Las aplicaciones del amor: 4 series sobre los deseos, la tecnología y las obsesiones
Varias de las últimas ficciones estrenadas se plantean formas de encontrar a la “pareja ideal” pero... ¿es eso posible?
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Byron Gogol (Billy Magnussen), el fundador y CEO de la empresa de tecnología que lleva su nombre, ha dado un paso decisivo en la creación del amor ideal. “Hazel (Cristin Milioti) y yo tenemos la respuesta para todo lo que el mundo quiere en la vida: amor verdadero”, le cuenta a un periodista en una exclusiva entrevista en The Hub, una especie de paraíso virtual con palmeras y espejos de agua, situado en el medio del desierto. La respuesta a esa búsqueda del amor verdadero que Gogol cree que obsesiona a toda la humanidad se encuentra en su nueva aplicación “Made For Love”. “Con un chip implantado en el cerebro de los integrantes de una pareja sincronizamos definitivamente las dos mentes”, dice convencido, mientras Hazel, su esposa, mira a cámara con ojos desorbitados. La huida de la cautiva tecnológica de ese mundo de ensueño demuestra que la sincronía anhelada por Gogol se había convertido en un precio demasiado alto para pagar por la promesa del amor verdadero.
Made For Love es una de las nuevas series de HBO Max, inspirada en la novela de Alissa Nutting y creada para TV por la misma autora junto a Patrick Somerville, que se decide a pensar el impacto de las nuevas tecnologías en la definición de los deseos humanos. Lo que antes estaba sometido al azar y los misterios de la afinidad, en el mundo virtual de Gogol es el resultado de la inteligencia artificial. Y no es la única ficción que plantea este escenario: varios de los estrenos de los últimos tiempos han pensado a la tecnología como respuesta a lo más incierto de la vida humana, esquivo incluso a los cálculos de la mente y las previsiones de la racionalidad. El amor consagrado por aplicaciones, chips, softwares y otros avatares tecnológicos es también el tema de The One, la serie británica estrenada en Netflix a comienzos de este año, de Soulmates de Amazon Prime Video y de la nueva temporada de The Girlfriend Experience, disponible en Starz Play.
Estos imaginarios sobre el futuro cercano están definidos por el cálculo y la previsión, pero también por la extática fantasía de un asceta que ha logrado desterrar de su mundo todo atisbo de desmesura. Cuando Hazel huye despavorida de la biósfera virtual que la contiene en su matrimonio, uno de los reclamos a su marido vía el chip instalado en su cerebro son los olores del mundo. No hay fluidos ni secreciones en el Hub de Gogol, todo huele a vidrio cristalino, el mar es un perfecto holograma y los deseos se concretan con un chasquido de dedos. La comedia absurda de Nuttting se despliega en el contraste entre ese sueño de perfección autocumplido y la casa rodante destartalada de la vida pasada de Hazel, hacia donde ahora escapa. Su padre también ha conseguido su propio “amor verdadero”, sin la virtualidad de las aplicaciones de Gogol, pero sí con la carne de plástico de una muñeca inflable. No solo sincronizar mentes y voluntades parece ser el ideal amoroso del futuro, sino un partenaire a medida que sea capaz de escuchar en silencio sin nunca contradecir.
La búsqueda del amor perfecto puede conducir también hacia el crimen, como lo demuestra el espinoso camino que recorre la química Rebecca Webb (Hannah Ware) en The One. Aquí, la fórmula de la felicidad se halla en el comportamiento de las hormigas, guiadas orgánicamente por una enzima que las lleva a sincronizar su trabajo en comunidad. La clave de esa lógica colectiva le sirve a Rebecca para convertir la ilusión literaria del amor perfecto en un avance científico sostenido en una base de datos mundial que mide personalidades y arroja compatibilidades. Su hallazgo la convierte en una empresaria exitosa, CEO de una multinacional destinada a desarmar parejas incompatibles y armar sincronías perfectas, pero también la conduce al crimen como llave para mantener el secreto de su éxito y el poder de su reinado. Lo interesante de The One, también nacida de una novela, en este caso el best-seller de John Marrs, es que ese mundo del futuro parece salido de una de esas pesadillas de la ciencia ficción de los cincuenta, en las que experimentos científicos y logros tecnológicos tenían consecuencias sombrías para la integridad moral de la humanidad.
La tercera entrega de The Girlfriend Experience, concentrada en sus temporadas anteriores en las fantasías sexuales de los hombres que acuden a una partenaire sexual paga y las variadas motivaciones que impulsan a las mujeres a convertirse en la materia de esa imaginación, explora esta vez la dimensión científica de ese anhelo. La protagonista ya no es solamente una joven con aspiraciones de mejora económica y cierto goce en el intercambio de poder, sino una estudiante de neurociencia, pasante de un conglomerado tecnológico que intenta prever la conducta humana y transformar el entorno en una realidad virtual optimizada. Lo que en Made For Love es objeto de la sátira –el aspecto de Byron Gogol como una cruza entre la megalomanía de Elon Musk y el peinado de un Ken musculoso, los orgasmos cronometrados como satisfacción para el ego masculino-, en The Girlfriend Experience es termómetro de ese progresivo surrealismo en el que ingresa la protagonista al configurar su mente con las coordenadas del mundo al que se aventura.
Ese sustrato ominoso que The One intentaba explorar desde la investigación policial, alojando el crimen como secreto inconfesable tras la fachada de la tecnología para el amor, The Girlfriend Experience lo despoja de dimensiones morales al ensayar un retrato frío y robótico de ese universo del trabajo sexual en virtud de sus prometidas gratificaciones. Si las anteriores protagonistas –Riley Keough en la primera, Anna Friel y Carmen Ejogo en la segunda- lograban subvertir la dinámica del poder en su beneficio o eran tragadas por ese universo despiadado que las envolvía, dependía de una perspectiva siempre en movimiento. El hilo que conectaba ambas posiciones era demasiado delgado, y para la escena distópica de la tercera entrega se complejiza con la intromisión de las tecnologías. Iris (Julia Goldani Telles) viaja a Londres para incorporarse a una compañía que analiza las variables del deseo humano para optimizar su previsión. La experiencia como escort representa un campo de pruebas perfecto para el desarrollo de la inteligencia artificial que pueda despojar de todos los secretos a la naturaleza humana. ¿Es el anhelo de este tiempo aunar definitivamente el objeto de deseo con el objeto de posesión?
La última nota en esta melodía contemporánea está dada por la modesta apuesta de Amazon Prime con Soulmates, una serie antológica de los creadores de Black Mirror que convierte el asunto del amor ideal en una serie de anécdotas sobre parejas que se arman y se desarman. El tiempo es nuevamente un futuro cercano, parecido a nuestro presente con apenas una diferencia: se ha inventado un estudio científico que permite detectar la compatibilidad amorosa. Por lo tanto, estamos otra vez con la promesa del amor perfecto como un territorio desprovisto de conflicto. En el primer episodio, Nikki (Sarah Snook) y Franklin (Kingsley Ben-Adir) tienen un buen matrimonio, dos hijas, una vida agradable y convencional. Pero un día, el hermano de Nikki se hace el test de compatibilidad amorosa, encuentra a su media naranja y les muestra el espejo de una felicidad inmaculada. ¿Será esa la solución a los problemas cotidianos, a las mañanas de mal humor y al agobio de la rutina? Nuevamente la tecnología parece garantizar la armonía perfecta en el seno de la pareja y la promesa de un futuro sin malestares ni separaciones. ¿O no es tan así?
Desde la sátira más absurda, la intriga policial, el relato erótico o el remedo moderno del melodrama, distintas ficciones se interrogan sobre la intervención de la tecnología en el inasible territorio del amor. Hasta ahora, el amor era asunto de la literatura y la poesía, de las canciones y la religión, del psicoanálisis y hasta de las cartas astrales y la adivinación. ¿Pero ahora es también materia de la ciencia y las nuevas tecnologías? ¿Qué prometen las compañías en The One y Soulmates al descubrir una sustancia orgánica que garantiza la compatibilidad amorosa? ¿Qué tipo de amor garantiza el chip de Made For Love al sincronizar las mentes y consagrar la ilusión de total control sobre los deseos del otro? ¿Es posible representar las fantasías amorosas del ser amado mediante un software de inteligencia artificial y así garantizarse ser el dueño absoluto de su mente y su alma?
La clave quizás no se halle en las respuestas a estas preguntas sino en su misma existencia como interrogantes en nuestro tiempo. Que la cultura audiovisual explore esos dominios desde ficciones distópicas lleva a convertir estos asuntos, antes reservados al caos de la vida real, en territorios de la previsión y el control científico y tecnológico. Dice mucho de nuestra era la conversión del deseo en una garantía de sincronía mental y de la vida en pareja en una escena sin conflicto y en perfecta armonía. En tiempos de virtualidad amorosa y recesión de encuentros presenciales, estos mundos imaginados abren reflexiones también sobre los mundos existentes: cómo la ficción parece consagrar algunos anhelos que se encuentran flotando debajo de nuestro presente.
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