Netflix: entre el estereotipo y el cliché, La chica de Oslo construye un thriller con emociones y ambiciones verdaderas
Un secuestro en Egipto es el punto de partida de esta serie noruega que tiene como contexto el recuerdo de los fallidos acuerdos de la capital de ese país
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La chica de Oslo (Bortført, Noruega-Israel, 2021). Creadores: Kyrre Holm Johannessen y Ronit Weiss-Berkowitz. Elenco: Anneke von der Lippe, Amos Taman, Raida Adon, Andrea Berntzen, Daniel Litman, Shadi Mar’i, Rotem Abuhab. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
El recuerdo de los fallidos acuerdos de Oslo firmados en 1993, en el que un intento de paz entre el gobierno de Israel y la OLP concluyó en un camino sin salida y puso de manifiesto la evidente parcialidad de la nación anfitriona, funcionan como el marco de una historia que transcurre en el presente, signada por sus vestigios y rencores. En la capital de Noruega un matrimonio visita la casa de su hija el día de su cumpleaños para descubrir que ha partido intempestivamente hacia Israel. Él, abogado de un importante estudio jurídico; ella, partícipe de aquellas negociaciones de paz que le dejaron importantes contactos con Oriente próximo. En Egipto, cerca del desierto de Sinaí, Pia (Andrea Berntzen) disfruta de la playa con dos amigos israelíes hasta que un comando de Estado Islámico los secuestra en el camino de regreso al hotel.
El secuestro y la extorsión son apenas el punto de partida. Lo que le interesa a la serie es el retrato de aquella zona de conflicto a partir de la perspectiva de las fuerzas occidentales, su resistencia a la extorsión de los grupos extremistas, y el intento de perseguir el camino de la paz en un escenario de creciente violencia. La mirada no escapa a los clichés, y cuanto más se interna en el territorio de Oriente, más ofrece un abanico de obviedades: terroristas construidos en dos trazos, negociadores occidentales portadores de frases hechas, comportamientos predecibles y aproximaciones convencionales. Casi todas las escenas que transcurren en el desierto, tanto las del cautiverio como las de los enfrentamientos con fuerzas especiales que se envían para el rescate de los rehenes de manera clandestina, no ofrecen matices ni texturas interesantes sobre ese mundo, escapan incluso a la complejidad que pudo verse en series como la israelí Fauda (2015) o la noruega Nobel (2016), capaces de expandir los arquetipos en un escenario con contornos reales.
Pese a esas limitaciones, La chica de Oslo gana en tanto abandona las generalidades para entrar en el mundo de sus personajes. Uno de los puntos clave es la relación que une a Alex (Anneke von der Lippe), madre de Pia, y Arik (Amos Taman), ministro de Defensa israelí, quienes se conocen desde el tiempo de las negociaciones de paz en los 90, han compartido una relación que excede lo profesional, y revelan cómo los sentimientos privados imponen su lógica en la esfera pública. Mientras su esposo negocia en Noruega la defensa de uno de los líderes de EI encarcelado en Oslo, como prenda de cambio para la liberación de los rehenes –una de las exigencias de los secuestradores junto con la liberación de doce prisioneros en Israel-, Alex emprende su camino en Jerusalén, negociando con los palestinos de Hamas en Gaza, con los enviados de la embajada de su país que juegan a hacerse los distraídos, y con el propio Arik, quien intenta mantener la frialdad de su cargo por encima del vínculo personal.
Creada por el noruego Kyrre Holm Johannessen y la israelí Ronit Weiss-Berkowitz, la serie sostiene los hilos del thriller con el espeso trasfondo de un melodrama en el que los sentimientos más desesperados se convierten en el arma perfecta para el conflicto territorial. Hay una sensación, creciente con el correr de los episodios, de que la precaria convivencia en esa zona álgida responde a las mismas contradicciones personales que agitan a los intervinientes en este conflicto. Si bien el mundo de ese cercano Oriente no alcanza verdadera dimensión –ni un entramado complejo como Hamas, ni Estado Islámico y las distintas figuras que integran sus filas, en las que hasta el líder Abu Salim es modelado con retazos de estereotipos–, la perspectiva de Occidente no está exenta de ambiciones y competencias encontradas, disputas por preservar nombres y prestigios, acciones motivadas por rencores antes que conciliaciones.
Anneke von der Lippe consigue brindar a su Alex algo más que el rostro de una madre desencajada: explora una inquietante reactualización de su rol en el pasado, tanto en la mesa de negociaciones en Oslo como en su propia vida familiar, que convierte a esa frontera entre lo público y lo privado en un límite por demás difuso. La tensión siempre opera desde adentro hacia afuera, de las inquinas que puedan alojarse en el interior de una familia (un hija que busca la verdad, un hijo que no quiere ser soldado) y que reverberan en los asuntos políticos, en las pujas de poder y las negociaciones que cargan con una memoria de demasiados fracasos y parcialidades.
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