Gigoló americano: una relectura que ignora los méritos del clásico de los 80
La serie protagonizada por Jon Bernthal no logra reproducir el atractivo del film encabezado por Richard Gere
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Gigoló americano (American Gigolo, 2022). Creada por: David Hollander, basada en personajes creados por Paul Schrader. Elenco: Jon Bernthal, Gretchen Mol, Rosie O’Donnel, Lizzie Brocheré, Lelean Orser. Disponible en: Paramount+ (cada sábado se suma un episodio). Nuestra opinión: regular.
En las primeras escenas de American Gigolo, la película de Paul Schrader estrenada en 1980, Julian Kay (Ricard Gere) maneja su Mercerdes negro convertible por la costa de California, impulsado por el alto octanaje de “Call Me”, el éxito new wave compuesto para la película por Debbie Harry de Blondie y el Mozart del eurodisco Giorgio Moroder.
En un montaje paralelo espiamos la actividad cotidiana de Julian: elige ropa en una tienda de Beverly Hills mientras una mujer algo mayor, una “clienta”, se hace cargo de la cuenta. Finalmente, el viaje concluye en una mansión minimalista de Malibu, donde dos modelos toman sol en topless y se muestran incómodas ante la presencia de este hombre engreído, porque reconocen que es inmune a sus encantos y que su atractivo es abrumadoramente superior. Julian Kay es tal como la canción que lo acompaña: superficial, despreocupado e irresistible, pura hubris -algo que eventualmente provocará su caída- aunque justificada.
Por el contrario, en la primera escena de esta serie homónima comandada por David Hollander (Ray Donovan), estrenada en el fin de semana en Paramount+, Julian Kay (ahora encarnado por Jon Bernthal) llora desconsoladamente ante el interrogatorio de una mujer policía (Rosie O’Donnell, irreconocible) y balbucea ruegos como “por favor, tengo mucho miedo” hasta que sus palabras se van deshaciendo en la baba de un gimoteo timorato y mucoso. Esta humillante carta de presentación no deja margen para construir un “gigoló” demasiado atractivo y expone que el showrunner Hollander hizo la peor de las lecturas posibles de la película de Schrader.
El personaje de Richard Gere deja atrás al héroe característico de los 70, el rebelde que quiere desprenderse de la normativa impuesta por una sociedad de la que no se siente parte, y anticipa al protagonista de los años 80: el individualista vanidoso que sabe que ganarle al sistema no es estar afuera sino volverse rico en sus propios términos. Julian Kay es un capitalista desatado al punto de que él mismo es su mercancía. El consumismo es presentando de modo típicamente ambiguo: glamoroso y, a la vez, deshumanizador. Pero esta última determinación ética, característica del cine de los 80 para que haya una moraleja, es precisamente la lección que no le importa a nadie.
El polo magnético de la película es Gere/Kay: sus hábitos, su ropa, su peinado, los lugares que frecuenta, cómo seduce, en suma, sus consumos y su estilo. El personaje está acertadamente diseñado para que todo espectador quiera ser Julian Kay o ser seducido por Julian Kay. El resto de la trama, que incluye un romance gélido con la mujer de un senador, un enigma policial contado con total desgano y citas a Pickpocket (la película de Robert Bresson con la que Schrader está obsesionado) sobra y resulta irrelevante. Pero es justamente todo esto (exceptuando a Bresson) aquello que la serie elige recuperar.
Esta nueva versión mira desde fuera -y ya no de modo ambiguo, sino abiertamente crítico- el mundo de privilegio de la industria sexual high end de Los Angeles, rompiendo la fascinación aspiracional a la que apostaba el film. Si bien pasaron cuatro décadas desde los 80, no hay señales de que el narcisismo y la frivolidad de ese momento hayan disminuido, de modo que el personaje original sigue siendo relevante. Sin embargo, acorde a la sensibilidad de los tiempos que corren, se lo presenta como una víctima carente de poder y, peor aún, de atractivo: más que un adonis que respira feromonas sexuales, Bernthal tiene el aspecto de un pandillero mexicano que pasó por la peluquería.
Todo lo que la película de Schrader delega a su mal tercer acto, aquí amenaza con tomar la temporada entera. El énfasis cae sobre la trama policial: Julian permaneció quince años injustamente encarcelado por un crimen que no cometió (por eso lloraba al comienzo) y, al recuperar su libertad, está decidido a descubrir quién lo incriminó y por qué, al tiempo que amaga con reiniciar el vínculo con su verdadero amor, una mujer atrapada en un matrimonio infeliz con un millonario. Hasta se incluye una insólita historia de “origen” del personaje, que antes era mayormente enigmático: es un escort porque en su infancia su madre lo obligaba a acostarse con la casera para pagar el alquiler.
Paradójicamente, la serie no reconoce las demandas del presente en algo central para esta historia: Julian es rabiosamente heterosexual, una característica que se siente anacrónica y que en el mundo de la prostitución masculina uno imagina que debería ser un poco más fluida (futuros episodios anuncian la dirección de realizadores queer como Gregg Araki y Cheryl Dunye, asi que quizás esto cambie).
La película de Schrader creó un nuevo tipo de personaje (las novelas de Bret Easton Ellis le deben todo) y por primera vez mostró a un varón con la mezcla de adoración y objetivación que caracterizaba la mirada de la cámara sobre las mujeres. Esta nueva versión ignora los méritos del film y retoma todo aquello que lo hacía uno del montón. La serie, en consecuencia, no puede ser otra cosa.
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