Merlí, la verdadera gran atracción de la televisión española en la Argentina
A no engañarse. La atracción del público argentino por las series televisivas llegadas desde la península ibérica a través de Netflix tiene en La casa de papel un liderazgo solo aparente. Difícilmente se sostenga en el tiempo tanto como lo viene haciendo otra serie llegada desde España, con otro perfil, otra temática y otro idioma original. Con mucho menos ruido y con bastante más sustancia, la catalana Merlí se ganó un lugar de privilegio (casi con seguridad el más importante) en nuestra escala de preferencias hacia las ficciones españolas. Quizás tarde un poco más en decantar que la creada por Álex Pina, pero su atracción resulta mucho más perdurable.
No es que estemos ante un prodigio narrativo o de puesta en escena. Bien mirados, algunos de los conflictos dramáticos que involucran a los numerosos personajes clave del relato se resuelven de manera superficial o con abundancia de lugares comunes. A la vez, el comportamiento imprevisible de su protagonista absoluto (un profesor de filosofía de escuela secundaria) dispara muchas veces situaciones forzadas que terminan arrastrando al resto. Pero detrás de estos comportamientos, esta serie concebida y producida en Cataluña tiene unas cuantas virtudes.
Entre ellas destacamos dos. Primero, la esmerada y escrupulosa construcción de los diálogos, cuidados hasta el detalle con un trabajo que debería ser observado con detenimiento por los encargados de poner en escena las ficciones en la Argentina. En cualquier comparación reciente (salvo excepciones muy visibles como Un gallo para Esculapio) salimos perdiendo en este plano. Segundo, la admirable naturalidad del elenco juvenil. En la mayoría de los comentarios salta a la vista un interés mayor por las subtramas que involucran a los alumnos del Instituto Angel Guimerá (el lugar en el que enseña Merlí) frente a aquéllas situaciones en las que participan los personajes más maduros. Basta con ver las escenas en las que aparecen descriptos los conflictos entre Merlí y sus colegas docentes. Cierto tipo de estados de ánimo, sobre todo la insatisfacción afectiva de las mujeres, aparece demasiado subrayado. Un trazo grueso innecesario.
En el fondo, no hay nada completamente novedoso en Merlí. La atención de sus creadores se dirige a cuestiones que ya hay sido tratadas infinidad de veces en historias televisivas ambientadas en escenarios similares. No cometemos herejía alguna si la memoria nos lleva a asociar libremente las temáticas de esta serie tan exitosa en la actualidad con un largometraje estrenado en la Argentina hace más de medio siglo, Quinto año nacional (Rodolfo Blasco, 1961) y un puñado de telenovelas posteriores. Los ejes narrativos no varían mucho entre uno y otro: las dudas e incertidumbres de un grupo de estudiantes secundarios frente a los desafíos de la vida, los romances incipientes, los vínculos con sus padres, la relación que se establece entre los alumnos y sus docentes, algunos más severos y otros más comprensivos, los dilemas de la enseñanza.
En Merlí, estos asuntos adquieren perfiles y modalidades propias de estos tiempos, con abordajes fáciles de entender y asimilar. La gran repercusión de la serie, tanto en su lugar de origen como fuera de España, tiene que ver con un hábito que en otros tiempos resultaba casi natural y hoy resulta una rareza: que padres e hijos puedan verla al mismo tiempo. En ese sentido, Merlí responde a priori a las características de una ficción televisiva más bien convencional, de otros tiempos, de esas que una familia con hijos adolescentes podía compartir en una sobremesa, disparando preguntas e incipientes debates. Pero funciona a la perfección para ser vista en streaming . Los nuevos hábitos televisivos llevan a que esos mismos espectadores descarguen dos o tres capítulos en continuado (una suerte de binge watching acotado) para propiciar ese mismo tipo de discusiones y experiencias compartidas en este nuevo tiempo, con otras reglas en materia de consumo televisivo.
Como señala el refrán clásico, Merlí pone vinos nuevos en viejos odres. Las antiguas temáticas de las ficciones televisivas narradas en clave de estudiantina adquieren connotaciones propias de estos tiempos con la incorporación de asuntos tan decisivos como las familias ampliadas, la diversidad sexual, los dilemas del trabajo en el siglo XXI, las nuevas inmigraciones a los temas tradicionales de estas ficciones. Con sus métodos provocadores, su espíritu de heterodoxia y unas ganas incontenibles de involucrarse sin complejos en asuntos ajenos, Merlí se coloca por encima de todos los personajes y consigue que todos ellos giren alrededor de sus obsesiones.
De toda esta personalidad de Merlí, un aspecto sobresale con peso propio: cada una de sus clases (cada capítulo, para ser preciso) gira invariablemente alrededor de algún filósofo de gran importancia. Por extensión, los acontecimientos que viven los personajes a lo largo de esos 60 minutos aluden de manera precisa y directa a esos grandes nombres de la historia de la filosofía y a sus respectivas escuelas de pensamiento. Esto ocurre sobre todo en los primeros tramos de la serie (que se extiende a través de tres temporadas, todas disponibles en Netflix), aunque con el tiempo esas referencias comienzan a diluirse frente a conflictos o subtramas que se mantienen y desarrollan a lo largo de varios episodios.
De cualquier manera, el "gancho" de recurrir a la historia de la filosofía y "bajar" a la realidad de un grupo de alumnos secundarios de un ámbito urbano reconocible (y que podría reproducirse con sus elementos básicos en cualquier lugar del mundo) es lo suficientemente fuerte y atractivo como para perdurar en la memoria del televidente, sobre todo las franjas más jóvenes, y estimular en ellos algún interés por saber algo más sobre la larga historia de la filosofía del ser, desde los presocráticos hasta Heidegger. Nombres desconocidos, "difíciles" o que provocan desconfianza empiezan a hacerse familiares, en muchos casos por primera vez.
Merlí, además, tiene un aire menos lírico-poético y más terrenal que su influencia cinematográfica más evidente, La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989). Es muy visible el contraste entre la postura elegíaca del apasionado (y atribulado) profesor encarnado por Robin Williams en aquella película y su equivalente catalán, mucho más cáustico, concreto en sus dichos y determinado en su accionar. El contexto escolar de una y otra historia también exhibe notorias variaciones y suscita otro tipo de reacciones.
¿Qué podemos esperar de aquí hacia adelante? Unos cuantos, sobre todo en la península ibérica, esperan definiciones en relación con lo que Héctor Lozano viene insinuando en los últimos días: la posibilidad de seguir la historia con un spin off centrado en Pol Rubio (Carlos Cuevas) y Bruno (David Solans), sin duda los dos personajes juveniles más atractivos y con mayor espesor dramático de toda la serie. También están los que se interrogan sobre una eventual adaptación a la televisión argentina de este relato, en la línea con la remake que ya se puso en marcha en Alemania.
Y no faltan quienes sueñan que las inquietudes de Merlí tengan una continuidad fuera de la pantalla. Hace mucho tiempo que no se habla de escuelas de pensamiento en las ficciones televisivas. Y menos con tanto éxito como el de Merlí. Platón, Schopenhauer, Nietzsche empiezan a ser apellidos un poco más familiares. ¿Se despertará a partir de ahora un mayor interés por estudiar filosofía? Puede que sí. El interés por Merlí se propaga entre nosotros. Por ahora parece algo más que un éxito fugaz.
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