The X-Files y un final que decepciona
"He visto cómo termina, Mulder", dice su compañera de siempre, Dana Scully, en un momento dramático del final de esta temporada número 11 de The X-Files , que todo indica que será la última de la serie, 25 años después de su debut, dada la negativa rotunda de Gillian Anderson a continuar con el papel. Aunque este último episodio no fue escrito como un cierre definitivo de la historia –algo que confirmó esta mañana Chris Carter, el creador de la serie, en diferentes entrevistas con medios norteamericanos, respaldando la idea de que la historia podría continuar si Disney, nuevo dueño de Fox, así lo quisiera– y lo que ocurre en él puede ser leído con diversos grados de certeza, ésta es una despedida. Y una bastante agridulce.
A diferencia de lo que ocurrió con Twin Peaks –otra serie que regresó tras más de un cuarto de siglo dejando a fanáticos y neófitos con la boca abierta ante su ambición y arrojo narrativo – el regreso de The X-Files, aunque con pasajes logrados, nunca terminó de probar que su vuelta estaba motivada por la necesidad de labrar un presente o la posibilidad de un futuro para su fértil universo.
Y todo, como se podrá comprobar aquí, en "My Struggle IV", está centrado en el pasado; en el de Mulder ( David Duchovny ) y en el de Scully ( Gillian Anderson ), pero sobre todo en el del mundo en el que vivimos, de cuyas coordenadas The X-Files ha desesperado de encontrar. Las constantes referencias en estos últimos capítulos a la vejez, a las indignidades de la obsolescencia –en el penúltimo episodio, el "monstruo de la semana" era una actriz que había retenido su juventud a través del canibalismo– no son gratuitas, y los momentos "meta" en los que la serie se reía de su ilustre legado o de las características cuasilegendarias de sus protagonistas estuvieron entre lo más genuino y perdurable de este regreso, que logró mejorar y profundizar el pálido retrato que pintaron los seis episodios de la décima temporada.
La obsesión con la verdad –con la capacidad de ésta de cambiar el mundo y de acercarnos a la sabiduría– en una época en la que la verdad es una consideración al menos secundaria incluso para "los buenos" no parece augurar un futuro venturoso para seres como Mulder y Scully. Las opciones no son demasiadas: hacer las paces con el pasado, revivirlo para exorcizarlo o dejarlo morir para empezar de nuevo. En este final, que seguramente haya despertado al menos algún grado de frustración en los "televidentes de la primera hora", los agentes especiales del FBI ensayaron las tres. Depende de cada uno la evaluación de cuán exitoso fue el resultado. A continuación, por supuesto, habrá spoilers.
Estaba claro que, al final, el foco estaría en William (o Jackson van de Camp, como era conocido el joven vástago de Mulder y Scully por sus amigos y familiares). En el comienzo del capítulo, recorremos su vida hasta el momento en que su destino se cruza con el de los agentes que decidieron darlo en adopción cuando era un bebe para salvarlo, y descubrimos que, aunque ha "conocido la felicidad", como lo describe (el guion es de Chris Carter, y se nota su guante de plomo), sus poderes, que parecen no tener límites, lo han convertido en un fugitivo y un criminal. "Necesito respuestas; necesito saber quién soy", dice allí. Si no supiéramos que es hermano de Mulder, y no su hijo como éste último cree, sonreiríamos por el parecido. Aunque William sabe precisamente quién es. Son sus padres los que deben descubrirlo. Y a sí mismos.
Quizá una de las mayores decepciones es lo confusa y deshilachada que la enorme conspiración para "eliminar a la humanidad" termina develándose en este final. La amenaza de aniquilación es presentada casi a reglamento, o apenas como un regalo de despedida. No importa cómo haya sido en los años 90, cuando la mitología de la serie unía el fin del calendario maya, las construcciones de las pirámides, los Illuminati y el complejo militar-industrial norteamericano: ahora, en 2018, la medida de la verdad, como la del universo, es la de los dos seres humanos en el centro de su historia. No cabe esperar aquí una revelación apocalíptica ni la consolidación de las innumerables conspiraciones en una trama que por fin dé sentido trascendental a las afiebradas especulaciones de sus televidentes o el trajín eterno de sus agentes. Lo que obtenemos en este episodio es "apenas" un milagro. Milagro en el sentido más tradicional –y acaso cristiano del término, dadas las alegorías a Santa Raquel, el nombre del hotel en el que contemplamos las escenas de sexo más elíptico de la TV –. En el capítulo anterior, y en la que acaso sea la escena más memorable de esta temporada, Scully, en una iglesia, afirmaba ya no esperar nada, prefiriendo confesarle a Mulder que estaba lista para dar un salto de fe. "Yo no creo en Dios, pero creo en tí, Scully", responde él. La agente le susurraba al oído lo que deseaba para el futuro. Es un secreto que puede agregarse a la lista de interrogantes que The X-Files se llevará a su tumba (el preferido de quien esto escribe es: ¿Dana Scully es realmente inmortal?).
Sabemos, porque el Hombre que Fuma lo ha repetido desde la temporada anterior, que "quien controla al chico controla el futuro", pero el chico –William– se revela incontrolable, incluso por Mulder, quien lo persigue por todo Tennessee hasta encontrarlo, es salvado por él y luego vuelve a perderlo. Y también para Scully, con la única con la que comparte terribles visiones de un futuro diezmado por una epidemia de origen extraterrestre que ya ha tenido múltiples encarnaciones previas (los periódicos primeros planos del ojo de Anderson, recluida en una habitación, y su ya establecida capacidad de ver al menos alguna versión de lo que vendrá pueden hacernos pensar que algo de todo esto pueda ser una premonición).
"Esto no es sobre los expedientes X –le ruega Scully al subdirector Skinner al pedirle ayuda–. Esto es sobre nuestro hijo". Pero, se revelará luego, la pelirroja científica tendrá su último encuentro con él sin saberlo (William puede adoptar el aspecto de quien se lo proponga, y tomará el de Mulder), destrozada por la culpa. "¿Cómo va a saber que lo amo, Mulder?", le dice a William, desesperada. Si faltaba alguna prueba, queda claro que sin el talento de Gillian Anderson para hacer profundamente humano lo que ciertamente podría ser inverosímil (cuando no ridículo) no es posible pensar en The X-Files. Y eso que aún no ha llegado la escena final.
William es una figura claramente trágica, que responde a todos los intentos de reconformar esa familia idílica que atormenta las pesadillas de los agentes –obsesionados con la decisión que tomaron de darlo en adopción– con la invariable afirmación de que no hay familia ni reunión ni futuro posible. "Soy un freak. Es mejor que esté muerto", dice.
El Hombre que Fuma, creyendo que no se trata de William sino de su primogénito (recordemos que Mulder y William son en realidad hermanos, no padre e hijo) decide liquidar a Fox para por fin tomar posesión de lo que aparentemente –porque nunca queda en claro cómo el joven puede ser un antídoto o catalizador para la pandemia alienígena en el horizonte– es un arma bacteriológica de destrucción masiva. El verdadero agente, al ver cómo su padre asesinaba a quien cree su hijo, acaba con él sin dudarlo. "No era nuestro hijo, era un experimento, una idea nacida en un laboratorio", lo ¿consuela? Scully. "Yo lo gesté y lo parí, pero no era su madre". Es al menos extraño el giro copernicano de la agente en su concepción de William, que quizá puede entenderse en el hecho de haber podido decirle lo que sentía a su hijo antes de morir y en la confirmación previa de Skinner de que Mulder no era su padre (el sacrificio del subdirector del FBI merecía otro cierre, aunque éste no parece tan definitivo como el de la malograda Monica Reyes).
No es menos desprolijo que tras ser víctima de numerosos experimentos genéticos (que la dotaron de ADN alienígena y curaron el cáncer que le provocó con un misterioso chip), incluyendo la extracción de todos sus óvulos y el citado embarazo de William, producto de una violación médica, Scully dé por cerrada esa puerta con tanta celeridad. El dolor y el trauma resultante del abuso y la posterior pérdida de William permeó buena parte de los conflictos de los protagonistas, incluso condicionó su elíptico pero sostenido romance. Su "superación" pareció apresurada e incluso poco consistente.
Y eso que no llegamos al meollo del asunto. En otra vuelta de tuerca que no puede ser calificado de otro modo que de melodramática, cuando Mulder le pregunta "¿Qué soy ahora si no soy un padre?", Scully es capaz de revelarle que sí lo es, o lo será en pocos meses. "Es imposible", le responde cuando ella lo confirma con un gesto. "Es más que imposible", redobla ella. Si bien hemos visto millones de imposibles hacerse realidad en estas once temporadas, éste se lleva todos los premios.
El Hombre que Fuma está muerto. El fin del mundo fue pospuesto al menos por hoy, y Mulder y Scully serán una familia al fin. Pero William no logró su cometido de morir –el tiro es claramente visible en su frente, por lo que sí es aparentemente inmortal– y reaparece entre las aguas cual Criatura abandonada por el doctor Frankenstein, justo en el momento en que sus padres (que no fueron y ya no serán) se abrazan tras lo que creen que fue el fin de la pesadilla.
Para los seguidores de la serie, la pesadilla recién comienza.
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