Series: el encanto desolador del gótico sureño de True Detective y Sharp Objects
True Detective y Sharp Objects son las series actuales más representativas de un estilo narrativo norteamericano que posee importantes antecedentes en la literatura y el cine
Ese halo de encantadora decadencia y amarga derrota que recorrió la obra de William Faulkner, Flannery O'Connor o Carson McCullers en una era que vaticinaba progreso y confort fue más que un llamado de atención. Esos autores que harían del sur de sus orígenes y de las oscuridades de su infancia una obra encendida y fascinante llegaban para dar cuerpo a un estilo que impregnaba la literatura norteamericana y la trascendía, que recorría el clima y los ambientes sureños y los desmenuzaba, que mostraba con ferocidad y afilado humor las miserias más hondas de ese territorio maldito. El gótico sureño, como lo bautizó la crítica y sus más fieles seguidores, el mismo que despertó reticencias en algunos autores que no quisieron ser encasillados, sobrevive hoy de diversas formas, las más cercanas y las más impensadas.
Cuando hace unos años la pantalla de HBO se inundó de los pantanosos paisajes de Luisiana y el humor negro y la crisis existencial de la pareja de policías que formaban Matthew McConaughey y Woody Harrelson algo resultaba familiar. La primera True Detective se apropiaba de aquella tradición con gran altura, y el guion del novelista Nic Pizzolatto seguía al pie de la letra todos los ingredientes de la receta: clima cálido, naturaleza frondosa, crímenes perversos, residuos de la condición feudal, fanatismo religioso, cultos paganos. Todo estaba allí, en ese territorio preñado de malos recuerdos y ambigüedades morales, en esa fascinación por los horrores que se albergan a plena luz del sol sin siquiera ser vistos. Pizzolatto conjugó la nutrida tradición literaria del esplendor norteamericano de posguerra con los dilemas del nuevo milenio, las nuevas culpas y derrotas, la supervivencia de esos territorios maldecidos y llenos de fantasmas.
El gótico sureño tuvo como su buque insignia a la literatura de Faulkner (El ruido y la furia, Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón!, todas previas a la Segunda Guerra, pero valoradas después), y luego de su consagración con el Premio Nobel en 1949 la atención se hizo exponencial: adaptaciones cinematográficas de la dramaturgia de Tennesse Williams, la aparición de las damas sureñas –Eudora Welty, Flannery O'Connor, Carson McCullers–, el meteórico éxito de Harper Lee con Matar a un ruiseñor. Lo que definía a esa corriente literaria y contagiaba al cine era la magnética autenticidad de su universo (todos los autores habían nacido en el sur o en sus alrededores), esa notable sensibilidad de la escritura a la exuberancia del clima y el paisaje, las historias de las grandes familias sureñas derrotadas y su nostalgia culposa, los caserones encantados y los personajes monstruosos. Elia Kazan desnudaba en la figura de Vivien Leigh ese dolor ancestral que recorría la obra del genio de Mississippi que fue Tennesse Williams: el anhelo de un pasado perdido, el fantasma de la locura, la pasión por las ruinas. Luego llegaban a la pantalla La noche del cazador, de Davis Grubb; Reflejos en un ojo dorado, de McCullers; más tarde, Sangre sabia, de O'Connor. Esa tradición regional nacida en las letras encontraba inagotable expresión en las imágenes, en los contraluces terroríficos de la película de Charles Laughton sobre el malvado predicador que interpretó Robert Mitchum, en la perturbadora represión de Marlon Brando como un mayor ocioso en una base militar, en el grotesco calvario del Hazel Motes de Brad Dourif en la ardiente Georgia imaginada por John Huston.
En un notable artículo publicado en The Guardian hace unos años, "Why Southern Gothic Rules the World", el joven escritor de Luisiana, M. O. Walsh se pregunta cuál es el verdadero atractivo del gótico sureño que lo hizo sobrevivir modas, influir a nuevos autores, trascender fronteras, impregnar a nuevos lenguajes. ¿Los campos de algodón? ¿El peso de una historia de sangre y esclavitud? ¿Los vívidos caracteres? ¿El virtuosismo de la escritura? ¿La profunda y soterrada violencia del ambiente? El autor de My Sunshine Away, novela encuadrada dentro del gótico, ensaya varias respuestas y recorre esa tradición en todas sus aristas, intentando encontrar en ellas el germen posible de esa fascinación. Y esos mismos interrogantes también se trasladan al contemporáneo interés de la narrativa audiovisual por ese universo. No solo películas como Medianoche en el jardín del bien y del mal, de Clint Eastwood ; Sin lugar para los débiles, de los hermanos Coen (basada en la novela de otro exponente del gótico como Cormac McCarthy), o El seductor, de Sofia Coppola, recogen las claves de ese estilo, sino que también el mundo de las series desde hace tiempo se viene apropiando de aquel emblemático territorio de decadencia y hastío.
Si bien la primera True Detective fue la que más provecho pudo sacar al paisaje de Luisiana, al mito literario de Carcosa creado por Ambrose Bierce, al entorno lovecraftiano de horrores y maldiciones, varias historias del último tiempo han bebido del mismo brebaje, han recogido esos putrefactos sembradíos de tierras malsanas. Una de las pioneras fue True Blood allá por 2008, basada en las novelas de la sureña Charlaine Harris, que daba mundanidad y glamour al mito vampírico y exploraba el sur como región traumatizada. Al estilo de los best sellers de Anne Rice, estos modernos vampiros reactualizan los conflictos de clase y raza del antiguo gótico, los cementerios se convierten en escenarios atractivos y síntomas de esa perpetua decadencia, y el sonar de los grilletes que recuerdan a la esclavitud hacen eco en el presente de estos nuevos señores feudales de sangre sintética.
Luego llegó Bloodline a Netflix , con menos difusión e impacto, pero con la astucia para explorar con acierto e inteligencia las claves del entorno sureño. Ya no estamos en Luisiana o Mississippi, sino en la soleada Florida y bajo la fachada de un hotel lujoso en esas costas pobladas de turistas. Allí, como en las dinastías familiares de Faulkner, el pasado asoma con el rostro más oscuro, el del crimen. Ese sustrato ominoso que en la literatura de los sureños de posguerra daba cuenta de una gloria cercana, que tras la derrota de la Guerra de Secesión se había transformado en un cruento decadentismo, aquí se reactualiza en clave posmoderna en el espacio límpido de la península de Florida. La importancia de preservar el legado y el patrimonio familiar, el peso de la herencia como maldición y ese anhelo pecaminoso de los años del poder perdidos son elementos que la serie de Netflix aprovecha con solvencia y le permiten entroncar su narrativa en aquella legendaria tradición.
La más reciente apropiación del gótico sureño fue la que realizó el año pasado Sharp Objects , la serie de HBO basada en la primera novela de Gillian Flynn, quien nacida en el Medio Oeste de Estados Unidos recrea en Missouri ese siniestro ambiente de las profundidades sureñas. Allí, la ficticia ciudad de Wind Gap se convierte en el epicentro de crímenes y secretos familiares, de festividades tradicionales y fervores religiosos, de un horror subterráneo que se gesta episodio tras episodio bajo el ocre color del sol del verano. El alcohol y la autoflagelación son los castigos que la periodista Camille Parker ( Amy Adams ) se impone en su regreso a su pueblo natal, cuna de sus más odiosos recuerdos. Como señala M. O. Walsh en su artículo sobre el reinado del gótico sureño, saber combinar los excesos del paisaje con la subterránea violencia es uno de los grandes hallazgos. Detrás de esa vegetación imponente, de los pegajosos pantanos y del abrasivo verano se esconden los horrores más innombrables, las pasiones más secretas, los sufrimientos más devastadores. Sharp Objects incorpora además el universo femenino con un protagonismo inusual, heredero de la potente literatura de las damas sureñas ahora bajo la lupa de una nueva era.
Y como no podía ser de otra manera luego del fracaso y la desilusión de la segunda temporada de True Detective, intento fallido de neonoir californiano sin humor y con un aire siniestro impostado, Pizzolatto decidió volver a las fuentes, nutrirse nuevamente de ese sórdido ambiente sureño ahora trocado por la espesa geografía de Arkansas, por los recuerdos de la veteranía de Vietnam, por los huecos de una memoria que se resiste a recomponerse. Ese es el mayor acierto de la tercera temporada de la serie, no solo recrear su primer éxito, sino utilizar la memoria del detective Wayne Hays ( Mahershala Ali ) como el mapa incompleto de un crimen del pasado, como el itinerario de sus huecos irresueltos, de sus incontenibles consecuencias, voraces como una mancha en la conciencia. Esta temporada es menos llamativa que la primera, pero crece episodio tras episodio, y encuentra forma a medida que se interna en los opacos recuerdos de los personajes. Además, Pizzolatto suma el indecible peso del racismo, la furia de la venganza, la extendida corrupción de todos los órdenes del sistema social. Y en ese regreso en apariencia seguro al alma de su primera creación, encuentra nuevos aires para este cuento de hadas perverso imaginado al pie de las montañas Ozark, ese recordatorio de pobreza y olvido que sigue allí presente.
El gótico sureño late en estas últimas historias con fuerza y vigor, conserva su geografía vista por nuevos ojos, preserva sus maldecidas semblanzas, sus pasiones secretas, sus familias derrotadas. Con el peso de ese pasado consagrado y la gloria de sus nombres ejemplares, cada ocasión de volver a sus fuentes es un tiempo para celebrar.
Sharp Objects y las tres temporadas de True Detective están disponibles en HBO Go; Bloodline está disponible en Netflix.
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