The L Word: Generation Q e Historias de San Francisco: cómo regresar a la pantalla y adaptarse a estos tiempos
Los regresos de ficciones emblemáticas del pasado cargan siempre, desde su misma gestación, con una doble responsabilidad. La primera: ser fieles al espíritu del original, recrear un hito popular sin reducirlo a una mera copia o un homenaje nostálgico, no desilusionar a los fans que siempre atesoran un recuerdo cargado de emociones. La segunda: crear algo nuevo, sintonizar con el presente, imaginar personajes que sean parte de ese universo conocido pero que no resulten los colados de la fiesta. Ese desafío signó a varios de los reboots de este 2019, principalmente en el vasto territorio del streaming. Un mundo cada vez más ávido de nuevos contenidos, que tiene espectadores con historia en la televisión y otros que se incorporan a buscar relatos que los representen, los seduzcan, los conquisten para sentarse durante unas horas frente a algunas de las infinitas pantallas.
Este diciembre se estrenó en Estados Unidos The L World: Generation Q, una continuación de aquella serie sobre un grupo de lesbianas de la zona más chic de Los Ángeles, con la que la creadora Ilene Chaiken gestó un mundo televisivo inusual, apoyado en las claves del colectivo queer y al mismo tiempo guiado por las mismas exigencias de cualquier drama televisivo, sea de nicho o no. La ambición de Chaiken consistía en incluir a mujeres que no encontraban representación en la ficción más que de manera marginal, instalar temas de interés social y político –como la identidad de género, la discriminación sexual en las Fuerzas Armadas, el cáncer de mama- y hacer un buen programa de televisión, con algo de erotismo, amistades duraderas y noviazgos tempestuosos.
Traerla al presente fue algo que ocupó la mente de varias de sus actrices emblemáticas desde hace diez años, cuando se emitió la última temporada. Jennifer Beals –quien luego de Flashdance descubrió una especie de revival de su popularidad- se convirtió en una de las principales artífices de este regreso, junto a las actrices Katherine Moennig y Leisha Hailey, y a la misma Chaiken, todas productoras ejecutivas de esta flamante The L Word: Generation Q.
Producida por la cadena Showtime (todavía sin fecha de estreno local) y bajo la guía de Marja-Lewis Ryan, guionista y directora del cine indie convertida en showrunner, la nueva serie asume los desafíos de una época distinta, un tiempo que exige repensar temáticas como la transición de género. La geografía queer de Los Ángeles se ha transformado bajo una estrategia de creciente integración, en el que la noción de comunidad es más amplia, más compleja, atravesada por una política más activa y de resistencia frente a un gobierno como el de Donald Trump, y deudora de transformaciones de las cuales la vieja The L Word fue parte.
La historia se construye alrededor de tres de los personajes centrales de la serie estrenada en 2004: Bette Porter (Beals), antigua directora de un museo de arte y hoy convertida en la candidata estrella a la alcaldía de la ciudad, primera mujer abiertamente gay que pelea por el cargo; Alice (Hailey), periodista insolente y divertida convertida hoy en presentadora de un show televisivo, y Shane, de regreso a Los Ángeles como una millonaria triste que atraviesa una dura separación y encuentra refugio en el viejo mundo de amistades y sol californiano.
Alrededor de ellas tres se entrelazan los personajes más jóvenes, con historias que evocan el espíritu de juegos de seducción y tensiones amorosas del pasado, pero que intentan abrirse a una mirada joven, con algunos compromisos de agenda pública como los que asediaban a Chaiken, pero sin tanto esfuerzo por seguir los pasos de la corrección política.
Lo más significativo, en ese sentido, es el lugar que ocupa la campaña política de Bette Porter, eje que le permite a la serie recorrer los temas de actualidad bajo la excusa perfecta de moldear una candidata con voz y decisión propias. En ese territorio, las apariciones públicas de Bette tienen mucho de historia personal, son un guiño para su pasado en la serie, y le permiten dialogar con estos diez años de hiato entre un tiempo y otro, en el que las cosas han cambiado de diversas maneras. La nueva serie logra escapar al retrato de una comunidad medianamente homogénea, todas lindas, bronceadas y millonarias. Ahora el target no solo es multigeneracional, con temas que oscilan entre la menopausia y las primeras citas, sino que también aspira a retratar distintos sectores sociales, con sus problemas económicos, sus complejos lazos familiares, sus inseguridades maternales y sus ambiciones laborales.
Algunas de estas cuestiones se pusieron de manifiesto en otro de los regresos de este año como Historias de San Francisco, miniserie estrenada en Netflix en junio pasado. Inspirada en una serie de novelas del escritor Armistead Maupin y con Lauren Morelli (Orange is the New Black) como showrunner, la nueva Historias de San Francisco sigue la vida de Anna Madrigal (Olympia Dukakis), casera de la legendaria casa N° 28 de Barbary Lane en San Francisco, luego de su cumpleaños número 90.
Los textos de Maupin, publicados en el San Francisco Chronicle y luego convertidos en novelas, dieron origen a varias miniseries, una en 1993, otra en 1998 y la última en 2001, todas atravesadas por quejas de lectores, protestas de televidentes y pedidos de cancelación que guiaron sus 43 años de historia. La idea del regreso de la mano de Morelli y el productor ejecutivo Alan Poul (Six Feet Under) consistía en volver a la comunidad LGBT de San Francisco desde una mirada presente, que sintonizara con el espíritu irreverente de Maupin y al mismo tiempo diera cuenta de los cambios de la ciudad y los personajes en este tiempo de ausencia.
La decisión de comenzar la nueva serie con la fiesta de cumpleaños de Anna Madrigal es clave porque representa un reencuentro entre los espectadores y los personajes conocidos, la presentación de los nuevos inquilinos de Barbary Lane, el asomo de sus historias, sus amores, sus entrañables amistades y compañerismos. Pero también es una actualización de la propia historia de Anna, una mujer trans que llegó a San Francisco en los años 60 (que en los sucesivos flashbacks es representada por la actriz trans Jen Richards), que formó esa extensa familia en un tiempo de resistencia, y que hoy guarda en su memoria el recuerdo de esa ciudad con la que ha crecido todos estos años. La ciudad de San Francisco se convierte así en protagonista, no tanto desde la evocación nostálgica de sus lugares emblemáticos y sus espacios de lucha, sino como un territorio vital, resignificado por sus habitantes, enlazado con el presente de los jóvenes que viven en Barbary Lane bajo la maternal compañía de Anna, que descubren sus deseos y sus pasiones, que hacen propio ese lugar en el que conviven sus tristezas y alegrías.
El retrato generacional también este año encontró aires de regreso en la serie Euphoria, de HBO. Pensada como una actualización del mundo adolescente que habían imaginado series como la británica Skins o películas como Kids de Harmony Korine, la serie creada por Sam Levinson tiene como centro a Rue Bennett (Zendaya), una chica de 17 años que regresa a sus casa luego de una internación por sobredosis y que funciona como anclaje de ese mundo a su alrededor, desde una óptica que conjuga la provocación moral con la cálida observación de una generación todavía en formación.
La ambición de Euphoria no es solo seguir a ese grupo de adolescentes en su presente, sus tensiones con el mundo de los adultos, sus deseos y ambiciones, sino dejar para la posteridad un fresco cultural de la juventud de este fin de década, signada por las redes sociales, las nuevas sexualidades, la resiliencia frente a las crisis y la adaptabilidad a conceptos como familia, educación y política en permanente transformación. En ese juego de ser la voz de un colectivo y al mismo tiempo crear un universo de particularidades, Euphoria encuentra una estética dinámica, que se apropia de las imágenes de los celulares, que dialoga a partir de canciones de moda, que entreteje una simbología generacional con el mundo lábil de las transgresiones, las fantasías y el imaginario digital.
Ese pulso que define a muchas propuestas contemporáneas de revitalizar viejas fórmulas bajo una mirada actual también suele encontrar obstáculos. La reciente Ángeles de Charlie se estrelló contra una encrucijada que no pudo superar: convertir aquel hito televisivo de los 70, deudor de los coletazos del feminismo y una clara ambición de explotación, en un intento de narrativa política, encapsulada en un cine de acción heredero de la égida de los superhéroes. En ese juego de tensiones, no fue ni una cosa ni la otra, y la decisión de Elizabeth Banks de pensar su película en sintonía con las nuevas generaciones, pero sobre una historia que era vista como parte del pasado, terminó excluyendo a todo público posible y convirtiéndola en uno de los fracasos del año.
El desafío que persiste a la hora de recoger éxitos del pasado, con lógicas hoy desgastadas y adheridas a una cosmovisión en crisis, es cómo reconvertirlas en narrativas presentes, sensibles a los nuevos tiempos pero no obligadas a convertirse en voceras de ellos.
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