Los últimos zares: absurda caricatura de la historia de la dinastía Romanov
Los últimos zares (The Last Czars, Estados Unidos, 2019). Dirección: Adrian McDowall, Gareth Tunley. Guion: Christopher Bell, Dana Fainaru. Elenco: Robert Jack, Susanna Herbert, Ben Cartwright, Oliver Dimsdale, Bernice Stegers, Steffan Boje, Indre Patkauskaite. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: mala.
La trágica historia de los Romanov se ha contado tantas veces, se ha escrito en tantos idiomas, ha originado mitos y leyendas, ha nutrido la alta cultura y los relatos populares, ha llevado lágrimas a la ópera y canciones al cine de animación, que su atractivo resulta milagrosamente imperecedero. Y en este tiempo en que Rusia se puso de moda, con los villanos soviéticos que invaden todas las ficciones, con esa utopía ahogada en los sopores de la radiación y los recuerdos del pasado cocinados en diversos estereotipos, una serie sobre los estertores del zarismo parecía un plato demasiado exquisito para desaprovechar. Sin embargo, Los últimos zares, la miniserie estrenada hace unas semanas en Netflix, hace todo lo posible para agriarlo hasta hacerlo intragable.
Hay una decisión que marca el camino hacia el abismo: el relato combina el intento de construir un documental sobre el final del zar y su familia, guiado por recortes de diarios, imágenes de noticieros de la época y opiniones de varios expertos, con una recreación ficcional de ese tiempo, no muy cuidada en la puesta en escena y de un detallismo extravagante y sobreactuado. No basta con que ninguna de las vertientes funcione de manera independiente, sino que la estrategia de entrelazarlas es ridícula e inexplicable. Todo lo que las imágenes recrean con ralentis pomposos e interpretaciones intensas se ve subrayado con las afirmaciones de los conspicuos biógrafos e historiadores, que machacan lo evidente en la mente del espectador.
La estructura de la miniserie alterna dos líneas temporales: el ascenso de Nicolás II al trono y los avatares de su dinastía hasta el tiempo de la revolución; y la aparición en Berlín de una joven cuyos vagos recuerdos parecen indicar que se trata de Anastasia, la ¿última sobreviviente? de los Romanov. Allí había suficiente material para establecer las tensiones entre mito y realidad, usando las claves de un género como el melodrama para el juego entre el destino y el azar. Pero Los últimos zares aspira a una irrisoria objetividad apropiada del documental, al mismo tiempo que altera los hechos históricos, convierte a sus personajes en caricaturas, y se interna en un espiral surrealista que ni siquiera consigue rozar la farsa y hacernos reír un rato.
Un pasaje aparte merece la figura de Rasputín. Antes que un pérfido oportunista o un negligente asesor político, resulta un grotesco manosanta, envuelto en sesiones eróticas que bordean la parodia y cuya vileza se reduce -como el espíritu de toda esta historia- a una serie de torpes morisquetas de cara a la cámara.
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