Netflix: Las mariposas negras es una atípica, oscura y fascinante miniserie francesa plagada de trampas y secretos
A partir de un ejercicio autobiográfico, un hombre que transita el final de su vida bucea en su pasado y en las intrincadas vueltas de su memoria y sus fantasmas
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Las mariposas negras (Les papillons noirs, Francia, 2022). Creadores: Olivier Abbou y Bruno Merle. Elenco: Nicolas Duvauchelle, Niels Arestrup, Alyzée Costes, Axel Granberger, Alice Belaïdi, Sami Bouajila. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: muy buena.
En el final de su vida, Albert Desiderio (el siempre impecable Niels Arestrup) ha decidido contar su historia. Recluido en una villa en la región de Rubaix, cercana a la frontera con Bélgica, Albert padece una enfermedad que amenaza sus recuerdos, su eterno amor por Solange (Alyzée Costes), la mujer que fue el centro de su vida. Para atesorar esa memoria que se escurre y también para confesar lo que guarda desde hace años, contrata al escritor Adrien Winckler (Nicholas Duvauchelle) para que sea la voz de su autobiografía.
Día a día se reúnen, y la historia del pasado comienza a cobrar forma, mientras Adrien se interroga sobre la verdad del relato y las trampas que Albert le tiende a medida la intimidad entre ambos se hace dolorosa. Es que Adrien también convive con sus fantasmas, el impasse creativo después de su exitosa novela, las presiones de su editor, su pasado carcelario, los celos que minan su relación con Nora (Alice Belaïdi). Sentados frente al grabador a cada atardecer, Albert y Adrien se miran y se miden como frente al propio espejo.
Creada por Olivier Abbou y Bruno Merle, Las mariposas negras es una miniserie atípica, sinuosa y embriagante, apoyada en sus diversas líneas temporales como en un extraño rompecabezas, de formas coloridas y ambientes psicodélicos, plagada de trampas y secretos. Todo comienza con Solange, hija de la guerra en la Francia ocupada, bastarda de un soldado alemán y de una madre señalada como colaboracionista. Albert la conoce en un orfanato católico y, desde el comienzo, su pelo rojizo y sus ojos enormes lo atrapan en una insistente melodía de amor, una especie de amor fou cultivado en los barrancos de esa tierra todavía humeante por las bombas, resistiendo el desprecio de quienes los señalan.
Pasan los años 50 y Albert y Solange forman una alianza amorosa indeleble hasta que el ataque sexual de un turista a Solange, en una playa, cuando creían tocar con las manos el paraíso, los precipita al crimen. Al crimen y al sexo, dos pasiones que se enredan en el relato de Albert y en la cofradía que forma con Solange desde el recuerdo. Los años 60 los descubren como dueños de un salón de peluquería, cultores del amor libre en la Costa Azul, dedicados al desenfreno del crimen como forma de venganza y satisfacción.
Ese pasado asoma en la pantalla bañado de colores intensos y con una juguetona amoralidad que la miniserie neutraliza en el presente, lúgubre y pecaminoso, signado por las culpas y los castigos. Albert se erige, desde su voz y presencia en su vejez, como un eterno misterio, el abismo perfecto del relato, aquel al que Adrien intenta asomarse sin ser consumido. La vida del escritor comienza a plegarse a esos recuerdos ajenos: el borrador de las memorias de Albert se convierte en su carta ganadora frente al editor, la relación con Nora se agrieta bajo el fantasma pegajoso de Solange. Cada pista que Albert desliza en su narrada biografía y que Adrien recoge en su escritura permite un atajo nuevo para el armado de la intriga: una mujer tatuada que llega de improviso en una de las tardes de confesiones de Albert, un bebé abandonado en un cementerio, un fotógrafo asesinado en su mansión de la Riviera.
Pero Adrien también acarrea sus fantasmas, la compleja relación con la herencia de su poderosa familia, el fallido intento de tener un hijo con Nora, las sombras de su pasado carcelario. Y como un condimento extra, un policía (Sami Bouajila) persigue la pista de Albert y Solange, aquella estela de sangre que parece todavía fresca en su reguero. Pese a todas esas aristas y a las oscuras tonalidades de la puesta en escena, Abbou y Merle consiguen un relato policial inusual, que esquiva los lugares comunes y los pasos seguros, aventurándose en un terreno tan farragoso como el de las trampas de la memoria.
Si el raid criminal de Albert y Solange evoca al de parejas explosivas como la de Gun Crazy (1950) –sustituyendo la fascinación por las armas de fuego de aquella por la de las tijeras en ésta- o la de Asesinos por naturaleza (1994) de Oliver Stone, ambas signadas por un erotismo brutal y sanguinario, la destructiva fascinación de Adrien por su cliente recuerda la maldición de muchos detectives del film noir, tentados por el precipicio de su inevitable caída.
Dentro de un género tan condicionado por la preeminencia actual del true crime y por el uso de la pesquisa como intriga para retener al espectador sobreestimulado de las plataformas, Las mariposas negras se aventura en un camino más espinoso, coqueteando con las formas visuales de la fábula, con las tensas divergencias de toda memoria. Antes que crímenes verdaderos lo que recoge la pluma de Adrien en esas largas sesiones de intimidad con su personaje son las fantasías detrás del acto, la enunciación del deseo antes que su materialidad.
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