Fiasco total: Woodstock 1999 muestra cómo el ánimo de lucro irracional convirtió en un infierno el sueño hippie
Un documental en tres partes cuenta la historia de un evento pensado como una fiesta que, por la negligencia de sus organizadores, culminó como una pesadilla repleta de violencia e irracionalidad
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Fiasco total: Woodstock 1999 (Trainwreck: Woodstock ‘99 / Estados Unidos, 2022). Dirección: Jamie Crawford. Duración: tres capítulos de 45 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: muy buena.
Paradojas del destino: un festival cuya primera edición, a fines de los años 60, había sido un símbolo de las consignas en boga a favor de la paz y el amor, se transformó treinta años después en un infierno cargado de violencia e irracionalidad. Eso es lo que cuenta al detalle este documental que complementa uno que se estrenó el año pasado en HBO Max -Woodstock ‘99: Peace, Love and Rage, de Garret Price-, pero poniendo el acento en la responsabilidad -en realidad, en la asombrosa negligencia- de los organizadores del evento.
En el verano septentrional de 1969, un joven emprendedor llamado Michael Lang logró reflejar el espíritu de la época con la creación de un festival realizado en las afueras de Nueva York. El primer Woodstock fue una de las piedras filosofales del movimiento hippie. Luego hubo una segunda edición llevada a cabo en 1994 para celebrar el aniversario 25 de la original, que tuvo muchos problemas relacionados con la seguridad, con el acceso (fueron 350 mil personas, bastante más de lo previsto, y muchísimas entraron sin pagar), con los efectos de una persistente lluvia que produjo un barrial casi imposible de transitar y con la necesidad de conseguir comida y bebida, que se transformó en una especie de utopía. Es decir, había un antecedente claro al desastre del ‘99 narrado en Fiasco total: Woodstock 1999 que podría haber servido de referencia para corregir errores.
Sin embargo, lo que ya había salido mal en el ‘94 finalmente salió mucho peor en el ‘99: Lang se asoció con un experimentado productor de conciertos, John Scher, para organizar la tercera edición y decidieron montarlo en una sede exótica para un evento rockero: una base aérea abandonada en Rome, en el condado de Oneida, estado de Nueva York. La idea era vender 300 mil entradas y para eso se armó un line up poderoso, con artistas que eran muy populares por entonces -Rage Against The Machine, Limp Bizkit, The Offspring- y una estrella veterana y al borde de la mitología -James Brown- para la apertura.
Observando los hechos a la distancia, se puede entender con claridad que los desmanes no fueron por casualidad. La ambición por achicar gastos y generar mayores beneficios fue la chispa que encendió la mecha: la comida y las bebidas empezaron a escasear luego de la primera de las tres jornadas del festival y su precio se triplicó de golpe, el agua potable dejó de ser potable por contaminación residual, no había baños suficientes y la seguridad era inapropiada tanto por su volumen como por su formación. El exceso con el alcohol y las drogas, en ese marco caótico, potenció la anarquía. Queda claro con lo que cuentan en el documental muchos involucrados en la organización del festival, algunos asistentes asaltados por los recuerdos de la debacle, periodistas acreditados que se sintieron corresponsales de guerra e incluso algunos de los artistas que fueron parte de la grilla.
Las imágenes de archivo que aparecen en las tres partes del documental (cada una de 45 minutos aproximadamente) también permiten sacar otras conclusiones. La primera es que la carga de testosterona jugó un papel decisivo: prácticamente todos los incidentes fueron provocados por varones blancos y, más de una vez, increíblemente alentados desde el escenario (también por varones blancos). Por otro lado, el consumo de drogas de los asistentes a este Woodstock desvirtuado estuvo mucho menos relacionado con la experimentación y los estímulos a la sensibilidad que con el mero reviente, y si nos quisiéramos poner un poco más esotéricos, podríamos asociar en un tris la energía beligerante que había en el ambiente con el pasado del espacio elegido, un terreno ocupado por militares durante años. Finalmente, no hubo mucho público afroamericano en el festival; la violencia que se fue desatando gradualmente hasta explotar a niveles sorprendentes sobre el final de la última jornada fue una expresión acabada de la ira de jóvenes de la América blanca más reaccionaria.
En las imágenes de esta miniserie, por demás elocuentes, se percibe que estaban dadas las condiciones para que explotara el polvorín de esa violencia contenida que perturbaba a un sector de la juventud norteamericana muy contrariado, como buena parte de la sociedad donde se habían formado esos chicos, por el escándalo de Bill Clinton con Monica Lewinsky. Para la moral de esa sociedad, que intenta esconder una profunda hipocresía, el affaire de Clinton era intolerable, una estafa como la que los empresarios que revivieron Woodstock estaban perpetrando con ellos como víctimas. Esa violencia encontró un aliciente en la insólita desidia de los organizadores, pero estaba ahí, dormida, esperando un incentivo cualquiera para ser canalizada. La prueba más concluyente fueron los abusos a mujeres: ¿Qué relación concreta se puede establecer entre el descontento por las malas condiciones generales en las que se desarrolló el festival y los ataques sexuales que denunciaron muchas asistentes?
Pero parte de las páginas más negras del festival las escribieron los propios artistas. En primer lugar, hubo una diferencia notable entre la actitud de las mujeres (Sheryl Crow, Jewel) -que fueron minoría y también muy cautas: se fueron del escenario visiblemente espantadas por lo que estaba ocurriendo- y la reacción de los hombres. Fueron particularmente irritantes los papeles de Fred Durst, incitando al público a perder los estribos con la cortina musical insidiosa del nu metal de Limp Bizkit como combustible, y de los Red Hot Chili Peppers, a cargo del cierre de este Woodstock completamente desmadrado. En el momento de ese concierto de clausura -aunque había rumores de un bonus track, una “sorpresa” que nunca llegó (se hablaba de los Stones, de Bob Dylan, de Michael Jackson)- se había podido ver la suficiente cantidad de destrozos como para entender que lo mejor era manejarse con la cabeza fría. Cuando los Peppers llegaron al camarín para cumplir con las reglas del inamovible protocolo de los bises, la gente de la organización le pidió a Anthony Kiedis, el cantante de la banda californiana, que exhortara a tranquilizarse a ese público enloquecido. No estaba obligado a hacerlo, está claro que ese no era estrictamente su rol, pero Kiedis era una mejor opción que la otra figura del grupo, Flea, que tocó todo el show completamente desnudo. Al margen de que su frontman se negó a decir algo que bajara los decibeles, Red Hot Chili Peppers resolvió cerrar su actuación, en medio de un brote de incendios en todo el predio producidos por los más exaltados, con un cover de Jimi Hendrix: “Fire”. Basta con leer la letra del tema para entender que no fue una buena idea. Efectivamente, mucha gente vio una luz verde que los liberaba para quemar carpas, camiones, torres de luz y sonido, parte del escenario y la mitad del recinto.
En la conferencia de prensa posterior al impactante pandemónium, tanto Lang como Scher se desligaron de cualquier tipo de responsabilidad con excusas infantiles, y también muy descaradas. Y muchos años después, con más perspectiva y tranquilidad -una de las fortalezas de este documental, filmado el año pasado, es que ambos aparecen dando testimonio-, mantienen una postura teñida de cinismo. En más de una ocasión, cuando la película repasa algunas de las decisiones que tomaron, queda en evidencia que hubo una especie de inclinación perversa por pegarse tiros en los pies: la distribución de una generosa cantidad de velas entregadas por una ONG dedicada a promover la paz cuando el festival estaba a punto de concluir en medio de un incontrolable terremoto parece ahora una broma de mal gusto. Repartir más fuego en pleno incendio... Lang murió en enero de este año, pero mientras estuvo vivo no solo siguió estrechamente relacionado con la industria musical, sino que, lejos de amilanarse por los desaguisados del ‘99, intentó sin éxito revivir Woodstock en 2019, para celebrar los 50 años del festival original.
En uno de los ensayos que compila el libro La música. Una historia subversiva, el crítico, historiador y productor musical californiano Ted Gioia aventura que “existe un vínculo recurrente entre actuación musical y violencia, que data de los orígenes de los instrumentos, cuando eran herramientas para matar o trozos de los cuerpos desmembrados de las presas: el arco del cazador, el cuerno del animal, el tambor hecho con piel, la flauta hecha a partir de un hueso, las cuerdas hechas de tripa…”. Hay numerosos rituales tradicionales que combinan la música y la violencia, explica también Gioia. Y en esta época, remarca, cierta brutalidad de antaño se mantiene viva, latente, peligrosa. De hecho, el peligro (y por añadidura el rock orgullosamente “peligroso”) se ha convertido en todo un símbolo para muchos jóvenes. Algunas de esas fuerzas oscuras parecen haberse desatado en aquellos tres días inolvidables donde se completó una obra macabra: si el asesinato del joven afroamericano Meredith Hunter en el infausto concierto de los Stones en Altamont, en 1969, fulminó el sueño hippie, el Woodstock de 1999 carbonizó su memoria.
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