The Man Who Fell to Earth: por qué la nueva adaptación vuela más bajo que el film de culto protagonizado por David Bowie
Protagonizada por Chiwetel Ejiofor y Naomie Harris, la miniserie de Paramount+ presenta algunas dificultades en el tono y en el abordaje estético de la novela de Walter Tevis
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The Man Who Fell to Earth (EEUU, 2022). Creadores: Alex Kurtzman y Jenny Lumet. Elenco: Chiwetel Ejiofor, Naomie Harris, Clarke Peters, Bill Nighy y Jimmi Simpson. Disponible en: Paramount+. Nuestra opinión: regular.
The Man Who Fell To Earth fue originalmente una novela del escritor Walter Tevis (autor también de los libros en los que se basaron los films El audaz, de Robert Rossen, El color del dinero, de Martin Scorsese, y la serie Gambito de dama). A pesar de que su protagonista es un extraterrestre de una civilización más avanzada que la nuestra, el texto tiene una fuerte impronta autobiográfica: el alien refleja el distanciamiento de la vida mundana del escritor, quien enfrentaba problemas emocionales y un perenne alcoholismo.
La novela fue adaptada en 1976 por el realizador británico Nicolas Roeg (Venecia Rojo Shocking), quien estaba mucho menos interesado en la trama de ciencia ficción que en la exploración formal a la que invitaban los sentidos hiperdesarrollados y la percepción anómala del personaje central. Como todas las películas tempranas de Roeg, The Man Who Fell To Earth utiliza un estilo narrativo fragmentado, no lineal, que la emparenta con la experimentación de los “nuevos cines” de los años sesenta y setenta. Si bien no fue un éxito en el momento del estreno, el film se volvió una obra de culto por el trabajo del realizador y también por el casting de David Bowie en el rol del alienígena Thomas Jerome Newton, su primer protagónico en el cine.
En ese momento, Bowie se encontraba en el cenit de su adicción a la cocaína: se alimentaba solo con un huevo crudo y un morrón al día y orinaba en frascos que guardaba bajo llave porque temía que sus deposiciones se usaran para hacer magia negra en su contra. Ante ese nivel de paranoia, la mesa de 12 metros que separa a Putin de sus colaboradores parece un ejemplo de salud mental. Cuando Bowie le preguntó al realizador cómo interpretar a un extraterrestre completamente desconectado de los sentimientos humanos, Roeg le habría contestado: “Sé tú mismo”. Con su contextura etérea y la piel casi transparente de la malnutrición, el músico fue una elección inmejorable para encarnar al visitante de un planeta moribundo aunque, en efecto, no es evidente cuánto hay de actuación y cuanto de adicción en ese rol.
Las razones que llevaron a los showrunners Alex Kurtzman (Fringe, Star Trek Discovery) y Jenny Lumet (El casamiento de Raquel) a convertir esta semiolvidada obra sintomática de su era en una miniserie son tan inescrutables como el alien que la protagoniza. Claro que en una industria que puede extraer un largometraje millonario de un emoji ese cuestionamiento parece improcedente. Sin embargo, la elección lleva de entrada a una comparación perdedora porque las fortalezas mencionadas del film -la estética innovadora de Roeg y el inspirado casting de Bowie, cuya figura, tras muchos años a la deriva, se agigantó con su sorprendente último disco y su muerte- no pueden ser recuperadas.
La serie es a la vez una remake y una continuación de la película de Roeg (Bowie está presente en los títulos de cada episodio, tomados de sus canciones). En esta versión, otro alien llamado Faraday (Chiwetel Ejiofor) llega a nuestro planeta 45 años más tarde que Thomas Newton (aquí interpretado por Bill Nighy), y con su misma misión: salvar a su civilización de la extinción por un desastre ecológico no muy distinto de los que amenazan a la Tierra.
El coguionista y también realizador Kurtzman ofrece una moderada imitación del estilo visual sincopado de Roeg, ya largamente normalizado por las cuatro décadas de videoclips que nos separan de su aparición. Si en el plano estético no se registra un despegue notorio, en el político pasa todo lo contrario. La serie respeta a rajatabla la normativa de inclusión que manda en la ficción norteamericana actual: así como el default de 1976 indicaba que los protagonistas fueran blancos, aquí son todos afroamericanos.
Acaso la primera película que mostró a un extraterrestre como un hombre negro haya sido The Brother from Another Planet (1984) de John Sayles, una sátira social en la que la insularidad de un alien era una lograda metáfora de la experiencia de una persona de color en los Estados Unidos. La peculiar actuación de Ejiofor en esta serie, en especial en los primeros episodios -cuando su personaje aún no domina plenamente la gestualidad humana-, remite a la de Joe Morton en ese film, cerrando un círculo, ya que la película de Sayles también registra influencias de Roeg. Sin embargo, el vínculo termina ahí: más allá de algunas escenas aisladas, como un par de interacciones con la policía que reenvían a los conocidos episodios de racismo de las fuerzas de seguridad norteamericanas, la serie no recurre a actores afroamericanos para afirmar una crítica social.
Aunque esta serie parece alinearse con la idea de que relevancia artística y corrección política van de la mano, hay que reportar que a pesar de toda su inclusión, tiene problemas estéticos que pasan por otro lado. Hay un llamativo cambio de tono respecto del original que no termina de cuajar. Aunque la incorporación de humor suele ser una buena noticia en cualquier relato, aquí el pasaje del gélido extrañamiento impuesto por Roeg a una suerte de slapstick desencadenado por la inadecuación del extraterrestre a su nuevo cuerpo, resulta más incómodo que efectivo y termina abusando del cliché del “pez fuera del agua”, el recurso más a mano para humanizar a un “otro”. El verosímil de la acción es el de una comedia sin que esta historia realmente lo sea: los vínculos y los caracteres son insostenibles, considerados desde cualquier lugar cercano al realismo. Faraday es, alternativamente, hipercompetente o un idiota, de acuerdo a lo que convenga a cada escena (conoce la cotización diaria del oro y puede regatear la venta de anillos en una casa de empeño, pero luego no sabe cómo pedir un vaso de agua). Estas son inconsistencias de la construcción que la aspiración humorística del relato no logra disimular.
Otro problema es sintomático de la era de las series: los acontecimientos narrados se estiran y las revelaciones se postergan para que dos horas de película se conviertan en una temporada de diez, recalentadas con conflictos secundarios inanes. La parábola de un ángel caído que se pierde en los placeres terrenales se diluye aquí en la saga de un emprendedor de la nueva economía en la que la innovación tecnológica se somete al comercio, mientras que la voracidad del capitalismo amenaza con destruir el planeta. Hay una ironía, totalmente involuntaria, en que esto sea manifestado en una de las cientos de series innecesarias que cada año llegan a la pantalla gracias al ciclo acelerado del capital.
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