Fama, fortuna y Netflix: de Inventando a Anna a El estafador de Tinder, la fascinación por los impostores seduce a las plataformas de streaming
En formato documental y en la ficción, se multiplican las series centradas en anónimos y famosos capaces de convencer a sus víctimas de entregarles su vida, e incluso, en el caso de Elizabeth Holmes, de consagrarla como “la salvación de Silicon Valley”; todos los relatos comienzan y terminan con una misma pregunta: ¿por qué?
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En el final del primer episodio de Inventando a Anna, la serie de Shonda Rhimes que recrea las estafas de la falsa heredera Anna Sorokin y su alias Anna Delvey, la periodista Vivian Kent intenta evitar que la mujer, ahora confinada tras las rejas de la prisión de Rikers, acepte el acuerdo de la fiscalía que le garantiza solo cuatro años de prisión y la posterior deportación a Alemania por los múltiples delitos de los que se la acusa. Su abogado le había asegurado que enfrentaba una posible condena de quince años, ¿por qué no aceptar un trato que, a todas luces, resulta beneficioso? Vivian Kent –alter ego a su vez de Jessica Presler, la periodista que sacó a la luz el caso en la revista New York y que visitó a Anna en la cárcel con el objetivo de entrevistarla– le pregunta: “¿Por qué aceptar un trato que te convierte en lo que ellos quieren: una estafadora, una tonta arribista, un chiste del que reírse? Así, ellos deciden quién sos. Si aceptás el trato, se acabó”. Kent no pretende ser su amiga, ni sentir pena por su destino, sino que quiere un golpe de prestigio para su propia carrera. Pero, ¿qué quiere Anna? ¿por qué aceptaría dar la entrevista? “¿Qué pensás que quiero?”, la desafía, sentadita entre los grises de la prisión. “¿Ser rescatada y declarada inocente?”. “No, querés ser famosa”, responde Kent. “Y si yo cuento tu historia al mundo, vas a ser famosa. Todos van a conocer el nombre Anna Delvey”.
Vivian Kent/Jessica Pressler tenía razón: estamos viendo la vida de Anna convertida en una exitosa serie de Netflix. De alguna manera, la fama era el último objetivo de Anna, aquel que intentó conseguir con sus estafas e imposturas, y que finalmente obtuvo con su encarcelamiento. ¿Es entonces la fama lo que buscan los diversos impostores que hoy pululan por las narrativas mediáticas? ¿Era fama lo que quería el ‘estafador de Tinder’ o simplemente una vida de lujos financiada por incautas? ¿Qué buscaba Elizabeth Holmes con su start up médica convertida en uno de los grandes engaños de Silicon Valley? ¿Y el falso agente del MI5 que retrata la docuserie Quién maneja los hilos, monstruoso titiritero que durante diez años convenció a una mujer de entregarle su dinero y su propia libertad? Estos impostores, creadores de falsas personalidades, que inventan acentos, venden sociabilidad y prestigio en las redes sociales, imparten el miedo y la conquista por igual, ¿qué es lo que quieren?
Esa parece ser la pregunta que se hacen todas las narrativas que emergieron en los últimos tiempos, tanto en el terreno del documental true crime como en el de la ficción. Los impostores parecen despertar una intriga que se consagra en las peculiaridades de sus modus operandi –la mentira, la coacción, las estafas Ponzi, todos los etcéteras imaginables- pero que se resume en un único interrogante: ¿por qué? ¿Por qué hacen lo que hacen? Por ello las diversas historias, ya sea la ficción de Shonda Rhimes para Netflix sobre la vida de Anna Delvey, o el documental de HBO Desangrando a Sillicon Valley (2019), se deciden a explorar ese puntapié inicial, esa punta del ovillo que desplegó el ardid, ese chispazo inaugural que emprendió un andamiaje de engaños, mentiras y sustituciones instrumentadas para conseguir algo, algo valioso que de otra manera era inalcanzable. El recorrido de cada una de estas historias parece respondernos ese porqué.
Anna en el país de las maravillas
En el caso de Anna es interesante el punto de vista elegido por Rhimes para la construcción de su ficción, que de alguna manera se justifica en la misma producción de la miniserie. Es la propia Jessica Pressler, productora ejecutiva de Inventando a Anna, la que impulsa a su alter ego como agente de exploración del personaje: el relato está conducido por su mirada, asombrada por los logros de Anna e intrigada por el mecanismo de su engaño. En las primeras entrevistas, Anna (interpretada por Julia Garner), resulta un pálido reflejo de su esplendor a los ojos de la periodista ávida de los chismes sobre su ascenso. Sin embargo, Anna se acomoda sus anteojos de marco grueso, realiza comentarios sobre la austera vestimenta de su visitante, e insiste en tener una reunión privada si es que quiere alguna jugosa declaración, no importa cuánto tiempo lleve conseguir la autorización. Para Anna, ser VIP siempre es mejor.
De allí se desprende la perspectiva que asume el relato respecto al personaje: intentar comprender cómo logró enredar a diseñadores, herederas y financistas en esa trama infantil que resultó ser una burda estafa. Y el motor de ese entramado no demasiado sofisticado, apoyado en su carisma y seducción al igual que en su misterios, consiste en acceder a aquello que flota a su alrededor, una riqueza que garantiza distinción, una pertenencia que asegura reconocimiento. Cuando su novio descubre el verdadero apellido que figura en el pasaporte y ese origen ruso sin alcurnia ni fideicomiso, Anna lo mira a los ojos y le dice: “Estoy construyendo algo. Un hogar, en Nueva York, para artistas y mecenas. Será la cumbre del mundo artístico global y yo voy a estar parada en la cima”. Esa metáfora de pertenencia y consagración, vaga e infantil, no deja de ser la base de su discurso para seducir inversores y conseguir descubiertos bancarios, que en el fondo está alimentado por un sueño imposible en el que ella cree y apuesta a poder concretar.
El atractivo del personaje para la narrativa audiovisual se nutre de algo que en otras ficciones resulta una desventaja. Conocer el final. En una biopic convencional, conocer la historia es cargar con los spoilers. Pero acá la información es un alimento perfecto para la intriga, porque saber lo que hizo Anna estimula el interés por ver desplegado su recorrido. El mismo interés que lleva a Vivian Kent a presentir que allí hay una buena historia: una joven de menos de 25 años que llegó a Nueva York sin un peso y logró engrupir a millonarios con un sueño de patronazgo artístico salido de un relato de Las mil y una noches. Lo que atrae es tanto la compleja motivación de la mentira como la favorable respuesta de los crédulos que deciden validarla. Y ahí Anna recoge también la algarabía de quienes ven en su ascenso y caída tanto la desintegración de ese sueño de riqueza meteórica que instaló el mundo de las finanzas como la fragilidad de las identidades que existen y se propagan en el mundo virtual.
Durmiendo con el enemigo
“Mis enemigos quieren destruirme” parece ser el mantra que repite una y otra vez Simon Leviev ante cada atisbo de duda sobre la solidez de su versión. En El estafador de Tinder (también disponible en Netflix), la irrefrenable atracción de los espectadores por las máscaras del personaje parece estar motivada menos por la complejidad de sus intenciones –es evidente que el motivo principal es el dinero, y todo lo que puede comprar con él- que por la evidente ceguera de sus víctimas. Cuando era Shimon Hayut, salió de su Israel natal dejando un tendal de pequeñas estafas y a partir de allí construyó en Instagram y Tinder un perfil de hombre de negocios exitoso y millonario. Yates, hoteles de lujo, cenas opíparas quedan registrados en las fotos que funcionan como anzuelo para sus enamoradas, cuyas cuentas bancarias serán a futuro el alimento de esa fantasía de riqueza convertida en realidad.
Ante esa evidencia, la pregunta que conduce a la docuserie basada en la investigación periodística del diario noruego VG que sacó el caso a la luz pública, es otra: ¿por qué las mujeres le ofrecen su dinero? No solo el que tienen sino aquel que consiguen con préstamos y deudas exorbitantes que luego no pueden afrontar. El tono del relato se impregna de ese suspicaz interrogante y aguza la mirada en las entrevistas a las víctimas, Cecilie Fjellhøy, Pernilla Sjoholm y Ayleen Charlotte. De alguna manera, la misma Cecilia concita la respuesta sin saberlo: la fantasía de un romance salido del imaginario de Disney, condimentado con la apostura de un príncipe azul pero sobre todo con la obscenidad de su patrimonio, termina siendo la garantía para creer en esa mentira fabricada.
Así como Anna inventa su linaje con un falso fideicomiso, Simon construye una personalidad perfecta con las mismas herramientas que conocen sus víctimas: Tinder, Instagram, Google. Ese entramado útil y tramposo es la clave para ensamblar el engaño y también el artilugio para exponerlo. De hecho todo el recorrido de la docuserie se afirma sobre la materia de esas representaciones: fotos, chats, audios de WhatsApp, publicaciones que se hacen virales. Si el Tom Ripley de Patricia Highsmith debía cometer un asesinato y falsificar un pasaporte para acceder a una nueva identidad, puerta a ese mundo que antes le era negado con desprecio, Simon Leviev solo necesita Photoshop y cheques digitales para crear un perfil que el mismo sistema le habilita. “Uno puede encontrar de todo en Tinder”, afirma Cecilia. “Pero todos buscamos ese diamante en bruto”. Una puesta en escena perfecta para quien está dispuesto a creer en su propio hallazgo.
La princesa de Theranos y el monstruo del MI5
El caso de Elizabeth Holmes es más complejo que los anteriores porque se arraiga en un fenómeno como fueron las start ups de Silicon Valley y la ilusión extendida de que toda idea novedosa podía esconder al nuevo genio de las finanzas del siglo XXI. La “Steve Jobs de la biotecnología” la llamaron publicaciones prestigiosas, y no solo fue tapa de la revista Forbes sino que un equipo importante de científicos siguieron su sueño hasta estrellarse en el escándalo y los tribunales. Holmes prometía una tecnología innovadora para realizar análisis clínicos en breves minutos con una aparatología sencilla que podía instalarse en farmacias. Lo que resultó fue una estafa de más de 900 millones de dólares que convirtió a la entrepreneur en la demostración fehaciente de que el carisma y el encanto no siempre pagan dividendos.
Varios documentales se filmaron sobre su figura, de entre los que se destaca Desangrando a Silicon Valley de Alex Gibney como el mejor intento para desentrañar el enigma detrás de su vertiginoso éxito. Ahora llegan dos ficciones: una de ellas es la miniserie The Dropout de Hulu, protagonizada por Amanda Seyfried (disponible en Star+ a partir del 3 de marzo); y la otra es Bad Blood, la nueva película de Adam McKay con Jennifer Lawrence como la ejecutiva. El interés que despierta Holmes como personaje se vislumbra ya en sus entrevistas y declaraciones públicas –elemento que la diferencia de los casos anteriores, más esquivos para el registro mediático oficial-: una especie de creencia epifánica en las virtudes de su propio proyecto. Y esa fascinación que despierta su imagen anida también en la exigua frontera entre la verdad y la mentira de su personalidad, ya que la voz fingida y los ojos desorbitados dan cuenta de una persistente interpretación que no deja grieta alguna para la emergencia de una verdad oculta, si es que realmente existe.
Como contracara de la gélida gracia de Holmes, creída por ella antes que por su lista de inversores, se encuentra el caso de Robert Hendy-Freegard, un estafador británico que se hizo pasar por agente del servicio secreto para convencer a varias mujeres de seguirlo a una vida clandestina y en permanente fuga. Lógicamente el discurso del espía funcionó con astucia en el contexto de los ataques del IRA en plena década de los 90, tiempo en el que “Rob” consiguió que un grupo de estudiantes de Agricultura dejaran la universidad, le entregaran sus ahorros y abandonaran a sus familias para ocultarse en “refugios” a lo largo del Reino Unido. La historia asoma en la miniserie Quién maneja los hilos: Tras la pista de los mayores impostores, estrenada en Netflix hace algunas semanas en el marco de esta fascinación por los impostores, y ofrece un retrato más oscuro del personaje del encantador de serpientes, alejado del glamour y los lujos y concentrado en una coacción que dejó varias vidas en suspenso.
Si Simon Leviev conseguía sostener su impostura con las herramientas del mundo virtual, Hendy lo hace con el imaginario del espionaje y el miedo instalado durante los años del terrorismo: sus víctimas creen tanto en el aura de poder que ofrece ese falso agente como en sus pretendidas certezas en un mundo que solo ofrece incertidumbres. La operatoria de Hendy no es mucho más sofisticada que la de Leviev: también habla de enemigos, tiene salidas misteriosas y repentinas, hace gala de un secretismo que alimenta el imaginario de su creada importancia. Todos parasitan representaciones populares y no demasiado elaboradas para afirmar su persuasión sin argumentación alguna y bajo el encanto de la creencia y devoción.
Los impostores que pueblan las narrativas contemporáneas, ya sea como herederos rutilantes o inventores avezados, seductores y manipuladores, creyendo sus propias mentiras y alimentando sueños de triunfo y consagración, intrigan por sus mecanismos de seducción, por el uso del reino de la virtualidad a su disposición, por el aprovechamiento de las modas y la coyuntura, los miedos sociales y el anhelo perenne de obtener el amor o el éxito. Pero también todos y cada uno de estos personajes despiertan en los relatos la curiosidad sobre el efecto de su encantamiento, la raíz de la eficacia de sus fabulaciones. En definitiva, el interrogante no sería qué es lo que ellos buscan, sino qué persiguen los que creen en ellos.
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