Chernobyl: Hollywood reconstruye una tragedia real con las armas de la ficción
Los científicos y burócratas en el centro de la miniserie de HBO distan de ser fiel reflejo de la verdad, pero sí transmiten un mensaje necesario acerca de los peligros de la política
Lo primero que hay que entender de la miniserie Chernobyl , cuyo quinto y último capítulo se estrenará el viernes, por HBO -los cuatro episodios anteriores están disponibles en HBO Go-, centrada en la catástrofe nuclear ocurrida en 1986 en lo que ahora es Ucrania, es que gran parte de lo que ocurre allí es inventado. Pero también hay que saber que eso no tiene importancia.
La explosión y el incendio del reactor de la unidad 4 de la planta nuclear de Chernóbil, el 26 de abril de 1986, fue un hecho extraordinariamente lúgubre y caótico, la explosión de una bomba radiactiva "sucia" para cuya dimensión nadie estaba preparado, y menos en la Unión Soviética. La explosión de Chernóbil sigue siendo el mayor desastre en la historia de la energía nuclear, que tuvo un saldo inicial de treinta víctimas fatales (y más en los años que siguieron, aunque hay polémica en cuanto a las cifras totales), y dispersó contaminación radiactiva a lo largo de vastas porciones del entonces territorio soviético y europeo.
En los momentos iniciales de pánico y durante los siete meses de crisis y confusión que siguieron hasta completar la construcción del sarcófago de acero y hormigón que sepultó los restos letales del reactor, los héroes y villanos de esta historia -escrita por el norteamericano Craig Mazin, dirigida por el sueco Johan Renck y protagonizada por Jared Harris, Stellan Skarsgard y Emily Watson- fueron cientos; los actores de reparto, cientos de miles.
Los productores de la miniserie, la norteamericana HBO y la británica Sky, no edulcoraron el desastre (de hecho, por momentos incluso llevaron los detalles gore demasiado lejos: por algún motivo, las víctimas de la radiación suelen aparecer cubiertas de sangre). Optaron, en cambio, por simplificar. Conservaron los aspectos lúgubres de la tragedia, pero el caos y la confusión que siguieron a la explosión del reactor cayeron víctimas de las exigencias de Hollywood y de las necesidades de producción.
Esto no quiere decir que Chernobyl, la miniserie, no tenga muchos detalles de verosimilitud sobre el accidente nuclear de Chernóbil. La escena en la que unos conscriptos tienen apenas noventa segundos para arrojar los restos radiactivos del techo del reactor al suelo es tan sobrecogedora como debió serlo para los verdaderos protagonistas hace tres décadas. La sala de control de la unidad 4 ha sido recreada en la pantalla con total fidelidad, desde los diales de las barras de control situados en las paredes hasta los guardapolvos blancos y las cofias usadas por los operadores (hace cinco años, cuando visité la sala de control de la unidad 3, adyacente, tuve que ponerme el mismo atuendo extraño, que parecía más propio de un panadero que de un operario de planta nuclear.)
Quien no sepa mucho de lo que pasó en Chernóbil quedará perdonado si después de ver la serie se queda con la idea de que toda la respuesta ante el incidente y la posterior limpieza del reactor y las zonas aledañas estuvo en manos de apenas dos personas, Valery Legasov (Jared Harris) y Boris Shcherbina (Stellan Skarsgard), con la ayuda de una tercera, la valiente Ulana Khomyuk (interpretada por Emily Watson).
También quedarán perdonados si piensan que los tres son personales reales. Legasov y Shcherbina existieron, aunque el rol que jugaron en esos años fue forzado y magnificado para favorecer la agilidad del guion. Ulana Khomyuk, por otra parte, es una invención del guionista Craig Mazin. Las reacciones de la científica en la trama son de una credulidad pasmosa, desde su viaje a Chernóbil sin que nadie la invitara, para investigar el incidente -le basta una medición de las partículas adheridas a la ventana de su oficina en Minsk, Bielorrusia, a cientos de kilómetros de distancia, para descubrir todo lo que necesita saber-, hasta su presencia en una reunión con Mikhail Gorbachov en el Kremlin, apenas días después.
Los productores mencionan en los títulos el hecho de que el personaje de Khomyuk fue creado para representar a todos los científicos que colaboraron en la investigación del desastre. Lo mismo podrían haber hecho con el resto de la serie, que en gran medida también recibe ese mismo tratamiento simplista típicamente hollywoodense.
Ahí están los valientes bomberos condenados a muerte, ignorantes de los peligros de la radiación (ninguno de ellos trepó sobre los escombros del reactor en 1986, como muestra la serie: echaban agua al techo para evitar que las llamas se extendieran a la unidad 3, que no estaba dañada). También los heroicos y voluntariosos mineros llevados a Chernóbil para excavar debajo del reactor y evitar la contaminación de las napas subterráneas, dispuestos a trabajar desnudos para hacer su trabajo (la serie no lo dice, pero su esfuerzo sirvió de poco y nada). Y qué decir de los juiciosos y dedicados pilotos de helicóptero, arriesgándose a sufrir radiotoxemia para arrojar sus cargas de arena, boro y plomo sobre los restos del reactor (si bien es cierto que un helicóptero se estrelló y sus tripulantes murieron, el accidente ocurrió meses después y no tuvo nada que ver con la radiación).
Así podríamos seguir. Ni me hagan hablar de esa columna de luz azul que se eleva deslumbrante desde el reactor expuesto hacia el cielo nocturno: efectivamente, un reactor nuclear expuesto puede proyectar un halo azul -algo llamado radiación de Cherenkov-, pero de ninguna manera la unidad 4 tuvo alguna vez el aspecto de Minas Morgul en El señor de los anillos.
Sin embargo, al final, todo eso importa poco. Porque lo que sí logra captar Chernobyl es una verdad básica: que el desastre tuvo más que ver con las mentiras, el engaño y la descomposición de un sistema político que con las fallas de ingeniería, las malas decisiones de los técnicos o el pésimo entrenamiento de los operarios (y, ya que estamos, tampoco con las bondades o peligros inherentes a la energía nuclear).
Chernobyl no solo es lúgubre por toda esa destrucción y esas muertes: la imperiosa necesidad de mentir y de tragarse las mentiras de los superiores es tan pesada para los personajes como el plomo arrojado sobre el reactor. Es cierto que esta verdad también está simplificada en la trama, sobre todo en el último episodio, que muestra el juicio a los tres máximos responsables de la planta.
No quiero revelar demasiado sobre esas escenas, más allá de que están llenas de tensión y dramatismo, y son de las mejores de toda la miniserie. Pero pertenecen más a una película de juicio norteamericana que a algún verosímil de la jurisprudencia soviética. La idea de que alguien ose decir la verdad ante los poderosos en una corte soviética no es más descabellada que tantas otras cosas en el conjunto de Chernobyl. El camino que toma la serie para llegar a la verdad es menos importante que el hecho de que finalmente llega a ella. Al terminar de ver Chernobyl, los espectadores tal vez hayan entendido que las personas y las máquinas, juntas, pueden provocar cosas horrendas, como una catástrofe nuclear. Si además de eso también entienden que en este caso el desastre fue más culpa de un gobierno y sus apparátchiks, mucho mejor.
The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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