El film de Sidney Lumet acaba de cumplir 50 años; las reuniones entre el actor y el policía Frank Serpico, el esfuerzo del director para que la banda de sonido no cayera en obviedades y cómo reaccionaron los implicados en la historia cuando vieron la película
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Recién comenzaba la década del 70 y la comisión Knapp -a cargo justamente del juez Whitman Knapp- investigaba una serie de casos de corrupción en el departamento de policía de la ciudad de Nueva York. La creación de la comisión, en abril de ese año, fue el resultado de las denuncias de dos de sus miembros, el sargento David Durk y el detective Frank Serpico. En febrero de 1971, Serpico ingresó en un hospital con una bala en el rostro luego de quedar tendido en la vereda tras un operativo en Brooklyn por tráfico de drogas. Sus compañeros lo abandonaron a su suerte y un vecino del lugar finalmente llamó a la ambulancia. El rumor era que un policía había efectuado el disparo. Serpico no tenía más que enemigos en las filas de la fuerza. Ese hecho fue el disparador del libro que, escrito por Peter Maas, se convirtió en un éxito y en el puntapié para Serpico, película que acaba de cumplir 50 años de su estreno en Estados Unidos, justamente en la ciudad de Nueva York.
Serpico fue la primera película de una apócrifa trilogía que el director Sidney Lumet le dedicaría a los pilares de la vida institucional de los Estados Unidos. En Serpico, las fuerzas policiales; en Tarde de perros (1975), el sistema bancario; en Network-Poder que mata (1976), el andamiaje de los medios de comunicación. En pleno apogeo del Nuevo Hollywood, un veterano del realismo documental de la posguerra y un outsider de la fiebre cinéfila y académica que empapó a sus contemporáneos, exploró con la astucia de un artesano los meandros institucionales de una sociedad que había vivido cambios insospechados en los últimos años. Y su Serpico comenzaba por el final, con Al Pacino y su rostro manchado de sangre, tirando del hilo que llevaba al comienzo, al ingreso de su personaje en la policía siendo un joven con ideales, a su interés por la literatura española y el ballet, al rechazo a los sobres que llegaban como “premio” por la tarea diaria. Un hombre atípico, de apariencia hippie y desalineada, que sería el artífice de la crisis de una estructura de poder bien aceitada. Allí había una historia. Había que contarla.
El germen de una película
Quien compró los derechos del libro de Peter Maas fue el productor italiano Dino De Laurentiis, ya entonces convertido en una de las figuras más importantes del cine internacional. Mientras tanto, el propio David Durk, el otro testigo clave ante la comisión Knapp, había intentado vender su biografía convertida en guion a Sam Peckinpah y a la dupla Paul Newman y Robert Redford para que llegue al cine. Pero el libro de Maas les ganó de mano y, en paralelo con las negociaciones para la distribución entre De Laurentiis y la Paramount, el agente Martin Bregman intentaba convencer a su cliente Al Pacino de interpretar al célebre policía.
Bregman era un manager de artistas en ascenso y con intenciones de convertirse en productor, así que la posibilidad de hacer de Al Pacino el rostro de Frank Serpico parecía la llave perfecta para el lanzamiento de su nueva profesión. El guionista elegido para realizar la adaptación fue Waldo Salt -autor de Perdidos en la noche (1969), de John Schlesinger-, pero su primer borrador resultó demasiado extenso -240 páginas- y no convenció a los interesados: ni a Maas, ni a De Laurentiis, ni siquiera al propio Bregman. Sin embargo, el principal desafío consistía en interesar a Pacino en el personaje, un actor que ascendía desde su aparición en El padrino y esperaba la película que lo convirtiera en estrella.
En una entrevista con la revista Playboy, en 1979, Pacino recordaba aquella experiencia: “Cuando leí el guion por primera vez pensé: ‘Ah, otra historia de policías’. Pero luego conocí a Frank Serpico, lo miré a los ojos y en el momento en el que le estreché la mano entendí lo que podía ser esa película. Sentí que había algo ahí que yo podía interpretar”. Luego de las denuncias a la Knapp, Frank Serpico se retiró de la policía en 1972 y se fue a vivir a Suiza. Recién regresó a Estados Unidos a pedido de Pacino y las reuniones en la casa alquilada por el actor en Montauk forjaron la alquimia perfecta para dar luz verde a la película. El guion de Salt fue recortado y el director que asomó como el elegido fue John G. Avildsen -quien luego haría Rocky, en 1976-, reacio a las indicaciones de Bregman y las intromisiones de De Laurentiis. Fue ante esas interminables dilaciones que el nombre de Sidney Lumet ganó peso en la decisión, un director proveniente del teatro de Nueva York, formado en la televisión en los 50 y con un auspicioso debut en el cine con Doce hombres en puga (1957). Realismo urbano, narración concisa y precisión en la construcción de los personajes: esas eran las claves de su arte.
Comienza el rodaje
La incorporación de Norman Wexler, inicialmente a pedido de Avidsen -a quien conocía de la colaboración conjunta en Joe (1970)-, mejoró el guion de la película. Pacino realizó alguna excursión nocturna junto a la policía neoyorkina, pero la clave para su composición estuvo en las largas conversaciones con Serpico en Montauk, tal como reveló a Playboy. “Frank [Serpico] tiene una extraña mezcla de sabiduría y resignación. De hecho, siempre se ríe de eso. Es un tipo divertido, un solitario. Un hombre de inteligencia”. Pacino colaboró en la depuración de los diálogos y Lumet consiguió los últimos ajustes mediante la improvisación de los actores, la mayoría sin experiencia cinematográfica. Durante dos semanas se realizaron ensayos y se eligieron las locaciones en la ciudad, incluidas Harlem, el sur del Bronx, Bedford-Stuyvesant (en Brooklyn) y Astoria (en Queens). El estadio Lewisohn apareció poco antes de su demolición. La escena de la fiesta se filmó en el loft del dramaturgo Sidney Kingsley, en la Quinta Avenida. En una entrevista realizada por el periodista David Schwartz en ocasión de la entrega de su Oscar Honorario en 2005, Lumet recordaba que filmaron en comisarías, en hospitales y que siempre contaron con la colaboración de los policías y enfermeros: “Pese a que mis películas eran críticas con la policía, la mayoría de los agentes estaba bien predispuesto. Siempre intenté no ser demasiado melodramático, no ensañarme en escenas traumáticas. Y ellos lo entendían”.
El rodaje comenzó a principios de julio de 1973 y se extendió hasta finales de agosto. La estructura del relato partía de la escena del tiroteo que dejaba a Serpico con una herida en el rostro y la sospecha de un ataque a manos de “fuego amigo” y lo que seguía era un extenso flashback que se remontaba a comienzos de los años 60 y la entrada del protagonista a la policía de Nueva York. Para ello era importante ambientar zonas claves de la ciudad como si fueran paisajes de una década atrás, sin los grafitis de comienzos de los 70, sin automóviles y transeúntes que delataran cualquier anacronía. Lo mismo ocurrió con el look de Pacino, quien comenzó a filmar las escenas del final, con el pelo largo y la barba crecida, hasta recrear las acciones del comienzo, con un aire juvenil de los tempranos 60 definido por el pelo recortado y la barba prolija. Para Lumet, la esencia de su estilo se definía por la forma de contar la historia, en este caso inspirada en el mismo frenesí de la ciudad y la fisonomía de sus habitantes. “Lo grandioso de Nueva York -recordaba en la entrevista de 2005- es que te permite diferentes emociones, estados de ánimo, energía en cada una de las secuencias que vas filmando”.
Para la elección del vestuario, Lumet contó con la colaboración de Anna Hill Johnstone -veterana vestuarista de Elia Kazan desde los 50-, quien fue oscureciendo la indumentaria de los personajes en consonancia con la opacidad moral que iba invadiendo el entramado de corrupción que define a la historia. “A medida que nos adentramos en las escenas situadas en la sala del tribunal -explicaba Lumet-, la gente se torna cada vez más oscura; toda la ropa se vuelve más oscura, hasta que, en una escena en el tribunal, todos están vestidos de negro”. De la misma manera los interiores resultan más sombríos que en otras películas del director, en sintonía con esa mancha de oprobio que va consumiendo al entorno. El departamento de Serpico, originalmente ubicado en el Greenwich Village, fue reproducido en estudio, con un sistema de techo fijo y paredes móviles que permitía el mejor desplazamiento de la cámara. La iluminación cálida de ese interior se va poblando de sombras a medida que la vida del protagonista se consume en su creciente aislamiento y alienación.
El dilema de la música
El proceso de montaje se realizó luego de poco más de 50 días de rodaje. La montajista elegida fue Dede Allen, artífice de películas emblemáticas como América, América (1963), de Eliza Kazan y Bonnie & Clyde (1967) y Pequeño gran hombre (1970), de Arthur Penn. “Dede era una de las mejores -resumía Lumet- y se adaptaba al estilo del director con el que trabajaba. Trabajó de manera totalmente diferente con George Roy Hill que conmigo y diferente con Warren Beatty que con cualquiera de nosotros. Ella se convertía en lo que fuese la película y el director. Y era brillante: si yo tenía una idea de la forma en que sentía que debía editarse la escena, ella podía recrear mi intención mejor que yo”. La unión de las escenas buscaba transmitir la progresiva frustración y el agotamiento del personaje en su lucha contra un sistema que parecía implacable. En una entrevista con The New York Times en 2003, Al Pacino señalaba lo importante que fue la colaboración con Lumet para lograr su actuación: “A medida que avanza la película, se vuelve cada vez más agotador el trabajo y lo que necesitás es un director que te ayude a recordar dónde está tu personaje en todo momento. Sidney Lumet era así. Todos los grandes directores son así. Cuando te perdés por el exigente ritmo de tantas horas de trabajo, el director te tiene que mantener en sintonía”.
El mayor conflicto asomó a la hora de decidir la banda sonora de la película. “Dino [De Laurentiis] quería música y yo sabía que si no hacía algo al respecto, se iba a llevar la película a Italia y Nino Rota le pegaría una partitura como una alfombra, de pared a pared”, le revelaba Lumet entre risas a Schwartz. “Entonces descubrí por casualidad que un compositor griego y activista político, llamado [Mikis] Theodorakis, acababa de salir de la cárcel en su país [por su disidencia política con el gobierno]. Lo encontré en París apenas un día después de su liberación y le dije la verdad: ‘Mikis, no creo que la película necesite una partitura, pero me aterra lo que sucederá si Dino me la arrebata’. Así que le ofrecí 75.000 dólares y se tomó un avión a Nueva York”. Cuando vio la película casi a las dos de la madrugada (porque su avión se había retrasado), Theodorakis confirmó la intuición del director. La película no necesitaba música. Sin embargo, traía en su bolsillo un casete con una vieja composición que finalmente le dio cuerpo a las imágenes.
Los arreglos los realizó Bob James, un brillante pianista de jazz que también convenció a De Laurentiis para darle el sonido final de Serpico. “La razón por la que deseaba tanto a Theodorakis era, en primer lugar, porque me había gustado la melodía de Nunca en domingo (1960), de Jules Dassin, y segundo porque era un artista reconocido en Europa, incluso por sus ideas políticas y sabía que Dino se sentiría muy halagado al incluirlo”. En total quedaron unos catorce minutos de música en toda la película.
Éxito y objeciones
Frank Serpico asistió al estreno de la película pero, según confesó en una entrevista con la crítica Pauline Kael para The New Yorker, sentía que la experiencia en la sala no transmitía el estado de impotencia y frustración que lo había embargado en su momento. Tampoco el sargento Durk quedó conforme con el resultado, sobre todo porque su personaje quedaba reducido a una figura secundaria que ni siquiera tenía su nombre (se convirtió en Bob Blair y fue interpretado por Tony Roberts). Pese a esas objeciones, quizás cargadas de sinsabores personales y de las exigencias para con la ficción a la hora de convertirse en posible espejo de lo real, Serpico fue un éxito. Lumet concentró su mirada sobre la Policía de Nueva York en tanto entramado institucional que excedía los vicios de los hombres que la integraban. Su áspero registro y la austeridad de su puesta en escena contribuyeron a imprimir a la ficción de una desazón real que no por ello debía renunciar a su vocación artística. Aquellos años anticiparon una discusión que parece actual, en tanto las tensiones entre lo real y su representación siguen obsesionando a todos quienes buscan consagrar en el cine su veta testimonial.
Finalmente Al Pacino se convirtió en el actor del momento, y su interpretación se nutrió de los matices de un mártir enredado en una gesta épica que no dejaría más que dolor y desilusión. El retrato febril de la ciudad, la mirada incisiva sobre la época y el vértigo del registro en exteriores le dieron a la película una audacia notable y uno de los grandes ejemplos del cine policial de los años 70. Cuando los ecos del film noir reverdecían bajo la impronta de un cine criminal más agrio y desencantado -bautizado entonces neo noir-, con una paleta de colores azulados y nocturnos, Sidney Lumet reclamó para su propia imaginería ese nuevo rostro de la ley en crisis y las calles convulsas. Serpico marcó una época y anticipó dilemas e interrogantes que todavía inquietan tanto al mundo real como al cinematográfico.
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