Succession: la batalla por la herencia de un emporio mediático
Las historias de dinastías malditas y autodestructivas han sido toda una tradición para un género como el melodrama. Desde la exuberante mirada de Douglas Sirk sobre los petroleros de Texas en Escrito en el viento, hasta la novelesca Peyton Place –que dio origen a toda una herencia televisiva que consagraron Dallas y Dinastía–, esas ficciones llenas de secretos y mentiras mostraron que detrás de los lazos familiares y el poderío económico se escondían oscuras ambiciones y despiadadas intrigas. Quizás la mirada que resulta más útil para entender la dinámica de la familia patriarcal de Succession, dueña de un multimillonario y transnacional negocio de comunicaciones y entretenimiento, sea la que Luchino Visconti ofreció sobre esos poderes en decadencia, cuyo estrépito final no fue más que el inevitable resultado de su propia descomposición interna.
Luego de recorrer la historia de la Italia de hienas y chacales en El gatopardo, Visconti filmó en La caída de los dioses la encarnizada batalla por la sucesión de uno de los patriarcas industriales de la Alemania de Weimar que veía asomar con el nazismo la sombra de su corrupción final. Para entender el vínculo con Sucession es clave una escena. En el primer episodio de la serie –que HBO estrenará el domingo, a las 23–, el patriarca Logan Roy (interpretado por el escocés Brian Cox) celebra su cumpleaños con un insidioso anuncio: el inicio de una feroz competencia entre sus familiares por el dominio de su monumental legado. Hasta ahora retirado, Logan decide regresar al mando de la empresa para remover la autoridad concedida a su hijo Kendall (Jeremy Strong), instalar a su nueva esposa (Hiam Abbass) como un artero alfil, despertar el resentimiento en sus hijos menores y cobrarse viejas deudas de honor. Toda su estrategia se concentra en la celebración familiar alrededor de la mesa, en la que los manjares y la decoración son mudos testigos de miradas y tensiones, donde los encuadres dejan entrever los vínculos de poder y desidia.
En la película de Visconti, las secretas rencillas entre los herederos de la familia von Essenbeck representan en un escenario íntimo la nueva situación alemana luego del incendio del Reichstag y el vertiginoso ascenso de Hitler. La disposición de sus personajes en la mesa lo dice todo: la cabecera ocupada por el patriarca en retirada, el discurso monopolizado por su grotesco hijo miembro de las SA, la subterránea complicidad entre la pérfida Ingrid Thulin y su amante y monje negro –interpretado por Dick Bogarde–, la andrógina presencia de Helmut Berger como ese ángel caído que anuncia el purgatorio final. Visconti recorre con su cámara cada posición, interviene con sombras la composición, amenaza el encuadre con repentinos zooms y anticipa con astucia la brutal violencia del final escenificada como un espectáculo mortuorio. El cumpleaños moderno imaginado por Jesse Armstrong –showrunner y cabeza creativa de Succession– para la disfuncional familia Roy tiene mucho de aquella puesta en escena, aunque sus raíces estén más cercanas.
Inspirada en las públicas disputas de familias mediáticas como las de Rupert Murdoch (Fox) o Sumner Redstone (Viacom), Succession ofrece una mirada corrosiva sobre el presente de los Estados Unidos que, en lugar de acentuar el artificio del drama, como lo hiciera Visconti en los 60, elige la perspectiva inquietante de la sátira. Sin perder realidad, sus personajes no dejan de representar un teatro de ambiciones que en su carrera por el éxito y el reconocimiento desembocan en la más ridícula de las parodias. La escena de la disputa adolescente de Kendall Roy con el dueño de un sitio de contenidos audiovisuales o la absurda obsecuencia del novio de Shiv Roy (Sarah Snook), la única exponente femenina del linaje, se convierten en gags impensados sobre esa codicia desmedida que encuentra en su explícita representación un dejo de absurdo. Armstrong maneja con equilibrio la presentación de sus personajes, haciendo que en sus primeras apariciones concentren la clave de su personalidad al mismo tiempo que anticipen su rol en el maquiavélico entramado familiar.
Responsable de series como The Old Guys, Babylon y Fresh Meat, el británico Armstrong hecha mano a una cuota de malicia que no ha pasado desapercibida en las primeras noticias que corrieron sobre el inminente estreno de la serie. Las abiertas referencias a las intrigas de la dinastía Murdoch o los ecos de la sucesión al trono británico, así como algunos guiños a los desplantes públicos del matrimonio Trump, se alejan de cualquier intento de solemnidad para representar la maldad de los ricos, y se adhieren a ese tono de comedia negra que combina con agilidad los diálogos agudos con algunas explosiones visuales. Luego de la humillación pública a la que lo somete su padre al desplazarlo de la toma de decisiones, Kendall ingresa al señorial baño de la casa paterna y lo destroza a golpes. Después de unos instantes de perplejidad y desconcierto intenta recoger los destrozos con torpeza y frustración, casi como un niño que es obligado a cumplir una penitencia luego de un berrinche.
Resulta inevitable pensar en la participación de Adam McKay (responsable de la gran sátira de los medios que es la saga Anchorman) como productor ejecutivo y director del piloto a la hora de analizar el humor radical que destila la serie en alguna de sus escenas. Es tal vez el personaje del hijo menor, Roman (interpretado por un muy afilado Kieran Culkin), el que mejor recuerda el disparatado comportamiento de Will Ferrell al frente de una atónita audiencia televisiva en Anchorman. Para muestra de su despiadado humor mezclado con una revulsiva crueldad basta la escena del partido de béisbol en la que ofrece un millón de dólares a un chico que participa en el juego si consigue alcanzar un home run. Que rompa el cheque en sus narices cuando el joven fracasa en alcanzar la última base pone en evidencia los sentimientos encontrados que los personajes pueden despertar con sus caprichos mordaces de niños ricos. Para cerrar la escena, el gesto reparador del padre –que regala al chico el reloj que tan ceremoniosamente le obsequió su servil yerno– da cuenta de los cambios generacionales.
Succession continúa la tradición de HBO de genealogías familiares como Los Soprano o Six Feet Under, ahora con una perspectiva que se sacude esa estética "artística" (necesaria en la bisagra entre los 90 y los 2000 para afirmarse como una nueva forma de pensar la televisión) en virtud de una mirada filosa y cargada de ironía. La familia Roy se convierte así en el espejo donde confluyen el negocio de los multimedia y la omnipresencia de las nuevas tecnologías como una forma de exposición de las vidas privadas de las aristocracias mediáticas, representantes de ese incómodo cruce entre la voracidad del poder y la tentación del ridículo.
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