Netflix: El debate ideológico desaprovecha Trotsky, una imponente miniserie rusa
Trotsky (Rusia/2017). Dirección: Alexander Kott y Konstantin Statsky. Guion: Ruslan Galeev, Oleg Malovichko y Pavel Tetersky. Fotografía: Nikoali Bogachyov, Ulubek Khamraev y Sergei Trofimov. Música: Ryan Otter. Dirección de arte: Pía Corti. Elenco: Konstantin Khabensky, Alexandra Mareeva, Olga Sutulova, Max Matveev, Evgeny Stychkin, Sergei Garmash, Orkhan Abulov. Disponible en: Netflix . Nuestra opinión: regular
Esta ambiciosa miniserie de ocho episodios dedicada a la vida de Leon Davidovich Bronstein, conocido por todos como León Trotsky (1879-1940) fue una de las grandes atracciones de Mipcom 2017, el máximo encuentro anual sobre televisión. En octubre de ese año, el Palacio de Convenciones de Cannes recibió a una gigantesca embajada rusa, comprometida por primera vez en un gigantesco lanzamiento de programación dirigida al mercado televisivo global.
Todo ese paquete llegó a la Costa Azul y se expuso frente a los ejecutivos más poderosos del mundo audiovisual, compradores y vendedores de formatos de todo el planeta bajo el pomposo título de Russian Content Revolution, algo así como "la revolución rusa en materia de contenidos televisivos". Sobraban razones para que la serie sobre Trotsky apareciera allí como el buque insignia de toda la propuesta. Ese lanzamiento coincidía con el centenario de la llamada Revolución de Octubre, que tuvo a Trotsky como uno de sus grandes teóricos y protagonistas.
Su influencia como figura de las ideas políticas de izquierda se mantiene con tanta fuerza hasta hoy, que los herederos políticos de su pensamiento, aquí y en otras partes del mundo, acaban de sumar sus firmas a una declaración de repudio a la serie, que observa a Trotsky con ojo crítico y ánimo cuestionador. El documento firmado entre otros por los políticos argentinos Nicolás del Caño, Myriam Bregman y Néstor Pitrola, alerta sobre las "mentiras" históricas de la serie y busca "reponer la realidad de los acontecimientos", sobre todo al "extremo de falsificar la escena final del asesinato del revolucionario ruso".
Más allá de no entender los alcances de la libertad de expresión y el significado de cualquier dramatización inspirada en hechos reales, este comunicado firmado por políticos y pensadores que reconocen a Trotsky como figura de inspiración ideológica o se dedican a estudiar su pensamiento tiene un común denominador con la serie misma que puede verse en Netflix. Unos y otros pecan de exageración y cometen el pecado de tomarse demasiado en serio todo lo que se narra a lo largo de sus ocho episodios. Como si todos los involucrados en este proyecto, artífices y críticos, sintieran la necesidad de cargar las tintas y plantear alrededor de un relato de ficción todo un conjunto de densas y profundas cuestiones relacionadas con la situación política y social del mundo en la actualidad.
En verdad, la serie hace una contribución extraordinaria a esta idea equívoca. El diseño narrativo de Trotsky se apoya todo el tiempo en una recargada sucesión de solemnes enunciados sobre la historia y el pensamiento de Rusia. Lo curioso es que todo esto se pone en movimiento bajo el envase de una gigantesca producción rusa que responde a las más básicas reglas occidentales en este tipo de programas: la puesta en escena, el encuadre, las actuaciones y los elementos técnicos están dispuestos en el tablero con un ánimo mucho más cercano a la búsqueda del entretenimiento que a la discusión política o al presunto adoctrinamiento.
El hecho de que una poderosa cadena televisiva estatal rusa, Channel One, aparezca detrás de esta producción podría darle alguna razón a los firmantes de la solicitada de repudio. Desde esa perspectiva, los fuertes cuestionamientos a la figura de Trotsky que se hacen en la serie responden a un cuidadoso y deliberado plan estratégico del gobierno de Vladimir Putin. El internacionalismo de Trotsky y su afán revolucionario sin medir los costos (sobre todo humanos) chocaría con la prédica del gobierno de Putin en favor de la familia, de ciertos valores morales básicos y de la reivindicación del histórico nacionalismo ruso.
Pero este debate oculta lo que en verdad aparece en la miniserie: una sucesión de farragosas y recargadas afirmaciones ideológicas y filosóficas que inunda hasta las escenas más banales, sin ninguna necesidad. Ese afán casi desesperado de dejar a la vista todo el tiempo manifiestos y enunciados llenos de elocuencia le quita naturalidad a una propuesta que contó con una cantidad envidiable de recursos técnicos, humanos y económicos a su disposición.
Una producción vistosa, una puesta en escena que apostó al realismo y al cuidado del mínimo detalle en materia de reconstrucción histórica, el aporte de actores muy competentes y varias llamativas escenas de subido erotismo se convierten así en accesorios que pierden relevancia frente a tanto afán declamatorio. El lugar para esta clase de debate no es una ficción televisiva. Lo único que deja Trotsky es el interrogante sobre el futuro de la producción audiovisual rusa: sobran herramientas y hay talento a la vista como para que ese país se convierta en un actor de gran protagonismo en los próximos años.
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