La telenovela es una verdadera sobreviviente. Género erigido al calor de los inicios de la TV, se apropió de la tradición clásica del melodrama y funcionó como una actualización moderna del folletín decimonónico, para otra vez reinventarse a comienzos de este milenio. Telenovela, teleteatro, culebrón, soap opera, novelón, el melodrama televisivo ha tenido infinitos nombres y siempre una misma esencia: el culto a las lágrimas, la devoción por el sufrimiento y la pérdida, el enfrentamiento entre el bien y el mal, la espectacularidad y el exceso como forma de expresión artística.
Cuando parecía terminada, cuando la crítica de los años 70 la desterraba como una forma de arte bastardo y alienante, los defensores de la cultura popular le daban un lugar privilegiado: el de las expresiones nativas, las emociones perennes, las tradiciones inagotables. Anclada en el mundo de cada nación y cultura, la ficción seriada trascendía su aura de esquematismo y exageración para reírse de sí misma, hacer convivir los lugares comunes con el contexto social, y pendular entre la parodia y la tragedia con desparpajo y algo de vanidad.
El flamante reinado del streaming parece exigir un aggiornamento, adaptado a las formas de consumo en maratón, a las exigencias de un público de paladar cada vez más entrenado, y a las dificultades de sobresalir en un mercado sin fronteras. Las claves de esta era de la postelenovela son varias y hay que tenerlas en cuenta: una consistente aspiración a una puesta en escena "cinematográfica"; una clara autoconsciencia que hace que el género se vuelva sobre sí mismo, sin críticas ni culpas; una apertura a nuevas realidades, que implican resonancias del contexto social, transformaciones de las relaciones de poder, y una adaptación a modernas ideas de pareja, de familia y de amor.
No es que la telenovela destierre sus operaciones estilísticas (interpretaciones sobrecargadas, redundancia visual de la cámara, decorados barrocos) o sus constantes temáticas (hijos de identidad desconocida, villanos implacables, enfrentamientos intrafamiliares), sino que las asume como algo dado desde lo cual intentar un nuevo camino. Entonces se hace más canchera, más autorreferencial, más paródica, más liberada de un corset de reglas que solo existen en tanto es posible desafiarlas.
Uno de los primeros éxitos de este año fue Luis Miguel: la serie. Producida por México para Netflix , la cuna latinoamericana de la telenovela, el biopic musical del ídolo del bolero fue solo una excusa para poner en juego los misterios que rondaban a la figura de su madre. Heroína trágica y evanescente, esa madre perdida y buscada necesitaba un villano a su medida, un personaje que se erigiera como detonante de desgracias y tragedias, ataviado con las brumas de las más bajas pasiones. Así, Luisito Rey es brujo y verdugo, la sombra negra sobre el éxito de su hijo, una especie de Darth Vader de mañanitas y rancheras. Los arquetipos de la telenovela clásica cobran vida en una historia que se nutre de la realidad hasta donde le sirve y despliega la fantasía hasta donde le place. Sin reverenciar los códigos tradicionales, la serie de Luis Miguel los usa a su antojo, alterna pasado y presente para volver sobre pistas e indicios, juega con el sentido de las canciones, explota fama y enigmas, hace de la realidad el más increíble de los culebrones.
Unos meses después, el estreno de La casa de las flores dio un paso más en esta tendencia: ahora es la misma estrella de la telenovela la que asume su lugar dentro y fuera de la ficción. Ver a Verónica Castro convertida en una diva de florería, pomposa en su moral y regida por el qué dirán, ofrece un placer extra en la experiencia del derrumbe que signa a ese precario entorno familiar.
La casa de las flores recupera la tradición del esperpento de Valle-Inclán que había llevado a México el cine de Buñuel en el exilio, y se combina con el humor corrosivo del grotesco para dar vuelo y personalidad a los ambientes, contagiar de parodia a los personajes, celebrar las transgresiones como la verdadera liberación del conservadurismo del género. Si en la telenovela toda familia es nido de desidias y aberraciones, aquí los secretos y las confesiones son la puerta de entrada a un mundo en el que se caen las fachadas de las relaciones impuestas, de las virtudes impostadas, de las armonías artificiales. La verdad asoma detrás del artificio cuando la Virginia de Verónica Castro descubre que su marido la engaña, que su hijo es gay, que la verdadera Casa de las Flores es un cabaret, y que liberarse de tantas presiones puede ser tan arriesgado como divertido.
En la producción estadounidense, la postelenovela ha logrado su entrada por diferentes vías. Una de ellas fue la apropiación de lo latino, con sus universos de pasiones extravagantes, de explosiones coloridas, de mundos en conflicto que se descubren más cercanos que ajenos. Algo de eso sucede en Jane the Virgin, la serie aquí disponible en Netflix inspirada en una novela venezolana de 2002 que ya va por su quinta temporada en la cadena The CW. A los 10 años, Jane Gloriana Villanueva (Gina Rodriguez) recibe una advertencia de boca de su abuela: conserva la virtud como si fuera una flor que nunca se marchita. Puesto en marcha el mandato, el presente nos muestra a Jane embarazada por error gracias a la perfidia de la ciencia y el delirio humano, haciendo de la virginidad un mito en retirada. Jane the Virgin apuesta a la parodia a partir de la acumulación de motivos temáticos: Jane no solo está embarazada sin pecado, sino que su misterioso padre es el galán de la telenovela de la tarde (Jaime Camil). La trama es cada vez más rocambolesca, un listado de clisés devenidos en una comedia absurda y triunfal.
El inesperado triunfo de crítica y público de This is Us (disponible en estreno en Fox Play y temporadas anteriores en Netflix) es la prueba fehaciente de la vitalidad de la soap opera en su forma aggiornada. Ya no más veinticinco años de dinastías familiares en episodios mañaneros con galanes acartonados salidos de una publicidad de espuma de afeitar. Ahora, la familia y sus conflictos asumen la forma de una coincidencia cósmica a partir del nacimiento de unos trillizos. Compartir el cumpleaños en la vida es coincidencia, en la telenovela es predestinación. This is Us tiene como mérito hacernos llorar con placer, sin culpa alguna por la ridiculez ni atisbos de ironía o cinismo. Su estrategia no es la autoconsciencia, sino la depuración de los excesos del drama sin perder la carnalidad de sus personajes y la cercanía de sus conflictos. Se mezclan los dilemas tradicionales –tensiones entre padres e hijos, amores turbulentos, secretos mal guardados– con las exigencias modernas (carreras profesionales insatisfactorias, mandatos estéticos inflexibles, nuevas formas de familia), y la catarsis siempre es efectiva y liberadora. Llorar a moco tendido ya no es pecado.
La tercera vía, luego de la paródica y la lacrimógena, es la que implica una hibridación con otro género, que no es la comedia ni el policial, sino el musical. Difícil tarea si las hay, mantener vivo ese espíritu de ensueño que conquistó el musical clásico al amalgamar música y relato, al gestar las canciones en las emociones de sus personajes, al contagiar al espacio real del artificio del baile y las más fascinantes melodías.
Crazy Ex-Girlfriend, la serie de la cadena CW creada en 2015 por la genial Rachel Bloom (aquí se puede ver en Netflix), el mejor ejemplo de cruce entre los tópicos del melodrama y la puesta en escena del musical, como lo era La rueda de la fortuna, en la que Judy Garland le cantaba a su ciudad natal y se enamoraba del vecinito en el tranvía. Sin abandonar cierta rebeldía iconoclasta propia de estos tiempos, la creación de Bloom y Aline Brosh McKenna (El diablo viste a la moda) despliega una mirada satírica sobre la tradición más inocente del género: los designios maternos que condicionan la vida amorosa y profesional de una joven neoyorquina, el choque entre el esnobismo de Harvard y la rutina pueblerina de la California menos glamorosa, y los anhelos de felicidad y realización que impone la vida posmoderna.
El resto del mundo no se ha quedado afuera de estos nuevos aires postelenovelescos. Suecia y Australia han echado mano a sus códigos para construir ficciones en sintonía con su idiosincrasia y con un ojo puesto en las demandas tácitas de sus nuevos públicos. En Netflix puede descubrirse Bonusfamiljen (2017), la historia de una familia ensamblada en la que la nueva pareja no solo debe lidiar con los conflictos tradicionales de los hijos propios y ajenos, sino con los residuos de rencor y culpa que vienen con exparejas, exsuegros y todos los "ex" imaginables. El toque sueco lo dan unos terapeutas modernísimos que además son pareja y llevan a la sesión sus propias disputas, un poco al estilo de la bergmaniana Escenas de la vida conyugal, pero bajo la luz del nuevo milenio. Para los suecos no hay catarsis ni explosión, sino que en la contención extrema de reclamos y reproches anida una angustia de proporciones nórdicas.
En Australia, la ciencia es la madre de todos los conflictos: en Sisters, un senil premio Nobel, pionero de los tratamientos in vitro, revela ser padre de un centenar de hijos. Mientras su hija lidia con los habituales obstáculos para encontrar el amor, disfrutar el sexo, entender su vocación y alivianar las culpas. Esos inesperados lazos filiales entre tres hermanas, casi a la manera de una posmoderna Mujercitas, dan origen a calidez y compañía, a peleas y revelaciones, en un mundo nuevo del que ellas (y nosotros) desconocen las reglas. Sisters, como todas y cada una de las nuevas incursiones en el género bajo el paraguas de viejos códigos adaptados a nuevas estéticas y permanentes desafíos, demuestra que la telenovela sigue tan viva como siempre.
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