The Undoing: un final que no cumplió con las expectativas
Dicen que no es tan importante llegar a la meta como el recorrido que se hizo para alcanzarla. Con esa idea, el desenlace de The Undoing, la minisere de HBO protagonizada por Nicole Kidman y Hugh Grant que terminó anoche, puede haber sido decepcionante para muchos, pero eso no borra lo entretenido que resultó el camino hasta llegar a él. Claro que cuando se trata de un relato en el que el catalizador principal es conocer la identidad de un asesino, el guion de David E. Kelley se pareció más a una cadena de giros en falso y engaños que a otra cosa.
Es posible que la expectativa que generó la adaptación de la novela de Jean Hanff Korelitz le haya jugado en contra a la resolución de la trama. Y es innegable que el efecto Big Little Lies también se puso en juego. Si aquella ficción, escrita por el mismo guionista y producida y protagonizada por la misma actriz, había cerrado su historia –en la primera temporada-, con una resolución sorpresiva, el público tenía todos las razones para pensar que aquí sucedería lo mismo. Y sin embargo no fue eso lo que pasó.
Para examinar aciertos y desaciertos de la ficción habrá que incurrir en algunos spoilers así que para el lector que aun no haya visto la serie o su capítulo final aquí va la advertencia: deje de leer si aun no sabe cómo terminó The Undoing.
En los seis episodios dirigidos por Susanne Bier, cada uno de los elementos de la puesta en escena y la interpretación de los actores estuvieron al servicio de sembrar dudas en el espectador. De habilitar hipótesis sobre lo que había sucedido realmente en la noche que fue asesinada Elena Alves (Matilda de Angelis), la seductora mujer cuya violenta muerte hizo volar por los aires la acomodada vida del matrimonio de Grace y Jonathan Fraser, los personajes que encarnaron con oficio Kidman y Grant.
Las pistas visuales, esos planos extremos y los lentes de cámara poco comunes que utilizó Bier –la sugestiva secuencia de títulos con la voz de Kidman debía significar algo, fantaseamos–, hacían pensar que detrás de la evidente culpabilidad de Jonathan se escondía un misterio a desentrañar. Además, el hecho de contar con dos actores excepcionales como Donald Sutherland y Lily Rabe en papeles secundarios alimentaba la sospecha de que había algo más allí que lo que se contaba en la superficie.
Y sin embargo no era así. La imaginación de los espectadores y los trucos de los realizadores abrieron un abanico de posibilidades y teorías conspirativas para las que no hubo ninguna recompensa. Solo el esclarecimiento del crimen y sus circunstancias en un flashback de violencia explícita en el que se confirmó lo que sabíamos desde un principio: el asesino era Jonathan, un hombre que detrás de la patina de normalidad escondía una grave psicopatía que ni su esposa psicóloga pudo/quiso ver.
Detrás de los sobresalientes diseños de producción y vestuario, de las composiciones destacadas de todo el elenco y el atractivo escenario de fondo de la clase alta de Nueva York no había nada. Al cruzar la meta, los espectadores que fantaseaban con una resolución novedosa o sorpresiva se encontraron con que el culpable era el mayordomo. Aunque esta vez usara el traje de un distinguido oncólogo británico tan encantador como desquiciado.
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