Netflix: En Estamos muertos, las mezquindades y las desigualdades sociales quedan expuestas en medio de un apocalipsis zombie
La serie surcoreana recoge los rasgos distintivos del gore y lo reviste de una trama no demasiado original, pero con mucho ritmo y dosis de humor y delirio
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Estamos muertos (Jigeum Uri Hakgyoneun / Corea del Sur, 2022). Dirección: J. Q. Lee, Kim Nam-soo. Guion: Seong il-Cheon. Elenco: Yoon Chan-young, Park Ji-hoo, Lee Yoo-mi, Kim Byung-chul, Lee Kyu-hyung, Cho Yi-hyun. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
El apocalipsis zombi se ha convertido en una marca registrada del terror desde los clásicos de George Romero, y hoy es una moneda corriente de la narrativa surcoreana que ha logrado apropiarse de la tradición enlazada con sus propias temáticas: los juegos de supervivencia, las tensiones sociales y la explosión lúdica del gore. La última apuesta de esta galería de ficciones es Estamos muertos, serie estrenada en Netflix hace unos días que escaló posiciones en la plataforma siguiendo la buenaventura de Corea del Sur en el último tiempo. Uno de sus guiños de autoconsciencia es la mención a Invasión Zombie (Train to Busan, 2016), megaéxito del terror surcoreano de los últimos años, a lo que se agrega la competencia del sálvese quien pueda que impuso El juego del calamar, y la concepción de los contagios a modo de plaga y enfermedad, clave que definió al entramado zombi de la medieval Kingdom (2019).
Basada en el webtoon Now at Our School, de Joo Dong-geun, el argumento no difiere demasiado de las historias de muertos vivos: vertiginoso avance de contagios, pugna por escapar de los vivos, rabiosa voracidad de los muertos. Aquí los miedos recientes de la pandemia ofrecen al disparador su conexión con el presente: todo se inicia por un pequeño roedor que propaga un virus e infecta a profesores y estudiantes de un colegio secundario en la ficticia ciudad de Hyosan. Sin embargo, lo que parece un accidente resulta un experimento que se interroga sobre el peligro de convertir el miedo en rabia vía la testosterona modificada de un inocente ratoncito. Así el colegio se convierte en el escenario perfecto de escapatorias constantes: del laboratorio a la sala de arte, buscando eludir a los monstruosos infectados y su hambre devoradora. Si bien el espacio privilegiado es el del colegio y los protagonistas son los alumnos y alguna profesora, la historia se despliega a medida que avanzan los episodios incorporando policías, bomberos, militares y otras zonas de catástrofe.
Lógicamente, como ocurría en el mundo de Romero y continuó hasta el presente, con The Walking Dead como recordatorio, el peligro siempre está en los vivos. Porque, en definitiva, lo que todas estas ficciones exploran son los límites de lo humano, su entrega y mezquindad en momentos extremos. En uno de los primeros episodios la idea queda clara en la disputa entre dos estudiantes, un joven valiente pero despreciado por vivir de subsidios estatales y una chica caprichosa que blande sus privilegios sin tapujos (se luce Lee Yoo-mi, actriz con breve participación en El juego del calamar, en un personaje por demás ingrato). Esa disputa, más allá del peligro de los zombis, origina una explícita reflexión sobre las divisiones de la sociedad coreana, las desigualdades de su estructura social, y la catadura moral de sus integrantes, expuesta en el contexto de una catástrofe delirante.
El tono siempre empuja todo atisbo de solemnidad hacia el absurdo, así que el festín de mordidas y destripados se envuelve en la consciente estilización del género: ralentis y suspensión temporal, irrupción incómoda de la música, caídas de slapstick, comentarios sarcásticos y algunos personajes destinados al contrapunto irónico como el grupito que resiste en un baño del colegio, integrando alumnos rebeldes y desplazados junto a un equipo de deportistas de olimpíada que no tardan en salir a cazar zombis. La serie nunca pierde el ritmo, se despliega en escala a medida que avanzan los episodios, suma en ese gesto otras fuentes de humor –el desplome de una señora en motoneta-, de desconcierto –los bomberos mirando al horizonte-, de caos –accidentes espectaculares en la calle-, y por supuesto las consabidas reflexiones morales –una adolescente y el destino de su bebé recién nacido-.
Nada es demasiado original, pero nunca la serie se propone subvertir los estándares del mundo zombi sino hacerlo entretenido, violento y con mucha sangre. En esa decisión también está su límite: sus reflexiones sobre las evidentes tensiones internas de la sociedad coreana se exponen sin mucha más inventiva que la del manual que ya conocemos. En ese sentido, Kingdom ofrecía un retrato más complejo sobre la sociedad, incluso en el espejo fantástico de su pasado medieval. Aquí algunas discusiones se hacen subrayadas en los diálogos, incluso la presencia del profesor que inició el experimento, con consecuencias tan nefastas como posibles de prever, resulta un anclaje discursivo para cualquier duda al respecto.
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