Gracias al streaming, Australia quiere ser el centro de la ficción
Netflix es un perfecto punto de partida para descubrir la pujante industria televisiva del gigante de Oceanía, especialista en géneros y cuna de buena parte de las estrellas de Hollywood
La producción audiovisual australiana ha luchado por construir una verdadera identidad a lo largo de toda su historia. Durante la primera mitad del siglo XX, Hollywood y la renacida industria británica de posguerra copaban las pantallas de la isla -parte del Commonwealth británico- sin demasiados resquicios para la gestación de un cine propio. Curiosamente, la llamada Nueva Ola Australiana, que hizo su estelar aparición a comienzos de los años 70, vino a poner al cine australiano en el radar internacional, de la mano de directores extranjeros que llegaban a aquel confín seducidos por los intentos del Estado de financiar producciones locales, por la consciente búsqueda de la industria de sumarse a la marea de los nuevos cines que habían traído los años 60 y, por último, por la voluntad de los artistas de ese país de dar cuerpo a una cultura que bregaba por tener auténtica expresión en imágenes.
Encuentro de dos mundos, del británico Nicolas Roeg, y Wake in Fright, de Ted Kotcheff (canadiense), ambas de 1971, fueron la punta de lanza de lo que se vería en los años venideros: el cine de autor de Peter Weir, las Mad Max de George Miller, la forma autóctona del cine de explotación en la figura del subgénero conocido como ozploitation, los aportes de directores como Bruce Beresford y Fred Schepisi, la exploración de la geografía insular bajo el amparo de géneros importados como el western o el film noir.
La tentación de la emigración a Hollywood estuvo presente desde el principio para muchos actores y directores australianos (desde Hugh Jackman y los hermanos Chris y Liam Hemsworth hasta Nicole Kidman , Cate Blanchett y Margot Robbie , la tendencia ha resultado duradera), pero durante una década y media consiguieron un repertorio de obras notables, signadas por la voluntad de definir un estilo local, preñado de ancestrales tradiciones y signado por la omnipresencia de lo nativo.
Aquel pulso creativo y renovador se fue transformando a lo largo de los años, pero todavía hoy puede rastrearse su influencia en la prolífica producción seriada que define a la industria australiana.
Temas recurrentes (que resuenan en los inicios históricos de Australia como destino de exilio y condena) como el del protagonista recién llegado que es repelido o fagocitado por la comunidad, o las tensas relaciones con las potencias colonizadoras del país como Gran Bretaña o los Estados Unidos (y ahora China) se filtran en historias que pueden involucrar secretos de Estado, como en Pine Gap o crímenes de odio como en Deep Water. Esas constantes temáticas adquieren nuevas estéticas y no solo sellan la filiación con el pasado, sino que permiten la permanente relectura de su relación con Gran Bretaña, la necesaria afirmación de su independencia e idiosincrasia, y la evaluación constante de sus lealtades y compromisos.
Secret City -disponible, como los títulos previos, en Netflix , cuyo catálogo de ficciones australianas está creciendo exponencialmente- comienza con el hallazgo de un cadáver en el lago que bordea a Canberra, ciudad sede del Parlamento australiano, como puerta de entrada a una serie de intrigas que involucran al gobierno y a sus múltiples aliados globales.
Esa condición de caja de resonancia de las disputas de la geopolítica occidental en Oriente funciona como un tópico axial de la producción contemporánea: las decisiones sobre la compra o no de armamento, las declaraciones públicas de sus funcionarios, las respuestas a hechos de terrorismo, todos son actos guiados por la red de alianzas que se tejen entre Australia y un mapa global que se hace complejo y económicamente decisivo frente a la crucial gravitación de China en el escenario contemporáneo. Ya sea la estrategia de defensa en el Mar de la China Meridional, como en Secret City, o un tratado para la explotación del gas en tierras sagradas, como en Pine Gap, son esas recientes coaliciones las que definen el marco político de las ficciones.
Entre lo fantástico y lo nativo
Una de las claves de aquella ola de renovación del cine australiano fue la decisiva exploración de los límites del realismo. Ese juego con una constante ambigüedad respecto de la presencia de lo fantástico permitió enrarecer los mundos hasta lograr una permanente sensación de extrañeza. No en vano la nueva adaptación televisiva de la novela de Joan Lindsay Picnic in Hanging Rock (producida por Amazon Prime Video ) se apropia de algunas búsquedas presentes en la antigua versión de Peter Weir para acentuar sus dimensiones inquietantes. Así, la ruralidad se vuelve amenazante, los intentos civilizantes de la Inglaterra victoriana se estrellan contra la furia salvaje que se aloja en la naturaleza, el destino de esas jóvenes que se aventuran a un picnic a plena luz del día se diluye en un misterio imposible de resolver. Algo similar ocurre con los regresos al mundo de los vivos en Glitch (Netflix), remake de una serie francesa que abraza lo sobrenatural con un destello propio, dando cuenta de algo superior que se impone de manera sesgada, de un destino que resulta inexorable, de una cotidianeidad que se altera para siempre.
Con relación a la omnipresencia de fuerzas invisibles, la ficción australiana siempre mostró marcada atención por la presencia aborigen y tribal, que marcó la construcción de su propia identidad como nación. Esa convergencia entre lo originario y lo impuesto por los colonizadores británicos se impregnó en la construcción de figuras arquetípicas como los forajidos legendarios (los llamados bushrangers, que aparecieron en películas esenciales de la Nueva Ola como The Chant of Jimmie Blacksmith, de Schepisi) y hoy deriva en el retrato de los nuevos marginales, aquellos desplazados que sustituyen la condición nativa por la de migrantes y explotados. En The Code (Netflix), dos adolescentes aborígenes involucrados en un accidente automovilístico desaparecen misteriosamente, dejando como testimonio un escalofriante video que enciende el recorrido de la pesquisa. En Deep Water (Netflix) un joven de origen árabe es la víctima de un brutal asesinato cuyo germen se remonta a odios y persecuciones que la serie rastrea en un pasado no demasiado lejano.
Por último, la puesta en escena de las series australianas exuda un aire de exuberancia nada pudoroso que roza la vulgaridad y en ocasiones devela una decidida ambición de corte trash. Si las series escandinavas se caracterizan por ese tono contenido, casi gélido, que impone una narrativa concentrada y poco medrosa, las australianas se despliegan en una estética excesiva, de superficies pegajosas y retórica desmedida.
Tidelands (Netflix) quizás sea el ejemplo del mayor exabrupto, pero está presente una búsqueda a la que los australianos siempre se animan. Al no nunca real ser su tiempo, sino atravesado por un sueño de grandeza nunca conseguido, sus representaciones desafían cualquier medida posible, ya sea en la estructura familiar multitudinaria en la que se aventura Sisters, como en los juegos de poder y erotismo en los que se desliza Picnic en Hanging Rock.
Ese escaso margen para la sutileza hace que sus imágenes sean siempre estridentes y coloridas, que el mar se filme a través de esas pomposas tomas cenitales, que la naturaleza vea restituido su esplendor con la recurrencia del evidente artificio. Recorrer la actual producción australiana permite recuperar aquel estilo definido a contrapelo de su propia historia de dependencia, intentando delinear en un tiempo de descuento una identidad autóctona y una cosmovisión nativa. Con los condicionamientos del mainstream contemporáneo y la competencia en la producción global del streaming , los australianos defienden su lugar con el amparo de su variopinta y extravagante inventiva.
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