De Jack Bauer a Carrie Mathison, el atentado a las Torres Gemelas dejó una huella imborrable en la TV norteamericana
24 se estrenó apenas dos meses después del 11 de septiembre de 2001 y lo que parecía una premisa extrema pasó a ser verosímil: desde entonces, las series recobraron las huellas del ataque en casi todos los géneros televisivos, de la ciencia ficción al thriller de espías; una guía para recordarlo en pantalla
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Apenas dos meses después del atentado a las Torres Gemelas que transformó para siempre la geografía de Nueva York y la política mundial sobre el terrorismo, la cadena Fox estrenó 24, una serie creada por Robert Cochran y Joel Surnow que tenía como protagonista a un agente de inteligencia que debía evitar un atentado contra el futuro presidente de los Estados Unidos. Jack Bauer, interpretado por un renacido Kiefer Sutherland, era no solo la expresión temeraria de esa lucha contra una amenaza invisible, camuflada en un entorno cercano y conocido, sino también el signo evidente de ese inmediato desconcierto, y del progresivo descubrimiento de que los aliados podían ser enemigos y el complot para la destrucción podía hallarse más cerca de lo imaginado. La idea de Cochran había sido desechada inicialmente por Surnow por considerarla inviable, en tanto dependía del tiempo real que se construía en cada episodio: una hora de ese día en que el atentado debía evitarse. Finalmente la coyuntura definió la paranoia ideal para el estreno y la serie se convirtió en un éxito que duró nueve temporadas y dejó una estela imborrable en la televisión del futuro.
¿Qué hubiera sido de 24 si no hubiera ocurrido el 11 de septiembre? Vista a la distancia, uno puede pensar que la serie fue menos una consecuencia directa de ese escenario que una narrativa perfecta para capturar el clima que se vivía en los Estados Unidos por esos meses. La desesperada carrera de Bauer por descifrar la identidad del traidor en la Unidad Antiterrorista en la que operaba, al mismo tiempo que detectar el mecanismo del atentado contra el senador David Palmer, se conjugaban con la preocupación por el paradero de su hija adolescente, fugada de la casa familiar para asistir a una fiesta estudiantil (la serie está disponible en Star+). El ritmo frenético de la acción enlazaba eventos institucionales de impacto en la seguridad nacional con la preocupación de un padre por la integridad de su hija, lidiando con las consecuencias de una separación, con las culpas de su crisis doméstica. Esa sensación era la que atravesaba a los Estados Unidos: un asunto de política global que tocaba la puerta de su casa, incendiaba el corazón de su ciudad y erradicaba para siempre su anhelada sensación de seguridad.
Las series siempre han tenido la ventaja, sobre todo en la era previa al reinado del streaming, de dar cuerpo a los fantasmas de una sociedad en tiempo directo. La experiencia del consumo semanal –o aún con más intensidad en las ficciones diarias- garantizaba la permanencia del tema en la conversación pública. Allí fue permeando ese clima de angustia que escaló con las políticas posteriores del gobierno de George W. Bush y el inicio de la guerra en Afganistán. Por ello, a partir de mediados de la década del 2000, las narrativas audiovisuales comenzaron a dar cuenta de los efectos de una nueva guerra para la nación –algo que en el cine consagró de manera ejemplar Vivir al límite (2008) de Kathryn Bigelow-, pero también de las sombras que el atentado dejó en el imaginario popular. En 2004, J.J. Abrams y Damon Lindelof conjuraron esa imagen de los aviones en llamas en el inicio de Lost, una de las series imprescindibles para entender la transformación de la televisión a mediados de esa década (también disponible en Star+), pero fue Abrams quien logró expresar en un territorio tan lejano como la ciencia ficción el recuerdo de ese mundo definitivamente perdido.
Fringe se estrenó a fines de 2008 como un intento de combinar el espíritu de Los expedientes secretos X con el nuevo clima mundial después del 11 de septiembre. Una división secreta del FBI debía detectar los tentáculos de una organización terrorista cuyo propósito parecía ser convertir al mundo en un caos infernal. Para ello, la agente Olivia Dunham (Anna Torv) aunaba fuerzas con el doctor Walter Bishop (John Noble), un desterrado científico de los 70, preso en un manicomio y redimido por su genio visionario, para encontrar las claves de una serie de inexplicables sucesos. Más allá de las referencias a la tradición clásica de la ciencia ficción, lo que se propone la serie en sus juegos temporales y en sus universos desdoblados es asomar las narices a la escena de un mundo en el que las Torres Gemelas siguen erguidas, pero otros desastres parecen amenazar su equilibrio. El pulso inquietante de Fringe, que logró convertirse en una serie de culto con el correr de las temporadas –no está disponible aún en streaming–, estuvo definido por suprecisa sintonía con ese escenario convulso e indescifrable, por su clara consciencia de que hay traumas que moldean realidades y que el espejo deformado del mundo alternativo no es otro que el resultado de la paranoia pronosticada.
En ese sentido, es interesante que tiempo después otro de los creadores de Lost haya dado su propia versión de un mundo en crisis con The Leftovers. Estrenada en 2014 e inspirada en la exitosa novela de Tom Perrotta, la serie creada por Damon Lindelof pone en escena un suceso excepcional: en un abrir y cerrar de ojos, el 2% de la población desaparece de la faz de la Tierra. El hecho traumático apenas tiene expresión narrativa en los primeros minutos del primer episodio y a partir de allí nos dirigimos al estado del mundo tres años después, cuando los sobrevivientes de esa tragedia deben lidiar con su extraño presente. Han surgido cultos religiosos, las familias se han disgregado, ha crecido la paranoia y el mesianismo, pero entre todo ello hay un débil intento de seguir adelante. Lindelof explora cuestiones existenciales e interrogantes profundamente humanos pero al mismo tiempo registra la devastación que dejó el trauma social tras su paso, la persistente amenaza de su repetición, el intento de volver a construir una vida sobre esos escombros (The Leftovers está disponible en HBO Max).
La capacidad de la ficción televisiva de asimilar los hechos de la realidad, tanto los paulatinos cambios sociales como los acontecimientos abruptos e intempestivos, fue puesta a prueba ante la magnitud de lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. Dar cuenta del estado de zozobra de la sociedad, incluir la referencia al atentado como una cita aislada en un drama o una comedia, pensarlo como metáfora de un nuevo mundo que se configura a partir de ese cambio de paradigma en la geopolítica fueron las primeras reacciones, indirectas en tanto resultaba demasiado doloroso enfrentar en una emisión regular las visiones traumáticas de aquello que se quería olvidar. Y más allá del atentado mismo, del trasfondo de la operatoria de Al Qaeda, la figura de Osama Bin Laden, el rol de las fuerzas de seguridad de Estados Unidos y el clima bélico que invadía al mundo, estaba la emergencia de ese nuevo tópico para pensar las narrativas de espionaje e inteligencia: el escenario de Medio Oriente. Fue ese espacio el que invadió las historias de espías, las ficciones bélicas, los relatos de leales y traidores en la nueva cartografía global.
La aparición de Homeland en 2011, inspirada en una serie israelí y creada por Alex Gansa y Howard Gordon, este último productor de 24, fue la expresión definitiva de lo que 2001 había dejado en la televisión. El termómetro de esa crisis era el personaje de Carrie Mathison, interpretada por Claire Danes en ese intento de conjugar la inquietud interior del personaje con el clima de época. Todo comienza con el regreso a Estados Unidos de un prisionero de guerra convertido en un posible espía de Al Qaeda. Condecorado por el ejército como héroe, extraviado en su propio entorno familiar, el sargento Nicholas Brody (Damian Lewis) se convierte en la piedra angular de la obsesión de Mathison, atravesada por sus propios sentimientos, enraizada en su largo trabajo en la CIA, signada por la persistente disgregación de los límites entre lo real y lo generado por la paranoia circundante. Homeland –disponible en Star+, Movistar Play y DirecTV Go– no solo ensaya la puesta en escena de un escenario esquivo y demencial, en el que es difícil discernir amigos de enemigos, amenazas de fabulaciones, sino también una puesta a prueba del espíritu de quienes deben encarnar la expresión pública de esa custodia del orden.
Diez años después de los atentados, la ficción televisiva había dejado la expresión del shock y el desconcierto inicial para explorar los cambios a largo plazo, tanto en el contexto doméstico como en la política internacional. El trauma latente persistía en la nueva configuración de la realidad representada, expuesto de manera evidente en los documentales sobre el 11/9, en las ficciones bélicas sobre el escenario convulso de Afganistán, en las historias de espionaje asentadas en el combate del terrorismo enemigo. Pero la distancia recogía también efectos colaterales, tanto en los soldados que llegaban de la guerra con fantasmas parecidos a los que el cine había escenificado respecto a Vietnam, como en el diseño de una sociedad en persistente vigilancia, cuya seguridad era una prioridad aún a riesgo de restringir las libertades. A medida que avanzó en sus temporadas, Homeland pudo asimilar esas derivaciones: el monitoreo de la vida urbana, el control de la sociedad civil, el derrotero caótico del sobreviviente de la guerra, la inclusión de las formas culturales y religiosas de Medio Oriente como una nueva variante en la escena a representar.
En 2018 llegaron dos nuevas series que ensayaron nuevas bifurcaciones, áreas de reflexión que ofrecían un salto hacia atrás y otro hacia adelante. En el primer caso, la miniserie The Looming Tower, basada en el libro de Lawrence Wright, ganador del Pulitzer en 2006, exorcizaba las culpas que atravesaron los organismos de defensa de Estados Unidos respecto a la posible prevención del atentado. Creada por Wright junto a Alex Gibney y Dan Futterman, el ciclo, que aquí se vio en Amazon Prime Video, intentaba recrear la disputa entre la CIA y el FBI por la información respecto a la operatoria de Al Qaeda, las amenazas televisivas de Bin Laden y el seguimiento de las pistas que podían haber evitado la masacre de Nueva York. Aún bajo el paraguas de la ficción, los creadores intentan arrimarse a la realidad de la escena allí por 1998, cuando la información era una prenda en diputa entre los egos de los funcionarios y la burocracia de la inteligencia. Es el pasado el que parece tener la clave para el persistente interrogante: ¿se podría haber evitado el atentado? La miniserie, al igual que el libro, intenta enfocarse en las dimensiones humanas de aquella investigación, antes que en las institucionales, y explora a esos hombres ante un escenario difícil de discernir pero en el que interpusieron sus egoísmos y ambiciones ante su deber público.
El caso de Jack Ryan es diferente, aquí el salto hacia el futuro ofrece otro interrogante: ¿es posible que aparezca un nuevo Osama Bin Laden? La tarea anodina del agente de operaciones Jack Ryan, imaginado por Tom Clancy para un escenario deudor de la Guerra Fría, se convierte en el impulso para la investigación de una serie de transacciones económicas que conectan Yemen y París y parecen anunciar la planificación de un nuevo golpe maestro a la seguridad de Occidente. Más allá del aggiornamento del espíritu paranoico de Clancy y la tensión de su narrativa, la serie creada por Carlton Cuse (otro alumno de Lost) y Graham Roland para Amazon ¨rime Video consigue revivir el escenario de 2001 como inquietante preámbulo de una repetición de la modalidad de aquel atentado. En relación a ello, el reciente retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán, en el cierre simbólico de una era, habilita la aparición de nuevas ficciones que aspiren a un balance de lo ocurrido en las dos últimas décadas.
Las perspectivas que conjugan series relativamente recientes como The Looming Tower o Jack Ryan permiten exponer las tensiones internas en el aparato de seguridad de los Estados Unidos y, al mismo tiempo, la difícil tarea de dilucidar los humores de Medio Oriente, asediados por la memoria de invasiones del pasado, rencores y hostilidades alimentadas por las escaladas bélicas y los intereses económicos de las potencias, pero en el fondo asumen un escenario en el que el conflicto resulta inevitable. La expiación de las culpas que ensaya el texto de Wright, cargando las tintas sobre la ambición de la figura ficticia de Martin Schmidt (interpretado por Peter Sarsgaard), preocupado por salvaguardar el secretismo que habilita la acumulación de poder, apunta a dilucidar el rol de su país en Medio Oriente en la antesala de los atentados. Los ataques a las embajadas de Nairobi y Dar es Salaam en 1998 dividieron aguas entre la propuesta de Schmidt de bombardear Afganistán y la de su contraparte del FBI, representada por el sí existente John O’Neill (Jeff Daniels), partidario de evitar nuevos motivos para la causa extremista. En Jack Ryan también las tensiones entre el desterrado James Greer (Wendell Pierce), de regreso en Langley luego de una serie de traspiés en Pakistán, y su superior en la cadena de mando, Nathan Singer (Timothy Hutton), sintetiza un frente en tensión ante a la inevitable escalada de los sucesos del otro lado del mundo.
Las series han logrado asumir ese escenario en conflicto, tanto en la referencia evidente a lo sucedido veinte años antes en el corazón de Nueva York, como en la constante exploración de lo que sigue aconteciendo en Medio Oriente. Series bélicas, thrillers de espías, historias de ciencia ficción, todas y cada una de las ficciones televisivas que han tocado el 11/9 han recogido la estela de aquel trauma para pensar sus consecuencias inmediatas o a largo plazo. En 24 el tiempo real y la pantalla partida sintonizaban con la inmediatez, en The Looming Tower la reconstrucción expresaba la vocación de evaluar los aciertos y errores cometidos. El 11 de septiembre cambió la geografía de una ciudad, la geopolítica y sus ecos económicos y bélicos, pero también la fisonomía de las narrativas televisivas, que siempre dieron lugar a las memorias y los imaginarios perdurables sobre las realidades más desgarradoras.
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