Ni el grupo de ladrones con nombres de capitales hubiesen podido imaginarse un botín de este tamaño: un lugar de preeminencia entre las potencias televisivas globales para España. La casa de papel , el thriller creado por Álex Pina para Antena 3, sobre un plan magistral para tomar por asalto la Casa de la Moneda de España (literalmente, imprimir el dinero necesario y llevárselo, sin con ello robar un euro a nadie) había transcurrido sin pena ni gloria por las pantallas de su país y, como muchas otras ficciones europeas, había sido vendida a Netflix para una segunda ventana de exhibición.
Una vez a disposición de los 140 millones de suscriptores de la plataforma en 190 países se convirtió en la ficción más vista en idioma no inglés (aunque buena parte de sus fanáticos hispanoparlantes también deban verlas con subtítulos para neutralizar la cerrada dicción de su elenco). Netflix no dudó en firmar un contrato de exclusividad con Pina para desarrollar nuevas series y garantizarse una tercera temporada de La casa de papel –o simplemente Money Heist, su título internacional–, actualmente en rodaje en su país e instalar sus cuarteles generales europeos en Madrid.
Pero el gran año de las ficciones españolas no se reduce a la atrabiliaria banda del Profesor ni al enorme peso que tiene el respaldo de la plataforma de streaming a la hora de definir las fortunas de las industrias audiovisuales nacionales: hace algunos años que ha reemplazado a la Argentina (que fuera alguna vez la cuarta potencia mundial, detrás de Estados Unidos, Inglaterra y Holanda, en comercialización de contenidos a nivel global) como el gran creador de historias en castellano, que sin embargo no requieren de la comprensión del idioma para atrapar a una audiencia.
¿Qué hace de España el gran triunfador televisivo de 2018? Bien podría argumentarse que Turquía, la nueva monarca de la telenovela global, es un ejemplo igualmente exitoso, con logrados valores de producción, grandes actores, fuertes marcas culturales en sus historias y un récord de éxitos nada desdeñable, incluso en países muy fuera de su órbita de influencia, como la Argentina. O que México, gracias a dos de los grandes éxitos en castellano de Netflix en 2018 como Luis Miguel, la serie, y La casa de las flores, ha logrado reinventar su particular estilo de culebrón latinoamericano para las nuevas generaciones, que no sólo buscan personajes "más grandes que la vida" y pasiones volcánicas, sino también diversidad, ironía autorreferencial y personajes memorables, sean estos reales o no.
En ambos casos, sus industrias televisivas sobresalen en una especialidad particular, un lenguaje y un tipo de conflicto e historias que la hacen inmediatamente reconocible tanto para sus audiencias como para quienes adquieren sus productos con la tranquilidad de una receta de probado atractivo. En el caso de la TV española no hay una receta, ni un registro, ni un grupo de creadores, ni siquiera un estilo predominante: la ambición de señales y productoras por igual es vencer a industrias como la hollywoodense y la británica en su propio juego omnívoro. Hacer historias de género con acción trepidante y guiños cinematográficos (la especialidad de Vancouver, la productora de Pina, también responsable del drama carcelario Vis a vis), superproducciones de época que recuperen esplendores imperiales y la turbulenta historia en común con los espectadores en sus excolonias (Isabel; Carlos, rey emperador; La catedral del mar, Águila roja, El ministerio del tiempo), comedias y dramas que toman divisiones políticas internas y la inmigración como perfecto telón de fondo para expresar los conflictos de sus protagonistas (Mar de plástico, Allí abajo, Fariña, Perdiendo el norte) y, por supuesto, melodramas para no descuidar el aspecto romántico del asunto (Velvet, Gran Hotel, Las chicas del cable). Puede argumentarse que en la mayoría de ellas es difícil reconocer el punto de vista de un autor o recursos estéticos y dramáticos usados de forma original. Pero no puede negarse que en todos los casos, las series españolas saben cómo tomar los casos de éxito de otras industrias y aplicarlas a sus historias, adaptando y traduciendo sin perder su individualidad. Acaso sus ansias de globalización, nuevamente, sean su verdadero idioma.
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