde el Cataluña (luego Cosmos 70, en Corrientes al 2000), la sala más grande de entonces, con dos mil localidades; después, desembarcó en el cine teatro Astral, donde se estrenaron "El ángel azul", "El desfile del amor", "Sombras blancas en los mares del Sur", y actuó Josephine Baker, a los 22 años. "Los chicos del Salvador nos tiraron bombitas de mal olor, porque la Baker hacía topless y les pareció un escándalo. Eso llenó de público la sala", se divierte don Francisco. "Josephine sólo sabía bailar un poquito, y papá le sugirió cantar un tango para mejorar la actuación: aprendió a entonar «Haragán+ en un decir afrancesado." Dicen que don Clemente le inventó lo de la Venus de Ebano.
A esa altura, los Lococo contaban ya con importantes salas de barrio: el Roca, el Pueyrredón, el San Martín y el Fénix de Flores, el Argos, el Regio y uno en Mar del Plata. El Pueyrredón, que pasó a ser la sala más grande de la ciudad (la superó luego el Broadway, de la competencia), se inauguró en 1932 con la película "Ave del paraíso", con Dolores del Río. La arquitectura, igual que en 1936 la del Opera, fue obra del arquitecto belga Bourdón, que tenía su estudio en los altos de la Bolsa de Comercio.
Como faltaban películas para los barrios, Lococo volvió a tomar el Suipacha para estrenar. "En la empresa Lococo eran rápidas las decisiones, porque quien decidía era mi padre. En las de la competencia tenían que ponerse de acuerdo muchos socios", cuenta Francisco. Fue entonces cuando un señor Iribarne, en el vestíbulo del Roca, le ofreció el predio del Opera. "Papá lo miró con una sonrisa y le dijo que ya tenía suficientes salas para que sus hijos -nosotros- se entretuvieran. Me cayó como una flecha en el corazón." Allí fue que Magdalena se desprendió de las joyas, cómplice de sus hijos en el deseo de tener el Opera. El escribano Oscar Carbone, amigo de Clemente, aceptó poner el 25 por ciento del costo de la vieja sala, al que se añadió otro 25 por ciento de Bardem, de la firma Badaracco y Bardem, los de la Franco Inglesa. Clemente Lococo puso la mitad restante, y el Opera se hizo realidad en la familia.
Uno sobre el otro
El Opera actual es el tercer teatro que ocupa el solar de Corrientes 860: el primero, en 1872, con luz de gas; el segundo, una remodelación, tras un incendio, en 1929, tenía forma de herradura como los teatros líricos. "Se lo compramos a un señor Cucullo, que se lo había adquirido a don Roberto Cano, que vivía en la calle Suipacha y que llegaba por un túnel desde su casa a su palco en el teatro", cuenta José Lococo, que se integró a la conversación. Don Clemente no se interesó por la salida de artistas que permitía retirarse por la cuadra de Suipacha, frente al cine Ideal, también de Lococo. Sólo tuvo interés por el predio que da a Corrientes. Sí se conservan los antiguos espejos biselados que ornaban los camarines sobre esa ala, reubicados en el segundo y tercer piso del edificio actual. En los camarines de ahora se guardan paneles venecianos del teatro demolido, y la araña principal pende desde aquellos años en la basílica de Luján. Los candelabros de 25 luces de la entrada se hallan hoy en la porteña iglesia del Carmen. Se depositaron allí como ofrenda por haberse salvado los chicos Lococo de una pérdida de gas. En el momento de adquirir el Opera, los Lococo habitaban un palacete de tres pisos, con mirador, jardines, pérgolas y fuentes, que don Clemente hizo construir en 3 de Febrero 1453, barrio de Belgrano.
El terreno, de 30 por 60 metros, y el edificio actual del Opera costaron un millón de pesos, más o menos, en 1935. Florencio Parravicini y Mecha Ortiz fueron los últimos sobre el escenario del viejo Opera, que explotaba Enrique Muzio.
Varios arquitectos presentaron sus planos a Lococo, aunque éste se decidió por los de su confiable Bourdón. No le gustó sólo la fachada propuesta, que ganó la apariencia actual sugerida por una foto de un cine en Japón. "El frente art déco es una fantasía total y no es alegoría de nada", coinciden los Lococo.
El Opera se inauguró el 7 de agosto de 1936 con el film "El ensueño del Mississippi", versión del musical "Show Boat", con Irene Dunne y Paul Robeson, dirigida por James Whale. Asistieron todos los porteños que pudieron calzar traje de etiqueta, invitados por las obras de beneficencia de Adelia Harilao de Olmos, que desplazó la organización de la première que había programado Dulce Liberal de Martínez de Hoz, quien no presentó queja alguna. "Papá tampoco se opuso a que las damas se disputaran el Opera"; la picardía es de Francisco. Estuvieron desde el presidente Agustín P. Justo hasta diputados, senadores, gobernadores y la high society de Buenos Aires. El gobernador bonaerense Fresco ocupaba la primera fila del superpullman. Esa noche, dos mil y pico de personas descubrieron una última y permanente maravilla: en el lugar del cielo raso brillan las estrellas y las nubes surcan el espacio entre los espectadores y la eterna ilusión.