La ficción escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk encabeza el ranking en más de 90 países y va camino a convertirse en el mayor éxito en la historia de la plataforma; las claves detrás de un éxito con una mirada oscura y divertida sobre las conocidas injusticias de las sociedades modernas
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El juego del calamar, la ficción surcoreana que coronó el top ten de Netflix alrededor del mundo, y parece no querer abandonar ese podio –liderando el ranking en más de 90 países está por convertirse en el mayor éxito de la plataforma-, combina dos elementos interesantes que definen a las series de este tiempo. Por un lado, una narrativa adictiva, concentrada en la suma de diversos ingredientes y la sustitución de las máscaras, que siempre promete una vuelta de tuerca al episodio siguiente. En esa línea, la metáfora del juego infantil es literal: las reglas absurdas son seguidas al pie de la letra porque los niños asumen el juego como el más serio de los mundos. Por otro lado, una lectura del presente social en clave de género –o de géneros, para ser más precisos-, lo que permite pensar la batalla entre los jugadores seducidos por el dinero y el maquiavélico maestro de ceremonias enmascarado como una representación lúdica del orden injusto del mundo.
Ahora bien, El juego del calamar es algo más que eso, de allí su efectividad más allá de los trucos narrativos o la exuberancia visual de los desfiles de ejércitos vestidos de rojo. Entra en perfecta sintonía con una experiencia del mundo que asume su rostro más horrible bajo la mueca cínica. Y por ello comienza así: Gi-hun (Ling Jung-jae) es un desocupado, caído del sistema y cansado de intentar subirse a él, que vive de lo que puede sacar de la jubilación de su madre, los juegos de apuestas y los préstamos del bajo mundo. La promesa de un juego de supervivencia que tiene un premio monetario exorbitante es más que la conquista del dinero material, es la garantía de una solución mágica a todos sus problemas sin cambiar un mundo que parece inamovible. Después de todo, él sería uno de los beneficiarios. Sin embargo, cuando llega al campo de juego, alojado en el interior de una isla perdida en el mar, las cosas no son tan fáciles. La supervivencia es real y la disyuntiva parece ser el dinero o la muerte. Al fin y al cabo, nada es tan distinto del infierno de la vida real.
Las metáforas de esta ficción escrita y dirigida por Hwang Dong-hyuk no son demasiado sutiles. El dinero no es una idea sino una bola gigante de cristal donde se acumulan billetes. Y la apropiación de los géneros sigue la misma línea: los gags son repetitivos, el gore algo pegajoso, los cruces entre la sátira y el horror previsibles, las situaciones sentimentales se sostienen por la buena tarea de los actores. Pese a ello, la serie logra desmontar muchas de sus propias asunciones a medida que avanzan los episodios, y sus personajes –el propio Gi-hun y los otros jugadores que cargan con su codicia y desesperación- expanden algunos de los estereotipos más evidentes. La lógica se valida en esa relación entre deudores desahuciados –que progresivamente ven el enemigo en el competidor- y un sistema de opresión impersonal que esquiva cualquier odio o complacencia por parte del espectador gracias a su misma abstracción.
Las comparaciones se han acumulado a la hora de pensar las raíces de la fascinación que la serie-juego despierta en los espectadores. Así surgieron referencias a Los juegos del hambre y la alineación de un brutal juego de supervivencia del más apto en clave adolescente, con ciertas alegorías sobre castigos y sumisiones. También a la exitosa Battle Royale japonesa, que inserta en el mundo audiovisual la lógica del videojuego y conforma en su sátira desatada una mirada nihilista sobre la creciente competitividad del sistema capitalista. Y la última de las referencias es, por supuesto, la Parasite de Bong Joon-ho, la estrella surcoreana que tomó a los Oscar por asalto: mezcla de géneros, sátira social, violencia y absurdo. Pero El juego del calamar resigna toda complejidad que pueda existir en la lectura del mundo contemporáneo –aspecto que quizás el propio Bong Joon-ho consagró en su obra maestra, Memories of murder- para delinear un diagrama que asume la consigna del juego infantil también como síntesis de su propia ejecución.
“Todos son iguales mientras juegan”, afirma solemne el líder de la isla, una especie de gerente que responde a sus superiores en inglés a través de un teléfono analógico. “Aquí los jugadores pueden jugar limpio bajo las mismas condiciones. Esa gente que sufría de desigualdad y discriminación en el mundo ahora tiene la oportunidad de jugar limpio y ganar”. La falacia de la declaración nunca es puesta en duda por los espectadores, que al mismo tiempo que escuchan al cínico orador pueden ver su distinción sobre la pretendida uniformidad. “Es el único que lleva una máscara diferente”, había dicho unos minutos antes uno de los soldados vestidos de rojo. Pero lo que subyace a la secuencia es el inocultable travestismo de un sistema despiadado que se declara igualitario. Bajo esa premisa, la serie administra sus tonos: después de poner algunas cartas del juego sobre la mesa y haber representado la competencia entre los jugadores como una guerra campal cuando se apagan las luces, idea un nuevo episodio en el que la alianza de a pares tienta las posibilidades de cierta solidaridad. Es allí donde los momentos emotivos se entrelazan con las revelaciones más evidentes –la verdadera talla de Sang-woo, el ex vecino de Gi-hun, acusado de estafas financieras- y la alternancia en el estímulo a los sentimientos del espectador alcanza su calculado equilibrio.
La catarsis para el estado de ansiedad que vive el mundo postpandemia que promete El juego del calamar se afirma sobre todo en la experiencia distanciada. Es decir, ver representado allí un orden en el que nos sabemos inmersos pero que jugamos a ver desde afuera en la exposición de sus más groseros mecanismos. Y eso funciona no solo para las sociedades altamente tecnificadas como la surcoreana sino para un espectro mucho mayor, lo cual explica también el fenómeno de la serie en todo el mundo. La mirada externa, teñida de una calculada amalgama entre humor y horror, es catalizador de las ansiedades al poner en imágenes aquello que de otra manera se expresa como un malestar más informe. Aquí la construcción es clara, cada uno de los jugadores equilibra sus sufrimientos y mezquindades que los llevaron a ser parte de ese juego perverso, pero siempre hay algo que los supera, invisible, protegido en esas oficinas fastuosas y doradas en las que se mueve el líder, que en última instancia concentra nuestra liberada frustración.
La ostensible exposición de la violencia como condimento del juego –los asesinatos de los perdedores, el baño de sangre en la extracción de los órganos para la venta clandestina, las peleas salvajes en la noche de liberación- la convierte en algo tolerable, un exabrupto necesario para seguir con la dinámica de la competencia. Nunca es del todo carnal y dolorosa, sino una estrategia que asume el relato pero también la misma puesta en escena de la ficción para aceptar su presencia y seguir mirando hasta el final. En el fondo, esta conversión de adultos en niños jugando por su vida, de hombres y mujeres civilizados en salvajes, nunca suelta del todo las cadenas sino que propone una crítica integrada a ese mismo sistema que se revela como una cámara de tortura de la que no se puede salir aunque se tenga la oportunidad. Pero ese es el truco del pretendido nihilismo de El juego del calamar, insertar en una ficción popular una mirada oscura y divertida sobre las conocidas injusticias de las sociedades modernas.
El juego del calamar asume el juego como su propia estructura de funcionamiento, haciendo de la crítica social la estrategia para exponer los conocidos horrores bajo un paraguas cómico. La solvencia de su progresión permite asumir las metáforas más grotescas como parte de la propuesta sin buscar un análisis complejo donde lo primordial es consolidar un atractivo entretenimiento.
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