Efecto Frank Underwood: la polémica por El reino, otro episodio de las históricas tensiones entre ficción y política
El cuestionamiento de la miniserie de Netflix por parte de una asociación de iglesias evangélicas y la búsqueda de paralelismos de sus personajes con figuras políticas reales en época de elecciones, recuerda a las “hazañas” del político de House of Cards, muy instaladas en el inconsciente colectivo
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Tal vez habrá que echarle toda la culpa a House of Cards. La serie que inventó la experiencia de las maratones por streaming también quedó instalada en el imaginario colectivo como una suerte de modelo de ficción política a la que la realidad no le resultaba ajena. Todo lo contrario: una y otra se parecían hasta el extremo de confundirse, a pesar de las ostensibles exageraciones y extravagancias de la historia inventada por Beau Willimon.
La principal consecuencia de esta conducta es la frecuente identificación entre Frank Underwood (el personaje central de la serie, un político de apetito voraz por el poder y un cinismo a toda prueba interpretado por Kevin Spacey) y muchos de sus equivalentes en la realidad. El marketing de Netflix alimentó esa operación.
Estas históricas tensiones entre ficción y realidad reaparecieron en la Argentina desde el mismo momento en que se conoció un duro cuestionamiento a la miniserie El reino, también producida y difundida vía streaming por Netflix, por parte de la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (Aciera). La entidad acusó a los artífices de la serie y especialmente a una de sus autoras, Claudia Piñeiro, de utilizar una ficción como vehículo “para crear prejuicios o estereotipar a quienes representan un pensamiento contrario”.
Aciera sostiene que a partir de la pintura que se hace allí de uno de sus personajes centrales, un pastor evangélico con ambiciones políticas (interpretado por Diego Peretti), la serie termina describiendo a los representantes de esa comunidad religiosa como personas que “solo tienen ambiciones de poder o de dinero”. Y dice que se busca “desde ese pensamiento ideológico tratar de segregarlos, marcarlos en listas, señalarlos como peligrosos, fundamentalistas, separarlos del resto para que, aislados, se debiliten y desaparezcan”.
Los reproches de la entidad se concentran en la figura de Piñeiro. Dice Aciera que la escritora tiene un encono personal contra los evangelistas por su “militancia feminista durante la ley del aborto”. Piñeiro respondió pocas horas después: “El reino no representa a todos los evangelistas. La serie es una ficción pero esta carta, que no es ficción, tampoco representa a todos los evangelistas. Representa a un sector evangelista de un gran poder económico”, dijo la escritora a Radio Continental.
Este cruce es la manifestación más visible de una discusión que muestra a la vez otros pliegues. Apenas quedó a disposición de los suscriptores de Netflix la versión completa de El reino (una primera temporada de ocho episodios) comenzaron también las especulaciones sobre supuestas asociaciones entre otros personajes de la trama y protagonistas reales de la política local.
A primera vista, el actor Daniel Kuzniecka personifica a Emilio Badajoz, un empresario que salta a la política con buenas chances de ser candidato a presidente de la Argentina, con un porte que lo asemeja mucho al de Mauricio Macri. Esa aparente coincidencia está abierta a múltiples interpretaciones y no es la única alegoría anotada por quienes siguen las ficciones locales con ojos desconfiados y acostumbrados a mirar debajo de las piedras.
No están muy lejos de quienes señalan con suspicacia que la gran mayoría de los protagonistas de El reino son destacadísimas figuras que nunca ocultaron sus simpatías generales hacia el kirchnerismo. Refuerzan esta forzada vinculación con la mención de que el estreno de una ficción que habla específicamente de campañas e intrigas políticas se produce en un momento de plena ebullición preelectoral. Y defienden esta teoría a partir de algunos sutilísimos paralelismos entre los hechos reales con la puesta en escena de algunas situaciones específicas de la serie, sobre todo en los primeros tramos.
En el comienzo de El reino, Badajoz es víctima de un magnicidio y su muerte encumbra a quien era hasta allí su candidato a vicepresidente, el pastor evangélico Emilio Vázquez Pena, un hombre que sueña con el poder y siente que Dios lo respalda y protege para llevar a cabo su misión. Que se mencione el acercamiento cada vez más fuerte del evangelismo a la política en América latina no debería sorprender a nadie. En Brasil, Lula Da Silva tuvo durante los siete años de su mandato el acompañamiento de un vicepresidente muy ligado al evangelismo, el empresario José Alencar, líder de una agrupación (el Partido Liberal) cuyo control se atribuye a la poderosa Iglesia Universal del Reino de Dios.
Este culto, máxima expresión de la corriente cristiana pentecostal en América latina, expresa como ningún otro la presencia creciente que tiene el evangelismo en la política latinoamericana. Brasil es el ejemplo más contundente de esta tendencia y la influencia de la Iglesia Universal del Reino de Dios parece cada vez más grande. Es dueña de una red de 90 emisoras de radio (Rede Aleluia) y una cadena televisiva (Rede Record) de la que surgieron las más exitosas expresiones de la teledramaturgia bíblica, entre ellas Moisés y los 10 mandamientos, de gran éxito en la Argentina.
Esas ficciones recrean en clave contemporánea hechos narrados en las Sagradas Escrituras. Sus protagonistas históricos participan de debates muy contemporáneos y hablan de corrupción, traiciones políticas, intrigas, ambiciones y luchas por conquistar el poder. Se llegó a afirmar que la Iglesia Universal del Reino de Dios era el poder que manejaba en las sombras los movimientos del expresidente Michel Temer. Hoy, nadie duda de su cercanía a la gestión del actual mandatario, Jair Bolsonaro. Este nombre apareció muchas veces en las entrevistas previas al estreno de El reino como ejemplo de las relaciones peligrosas entre evangelismo y política en el mundo actual.
Con todo, El reino exhibe estos vínculos desde una mirada de ficción que más allá de veladas similitudes con figuras auténticas no tiene un propósito testimonial. No estamos aquí frente a una miniserie cargada de elementos políticos que toma postura sobre lo que pasa en la realidad argentina, sino que se trata de un relato más cercano al policial o al thriller psicológico que concentra en algunos de sus personajes centrales, especialmente en el pastor evangélico y el oscuro asesor político encarnado por Joaquín Furriel, un catálogo de conductas amorales y hasta abyectas. Lo expresan al comienzo de manera bastante sutil y avanzada la acción con trazos cada vez más explícitos.
Hay una línea directa entre esta mirada y el estallido de la polémica de las últimas horas entre los dirigentes evangelistas y Piñeiro. La tentación inmediata de tensar la cuerda del conflicto tiene mucho que ver con las posturas extremas que por acción u omisión suelen adoptarse frente a estas cuestiones. El escenario “de grieta” en el que parecen plantearse todos los debates relacionados con el arte, la cultura y el espectáculo fogonean declaraciones y tomas de posición que se expresan sin matices.
Un escenario de este tipo parece inevitable cada vez que arranca una nueva discusión sobre estos temas. En 2018 y 2019 llegaron a los cines de América latina (inclusive en la Argentina) dos películas que recrean en la ficción episodios de la vida de Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios. Con el título de Nada que perder, estos largometrajes funcionan como biografías oficiales que exaltan sin mácula ni discusión alguna una figura que en la vida real aparece cargado de sospechas. Llegó a ser acusado de lavado de dinero y otras actividades fraudulentas y pasó varios días encarcelado en 1992.
En este contexto no parece extraño que desde algunas posturas extremas se haya llegado a reclamar una suerte de “cancelación” de El reino, por más que desde Aciera hubo mucho cuidado en señalar de que el comunicado de condena a la serie no tiene ningún propósito de censura. En el fondo, todo este conflicto vuelve a expresar un eterno y gigantesco equívoco: la confusión entre la realidad y los supuestos “mensajes” que aparecen agazapados en los relatos de fantasía.
Sobran ejemplos de este comportamiento en nuestra historia reciente. En 2010, el entonces secretario de Turismo del gobierno argentino, Enrique Meyer, hizo pública la “profunda indignación” del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner por una película sobre la Triple Frontera que ni siquiera había empezado a filmarse. El proyecto original, que involucraba a actores y directores muy conocidos de Hollywood, hablaba de un relato lleno de acción en el que se hablaba de negocios ilegales, lavado de dinero, narcotráfico, venda de armas y operaciones ligadas al terrorismo internacional en el enclave compartido por la Argentina, Brasil y Paraguay, con cabecera en Ciudad del Este.
“Hasta donde sabemos, intenta presentar negativamente una región común a tres países sudamericanos”, había dicho el funcionario, tras lo cual empezó a crearse en círculos oficiales y oficiosos, tanto políticos como empresariales, una campaña para boicotear el proyecto, que finalmente tomó otro rumbo y se filmó en otro lugar, con un punto de partida argumental diferente, aunque con el mismo título: Triple frontera.
Por eso hay que volver al extraordinario discurso con el que Mario Vargas Llosa aceptó en 2010 el Premio Nobel de Literatura. Allí, el escritor peruano vuelve al sentido esencial y el valor de la creación artística en una sociedad abierta: “Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión”. La realidad de este tiempo que vivimos en el mundo puede resultar tan complicada como para para darle lugar, inclusive, a algunos de los escenarios más inverosímiles de House of Cards. Pero nunca dejará de ser otra cosa, bien distinta, que la pura ficción.
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