El sabor del silencio: Gonzalo Heredia y Luciano Castro, frente a frente, en un thriller culinario con gusto a poco
Hay exquisiteces gastronómicas y contubernio político sazonadas por la alta cocina en esta producción original de Flow que, a pesar de sus buenas intenciones, no logra ser del todo verosímil
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El sabor del silencio (Argentina/2024). Dirección: Pedro Levati. Guion: Mariano Hueter, Rodo Servino, Pedro Levati. Fotografía: Joaquín Neira. Música: Alan Senderowitsch. Elenco: Gonzalo Heredia, Luciano Castro, Violeta Urtizberea, Agustín Sullivan, Valentina Bassi, Juan Leyrado, Sebastián Presta, Cande Molfese, César Bordón, Emiliano Kaczka, Adriana Aisemberg. Cantidad de episodios: 8. Plataforma: Flow. Nuestra opinión: regular.
En El sabor del silencio confluyen exquisiteces gastronómicas y contubernio político, todo sazonado por el mundo de la alta cocina, la muerte y el suspenso. Quizás por eso, por lo puntilloso de la idea, es que el espectador podría suponer que va a degustar una delicia de autor, original, o al menos sorprendente en su realización. Y, sin embargo, ocho capítulos después de esa expresión de deseo, se termina apenas satisfecho, con ganas de pedir la cuenta y comer el postre en otro lado.
Vicente Olivar (Gonzalo Heredia) es un chef que, luego de triunfar en Europa, abrió un reservado restaurante boutique en las afueras de la ciudad. Apartado de la vista de curiosos, el lugar promete reserva su exclusivísima clientela, por lo que resulta el lugar ideal para una reunión política comandada por el candidato a presidente Hernán Pívori (César Bordón), su principal asesor (Luciano Castro), un secretario (Sebastián Presta) y un empresario aportante de la campaña (Emiliano Kaczka). El lugar es tan exclusivo que la mano derecha de Olivar y quien atiende la única mesa del lugar, es su esposa Juana (Violeta Urtizberea). Pero Pívori acosa a Juana, y su marido, apenas ve la oportunidad, no tiene mejor idea que envenenarlo, descuartizarlo y deshacerse del cuerpo con ayuda de su asistente adicto (Agustín Sullivan).
La desaparición de una figura tan relevante de la política nacional pone en alerta al bando de los buenos, al de los malos, al de los más o menos, hasta llegar a un punto en el que no se sabe quién es quién, seguido por un segundo punto en el que mucho no importa.
Y este es el problema más visible de El sabor del silencio, un producto que a pesar de sus buenas intenciones nunca logra salir de la media del género, y por momentos se derrumba en un inverosímil inconcebible.
Lo peor de una idea que apuesta por la intriga es la ausencia de ella. La trama de la serie carece de esas inflexiones que presagian lo inesperado, que llevan al espectador a dudar sobre el presente inmediato de los personajes conforme a lo fortuito de sus decisiones. Aquí el asesino tiene cara de asesino, el corrupto tiene cara de corrupto, y el mafioso tiene cara de mafioso. Ah, y el adicto sobreactúa su adicción para que no queden dudas de que es adicto. De esta manera se desaprovecha un elenco impecable, encorsetado por un guion que no les aporta los suficientes matices como para tener autonomía. Quizás quien mejor sale parada sea Valentina Bassi, como la fiscal que investiga el caso, incluso cuando con el correr de los capítulos su personaje se apague hasta perderse en el horizonte.
Es como si la materia prima de la historia hubiera sido más rica en detalles y desarrollo, pero un formato acotado de media hora y alto impacto hubiera barrido con el trazo preciso y profundo. Párrafo aparte para la factura técnica, que se lleva los mayores elogios y se mantiene incólume a lo largo de toda la extensión de la propuesta.
Ante este panorama no se puede hacer mucho más que sentarse a ver cómo se desarrolla la acción de El sabor del silencio, intentando no ser lo suficientemente malpensado como para presuponer lo que va a pasar, porque lo más probable es que se tenga razón. Un menú con ingredientes nobles, atractivo a la vista, bien emplatado, pero con gusto a poco.
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