Netflix: Fariña refleja el mundo criminal de Scorsese en un rincón de Galicia
Fariña (España/2018).Guion: Ramón Campos, Gema R. Neira, Cristóbal Garrido y Diego Sotelo, sobre el libro de Nacho Carretero. Fotografía: Jacobo Martínez y Ricardo de Gracia. Dirección artística: Antonio Pereira. Música: Federico Jusid. Edición: Julia Juanatey y Andrés González. Elenco: Javier Rey, Tristán Ulloa, Antonio Durán "Morris", Carlos Blanco, Manuel Lourenzo, Xosé Antonio Touriñan, Isabel Naveira. Disponible en: Netflix . Nuestra opinión: Muy buena
En la España que completa durante los años 80 su viraje del autoritarismo a la democracia ocurren al mismo tiempo otras transiciones. Una de ellas tuvo que ver con el crimen organizado y ninguno de sus protagonistas pudo evitar los efectos del cambio que impuso de un día para el otro un arrebatado y codicioso contrabandista gallego. Sito Miñanco decidió dejar de ser un simple transportista fluvial del tabaco manejado por una red organizada de contrabandistas para convertirse a comienzos de aquélla década en el primer navegante de la ruta del narcotráfico que él mismo abrió entre Colombia y España (y de allí a toda Europa) a través de las Rias Baixas. Al influjo de esa impetuosa decisión (el propio Miñanco cambió a su familia gallega por una voluptuosa mujer caribeña), todo ese micromundo del crimen organizado se vio forzado a modificar sus hábitos, sus conductas, sus relaciones. Y exponerse a consecuencias cada vez más cruentas.
Fariña (expresión coloquial que en Galicia alude a la cocaína) no es una más de las ficciones televisivas recientes que tratan de aprovechar la curiosidad del público por las historias criminales conectadas con el narcotráfico. El título internacional elegido por Netflix (Cocaine Coast) para difundir fuera de España esta producción de Antena Tres que tuvo el primer impacto en su país de origen a través del cable puede resultar un equívoco. No estamos ante una especie de desprendimiento de Narcos. Tampoco frente a una suerte de equivalente hispano de Gomorra, aunque entre ambas haya más de un punto en común.
En Fariña, el temor a caer en los convencionalismos de las ficciones sobre narcos se diluye por suerte muy rápido. Aquí hay una confianza absoluta, plena en el poder narrativo del thriller. Ese es el pulso que irá definiendo las acciones de los protagonistas. Con menos concesiones al costumbrismo de lo que ocurre, por ejemplo, en la comparación con Gomorra. Hay aquí muestras de sobra de cómo funcionaba en los años 80 la cerrada comunidad regida por los códigos familiares y criminales de los Charlitos, la red del crimen organizado de Galicia. A partir de la ruptura impuesta por Miñanco vemos cómo esa red de lealtades empieza a resquebrajarse, pero lo hacemos desde las secas y ásperas leyes del thriller, con pocas explicaciones y conductas que se explican casi siempre desde el movimiento.
Una de las constantes del relato es ver cómo los personajes centrales aparecen descolocados todo el tiempo frente a situaciones nuevas que los superan o los obligan sobre la marcha a cambiar de hábitos. Ninguno de esos personajes puede quedarse quieto. Ni el impetuoso Miñanco (un Javier Rey siempre al límite del desborde), ni su atribulado perseguidor, el policía Darío Castro (Tristán Ulloa, a veces poco expresivo), ni los improbables zares del contrabando local (brilla entre ellos el Terito de Manuel Lourenzo) pueden quedarse quietos. Mostrar cómo la ambición los desborda y los descontrola es otro de los méritos de una historia que no deja respiro.
Con su trama vertiginosa, oscilante, de cambios constantes, el mérito más grande de Fariña consiste en hacer comprensible todo ese movimiento continuo y a la vez tan intrincado. Y, de paso, levantar a través de él una construcción narrativa distinta. Como si los personajes arquetípicos de las historias criminales de Martin Scorsese se hubiesen reencarnado en algún rincón bucólico de Galicia.
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