Fantasmas, creencias y lazos familiares: quién es Mike Flanagan, el maestro del terror que sorprende en Netflix
El guionista y director de miniseries como La maldición de Bly Manor y La maldición de Hill House vuelve al ruedo con Misa de medianoche, recientemente estrenada en la plataforma de streaming
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Familias quebradas, traumas infantiles, caserones aislados, crisis de fe, comunidades cerradas. Los tópicos del cine de Mike Flanagan asoman alineados en Misa de medianoche, la miniserie estreno de Netflix que lleva su sello. No solo recoge el título del best seller de la escritora sordomuda de Hush: Silencio (2016) –su sexto largometraje-, interpretada por Kate Siegel, sino que también ensaya un guiño al libro que asoma en la mesa de luz de Carla Gugino mientras su marido la esposa a la cama en El juego de Gerald (2017).
Citas y referencias rodean la obra de Flanagan de principio a fin, desde su aparición en el terror experimental con sus obras estudiantiles hasta su salto profesional con la exitosa Oculus: El espejo del mal en 2013. Su obra no abandona el decálogo del género sino que se viste con sus cánones para esconder en el corazón de sus historias los verdaderos dilemas que le interesan: la materia humana de los fantasmas, la complejidad de los lazos familiares y, como ahora en Misa de medianoche, el espeso trasfondo de la creencia.
El cine de Flanagan amalgama, no sin dificultades, la voluntad de un ejercicio distintivo de género con la trascendencia a la que aspira el terror en su exégesis de los entornos familiares y comunitarios. Su relectura de la obra de sus escritores admirados, desde el omnipresente Stephen King –quien ha otorgado su bendición a las adaptaciones de El juego de Gerald y Doctor sueño (2019)- y su mentora Shirley Jackson hasta el universo fantasmal de Henry James, ofrece una textura interesante, algo espesa en la confección de sus diálogos más literarios y en la sistemática estilización de los espacios, pero efectiva en la instalación de una inquietud que prescinde de los sustos cronometrados, del horror más epidérmico. Ya en La maldición de Bly Manor (2020) cristalizaba su apropiación del espíritu del melodrama gótico, aún con sus altibajos: sus mundos siempre se enrarecen progresivamente, revelan su ambiguo rostro en detalles cotidianos, en expresiones austeras de grietas profundas, en traumas sumergidos que no tardan en salir a la luz.
Misa de medianoche está ambientada en una pequeña comunidad pesquera asentada en la Isla de Crockett. Ese pueblo insular se arremolina alrededor de la iglesia de San Patricio, cuyo monseñor anciano está enfermo en tierra continental. Para su reemplazo llega el padre Paul Hill (Hamish Linklater), un cura joven dispuesto a reavivar la fe dormida de los comulgantes luego de algunas recientes desgracias. Un severo derrame petrolero ha contaminado las costas y afectado la pesca, uno de los hijos pródigos de la comunidad pasó años en la cárcel y ahora regresa convertido en ateo, una niña ha quedado paralítica por el disparo de un lugareño, los gatos maúllan su deseo y furia en las tierras pantanosas de un cementerio. Flanagan dibuja esa comarca con la mano paciente de un orfebre, eligiendo sus culpas y castigos, sus luchas intestinas, su fe menguante como certeras anunciaciones de un Mal que llega disfrazado de su mejor cordero.
Basada en una historia alojada en su mente desde hace muchos años, que asomó en destellos en varias de sus primeras películas, Misa de medianoche le permite al director explorar la tensión entre la creencia y el escepticismo que no había aparecido con tanta fuerza en su obra. En Oculus y Somnia: Antes de despertar (2016) el horror está en la infancia y en el seno de la familia, desplegado en los fantasmas que emergen de los espejos o los monstruos que nacen de los sueños. En El juego de Gerald el trauma encuentra un nuevo eco de abuso en el presente, y la repetición que seduce tanto a Flanagan asume el peso perfecto que ejerce la culpa. Pero aquellos eran mundos laicos, desprovistos de mandatos religiosos y concentrados en entornos familiares corroídos por la violencia, la muerte o el maltrato. A partir de las dos miniseries sobre casas embrujadas y maldiciones producidas para Netflix, Flanagan acusa un componente represivo y religioso que encuentra en Misa de medianoche su mejor coda.
La maldición de Hill House (2018) no solo evocaba la textura de la obra de Shirley Jackson sino su esencia más corrosiva, aquella que encuentra el sinsentido en ese límite engañoso entre lo real y lo imaginado. ¿Existen los fantasmas en la casa de los Crain o son apenas visiones que esconden lo indecible de esa disfunción familiar? Pero junto a esa duda capital también se alberga la mirada de los otros, y en el caso del origen del crimen esa mirada se reduce a un único Otro que solo puede ser Dios. Algo de ello se intuye en la ceremonia en la casa funeraria de Shirley (Elizabeth Reaser), o en el persistente castigo a su sexualidad por parte de Theodora (Siegel). Flanagan acusa esa subterránea represión que cobra cuerpo en mandatos sobre la maternidad de Olivia (Gugino) o en diagnósticos sobre la locura de Luke (Oliver Jackson-Cohen), que no solo dependen de la dinámica familiar sino del orden social en el que se insertan.
Esas pinceladas sobre la represión del orden y la liberación que ofrece su subversión están en el relato original de Henry James que da pie a La maldición de Bly Manor: Otra vuelta de tuerca. Allí, James jugaba con el punto de vista para poner en las apariciones fantasmales los sueños sexuales de una institutriz decimonónica. Flanagan traslada la acción a la Inglaterra de los 80 y convierte la represión sexual en un juego de encastres que se remonta a toda la obra de James –por ello las citas a varios de sus cuentos de fantasmas- y que cobra cuerpo en ese círculo de repeticiones originado por la culpa y la traición. La culpa cuyo arraigo era familiar y edípico en las primeras películas de Flanagan y que ahora se ha vuelto mítica y religiosa. Misa de medianoche afirma entonces la disputa entre el cura y el díscolo –el ex monaguillo Riley Flynn (Zach Gilford)- en el seno mismo de la creencia, ya no como arma de la represión sino como engranaje del milagro.
Quizás la pandemia haya puesto en evidencia el contorno frágil del sentido del mundo y la sensación cada vez más omnipresente en la ficción de que la salvación está puesta en duda, pero Flanagan se ha decidido a exponer el tema como algo más que una tradicional lucha entre el bien y el mal, como una explotación consciente y constante de esa duda. La sutileza nunca ha sido su fuerte ni su pretendida búsqueda: sus fantasmas y monstruos son obscenos, tienen la misma cara del trauma que los origina, el color del objeto que los dispara. Pero como director sí es certero en el manejo de los tiempos cinematográficos, en la lenta instalación de atmósferas opresivas, en el uso de los fondos con siluetas amenazantes, en la disposición equilibrada de los sustos intempestivos. Flanagan ha sabido usar a su favor la morosidad del relato seriado en La maldición de Hill House y aquí vuelve a hallar ese tono que parecía haber perdido en Bly Manor. También ha sabido conjugar la herencia de Stephen King, que encarnó de manera literal en El juego de Gerald y Doctor sueño, ahora de manera indirecta, como una sombra que apadrina su propia creación.
Misa de medianoche hilvana todas esas constantes: el coqueteo con el melodrama familiar, los trágicos inocentes –interpretados en las dos series anteriores por Victoria Pedretti y que aquí quedan en manos de la joven Leeza (Annarah Cymone) y el hijo por venir de la embarazada Erin, interpretada otra vez por la recurrente Kate Siegel, esposa del director-, los personajes detestables -con el rostro rugoso de la devota Bev Keane, interpretada por Samantha Sloyan-, ese mundo social de materia viva –la comunidad de la isla Crockett-, y sobre todo la emergencia del trauma en su forma más brutal: primero fueron las criaturas del espejo en Oculus, el monstruo de los sueños en Somnia, el asesino enmascarado en Hush y ahora el más bíblico representante del Mal. Mike Flanagan consigue hacer suyo ese terreno que resulta siempre tan seductor, aquel que revela las angustias más pedestres y los interrogantes más elevados en una ceremonia disfrutable de nuestros propios miedos.
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