Dead Ringers es una atrapante sátira sobre lo que es capaz de engendrar el capitalismo, con dos variaciones de Rachel Weisz
La serie creada por Alice Birch, responsable de Normal People, presenta el embarazo y el parto como una forma de horror físico, solo que aquí los asesinos son las complejidades del sistema de salud norteamericano, la negligencia médica o las presiones sobre la mujeres para ser “reproductivamente viables”
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Dead Ringers (Estados Unidos/2023). Creadora: Alice Birch. Elenco: Rachel Weisz, Britne Oldford, Poppy Liu, Michael Chernus, Jennifer Ehle. Disponible en: Amazon Prime Video. Nuestra opinión: muy buena.
Pacto de amor (Dead Ringers en el original) es habitualmente celebrado como el mayor logro de David Cronenberg. Desde este film, una sutileza inédita ingresa al torrente sanguíneo de su filmografía: el antiguo “rey del horror venéreo” pasa de cabezas explosivas y vómitos de ácido que disuelven extremidades humanas a adaptar una novela mediocre de true crime que le permite alcanzar una intensidad superior a la de sus películas de terror puro y sin correrse de las restricciones impuestas por el realismo, aunque se trate de un realismo alucinado. El art-horror comienza por aquí.
Es posible que, en los 35 años que pasaron desde el estreno, Pacto de amor haya perdido algo de potencia y originalidad. Sin embargo, su extraordinaria estética, entre elegantísima, sombría y alienígena -¡esos quirófanos rojos!-, y la maestría de la interpretación central están intactas. Jeremy Irons no solo ofrece la mejor actuación de su carrera como el ginecólogo demente Elliot Mantle sino también su segunda mejor actuación como el ginecólogo demente Beverly Mantle. Ambos son gemelos idénticos -siameses separados al nacer, en verdad- aunque sus personalidades son complementarias: mientras que uno es frío y manipulador, el otro es inseguro y sensible. Con una gestualidad mínima, apenas perceptible en un rincón de la consciencia, Irons logra construir dos seres independientes y nunca deja de hacer evidente cuál de ellos está en escena, incluso -ya en una proeza técnica de otra categoría- cuando uno está haciéndose pasar por el otro.
En esta conversión del film en una serie de seis episodios por la dramaturga y guionista Alice Birch (Normal People), Rachel Weisz, aunque es más que competente, no logra conjurar la magia de Irons y necesita la ayuda de diferentes peinados para preservar la diferencia con su gemela. Si bien el cambio de género en roles protagónicos se convirtió en un signo de los tiempos, en este caso no cumple la función “virtuosa” habitual de correr a los hombres blancos para dejar su lugar a razas o géneros postergados sino que tiene un sentido genuino porque abre el relato a nuevas posibilidades. En una iluminación digna del propio Cronenberg, la serie presenta el embarazo y el parto como una forma de horror físico, con tajos, sangre y hasta muertes comparables a las de una película slasher, solo que aquí los asesinos son las complejidades del sistema de salud norteamericano, la negligencia médica o las presiones sobre la mujeres para ser “reproductivamente viables”. El punto de vista femenino, desde luego, es más apropiado para revelar la violencia y el espanto presentes en el proceso de maternidad.
El film de Cronenberg se concentra en la desintegración psíquica de sus protagonistas, algo que se acelera cuando Beverly, el más humano pero también el más débil de ellos, intenta alejarse de su hermano tras enamorarse de una de sus pacientes, una actriz estéril –”trompas de falopio mutantes” es el diagnóstico- con la que ambos se acostaban intercambiando sus identidades. La serie toma este esqueleto pero, a diferencia del film, aquí no solo es una exploración de la personalidad de sus gemelas sino, sobre todo, una sátira social de nuestra época, una suerte de comedia de costumbres acerca de la desconexión y la inhumanidad de los privilegiados.
La narrativa tiene dos vías: el desarrollo de la relación de Beverly con la actriz estéril Geneviève (por Geneviève Bujold, quien la interpretaba este personaje en la película) y la búsqueda de financiamiento de las dos hermanas para una nueva clínica de fertilidad. Por este derrotero se da un desfile de mujeres que uno ama odiar como la millonaria que tiene cinco hijos con vientres de alquiler y aspira a un sexto, o la empresaria que se pregunta cuál sería la beneficio de dar tratamientos médicos con costos accesibles a todos, al tiempo que ofrece una cena para otras herederas ricas en un salón presidido por la gigantografía de una vulva. Está claro que el tono del relato es paródico y su objeto es la versión despolitizada y convertida en “tendencia” del empoderamiento femenino. En la serie casi no hay hombres y los pocos que aparecen son ridiculizados o son totalmente sumisos ante sus parejas.
Así como las pacientes suelen ser presentadas de modo compasivo, el retrato del resto de las mujeres es tan antipático que pareciera que Dead Ringers va a contramano del sentir actual y se atreve a cuestionar nuestros nuevos dogmas respecto del género. Es una ilusión óptica: el blanco de los ataques es el más fácil de todos: la clase dominante, los ricos consentidos y mezquinos que carecen de cualquier tipo de empatía. El hecho de que se nombren en femenino es contingente y secundario. El objeto último de la crítica es el capitalismo que, tal como ejemplifica la serie, convierte a las personas en objetos y hace posible comprar hijos como muñecas.
A diferencia de la obra de Cronenberg, que sin exhibirse como transgresora se construye sobre transgresiones -de los límites del cuerpo o de lo humano-, aquí el estilo mordaz que impone la guionista y showrunner parece burlarse la idiosincracia actual y sin embargo jamás pasa por encima de algún límite o tabú vigente. No hay exceso alguno en tomarle el pelo a los millonarios o en criticar al mercado de la salud o a los hombres blancos heterosexuales cisgénero. La serie ejemplifica la encrucijada a la que llegaron las posiciones de izquierda: las ideas dominantes, al menos en los ámbitos intelectuales de los que emergen libros, películas o series, hoy salen de la agenda discursiva de la izquierda (el anticapitalismo, la igualdad de resultados en lugar de oportunidades, el empoderamiento de ciertos grupos oprimidos, etcétera). Es decir, la izquierda no enfrenta la hegemonía cultural sino que la representa, y si algo se pretende transgresor, necesariamente tiene que hablar desde otro lado.
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