Hasta hace no mucho, la televisión se hacía con poco. En Estados Unidos había tres cadenas de televisión que lo dominaban todo –más que zapping, era una triangulación– y cada ciudad tenía su canal de tele local, donde uno podía ver cuánto programa viejo pudiese sintonizar. ¿Y ahora? Pues ahora idealizamos con nostalgia la así llamada "edad de oro" del cable y nos quejamos de la extensión galáctica de la era del streaming.
En retrospectiva, la televisión "hecha con poco" empezó a significar "televisión menor": menor volumen, menor valor, menor verosimilitud. ¿Pero Friends es menor que qué? La serie tiene 236 episodios, apenas un capítulo menos que la suma total de episodios de Game of Thrones, House of Cards y Orange Is the New Black. La mayoría de esos episodios de Friends son pequeñas comedias perfectas. Pero tal vez sea difícil pensar en Friends como en una serie perfecta, o siquiera genial, por lo fácil y sencilla que parece.
La mayor parte de la "tele vieja" parece fácil, incluso cuando los personajes se separan, sangran o mueren. Y eso es porque incluso cuando pasaban esas cosas los personajes obviamente no estaban en una película. Pero ahora la tele es el cine, y, por lo tanto, la queremos más. Le creemos más. Durante toda su existencia, el género de la sitcom norteamericana fue anticinematográfico, siempre obligado a satisfacer las exigencias de los anunciantes.
Antes de que hubiera demasiada televisión, simplemente había mucha televisión, incluido mucho Friends. ¿Se imaginan el esfuerzo titánico de filmar unos 24 episodios para una temporada de nueve meses? Una tarea casi imposible que nosotros, desde nuestro sillón, dábamos por sentada. Y una cadena como NBC podía transformar nuestra fidelidad en el sillón en una obligación: "Que nadie se lo pierda", exigía el aviso promocional de la cadena en la década del noventa. Una década más tarde, también debíamos estar ahí para ver "lo que no te podés perder". Y si te perdías un capítulo, ¿cómo ibas a hacer para ponerte al día?
Sin esfuerzo aparente
Friends era televisión fácil de nivel premium. Muchos chistes, mucha comedia física, muchas sorpresas, suspiros y chillidos de excitación del público en vivo presente en el estudio. Los peluqueros intentaban copiar, por lo general infructuosamente, el peinado de Rachel, los cafés se convirtieron en el segundo hogar de mucha gente, y durante los diez años que duró la serie decenas de millones de norteamericanos se sentaron a mirar todo ese enorme esfuerzo de guion, dirección y actuación que parecía hecho sin esfuerzo alguno. Todo ese trabajo y la devoción de todo un país por la serie parecen prueba suficiente de que Friends marcó la edad de oro de algo.
El imán de toda sitcom (comedia de situación) digna de ese nombre es la familiaridad. Ni el "com" ni el "sit" alcanzan por sí solos, pero juntos arman un sándwich perfecto. Pero todas esas noches que me he pasado apoltronado en el sofá, descostillándome de risa –por ejemplo, con los debates de Ross y Phoebe sobre la evolución de las especies, o cuando Phoebe, Joey y Ross imitaban a Chandler, o cuando Rachel tardó siglos en contarle a alguien quién era el padre de su bebé–, todas esas noches poco tenían que ver con la sitcom Friends, sino que habla de nosotros mismos –de mí y de esos seis personajes– y de mi necesidad, aparentemente perdurable, de saber en qué andan y cómo están, por más que son cosas que ya sé desde hace 25 años.
Friends se estrenó por NBC en el otoño boreal de 1994, duró toda una década –con un promedio de entre 25 y 30 millones de espectadores por semana, y a veces más– y actualmente puede verse en Nickelodeon (en la Argentina, Warner fue y sigue siendo su casa, su señal). Para los cronologistas como yo, todo zapping siempre termina con los rostros de Chandler, Joey, Monica, Phoebe, Rachel y Ross en la pantalla. Es probable que mi pereza influya. ¿Acaso alguien sigue usando los botones con números del control remoto? Es más: ¿alguien sigue usando control remoto a esta altura?
Pero, en realidad, seguimos mirando Friends por su simplicidad, por lo fácil que es de ver. Porque la premisa de Friends, justamente, son los amigos.
A diferencia de Seinfeld, en la que Nueva York y la férrea convicción de los personajes en las reglas que imponía esa ciudad fueron empujando a la serie a una misantropía casi lunática de "anticelebridades", en Friends las diferencias de clase social y de comportamiento de sus protagonistas solo parecen unirlos aún más.
Tomemos por ejemplo el episodio 29. Salen todos juntos a cenar para celebrar el ascenso de Monica, y Phoebe, Joey y Rachel piden lo más barato que hay en el menú, y después se quejan de tener que dividir la cuenta entre los seis. Los ingresos de ellos tres los dejan enfrentados a los otros tres, hasta que Monica pierde su trabajo y Joey se ofrece galantemente a pagar los cuatro dólares de su café, con el dinero de Chandler… La canción de apertura de la serie no mentía: siempre estaban ahí presentes para apoyarse entre ellos, incluso con el remate de los chistes. Y esa presencia del otro era el gancho intangible de la serie. Los guionistas podían pergeñar el argumento y los directores plasmarlo, pero esos seis actores que trabajaban juntos, en algo o en nada eran el punto culminante de la semana de muchos telespectadores. Y esa "presencia" también era increíblemente flexible. Eran seis personas capaces de hablar mal una de la otra, de pelearse y de mentirse, de practicar eso que hoy llamamos honestidad brutal y al mismo tiempo guardarse miles de secretos, de separarse y reconciliarse mil veces y de mil maneras, pero el sexteto siempre volvía a unirse. Me gustan así, de a media docena. Me gustan en tándem de a dos y en tríos, como un problema matemático humano, como experimentos de química. Y si bien los amigos de Friends empezaron siendo estereotipos –Rachel era la princesa, Monica, la controladora, Joey, el actor medio tonto–, esos moldes no paraban de reconfigurarse.
Actualmente, la gente le endilga a Friends todo tipo de ofensas: hacia la homosexualidad, la salud mental, la raza, las parejas interraciales, las diversas etnias. Y es cierto que la mayoría de los guiños sociales de la serie eran sobre las diferencias de género: los hombres son machistas, lujuriosos y haraganes, y las mujeres pagan el pato. Pero torcer esos estereotipos también se convirtió en la marca emblemática de la serie. En un episodio, Monica y Rachel pierden su departamento por no conocer a los hombres tan bien como los hombres las conocen a ellas. Seamos honestos, ¿alguien sabe de qué vive Chandler? Y sin embargo de pronto el departamento es de Joey y de Chandler. Es un dramático giro de los acontecimientos en el hilo de la serie.
Friends abandonó el prime time televisivo en 2004, justo cuando la cultura empezó a desconfiar de las aventuras intergénero. Sus vástagos –How I Met Your Mother, The Big Bang Theory, The Mindy Project, New Girl y Happy Endings– hicieron lo mejor que pudieron. Pero en 1998, con la llegada de Sex and the City por HBO y las películas que salieron de la fábrica de risas de Judd Apatow, la televisión reubicó tan convincentemente a los sexos –"noche de chicas" y "clubes de hombres"– que la cultura ya nunca volvió a invertir en la comodidad de la cohabitación.
Traducción de Jaime Arrambide
Wesley Morris
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