Catherine The Great: Mirren sostiene con su presencia la historia de la gran Catalina de Rusia
Catherine The Great (Gran Bretaña, 2019). Dirección: Philip Martin. Guion: Nigel Williams. Elenco: Helen Mirren, Jason Clarke, Gina McKee, Rory Kinnear, Richard Roxburgh, Joseph Quinn. Disponible en: HBO y HBO Go a partir del lunes 21 de octubre, a las 23. Nuestra opinión: buena.
"Soy yo la que tiene el poder", repite Catalina de Rusia una y otra vez para que le quede claro a sus súbditos y aduladores de turno. La emperatriz de la Rusia del siglo XVIII, que ascendió al trono como consorte de Pedro III y lo conquistó a fuerza de ambición y un golpe de estado sangriento, es el epicentro de la miniserie de la cadena británica Sky, en asociación con HBO, que lleva su nombre. Helen Mirren la encarna con la pétrea apostura de una implacable autócrata en el primer episodio (situado apenas unos años después de la toma del poder en 1762), para relajarse luego en el goce de amores y escándalos que su historia como cabeza única del zarismo le tiene preparada.
La historia de Catalina es fascinante, llena de delirios y fabulaciones. Josef von Sternberg entendió bien el tono que necesitaba ese retrato de traiciones y magnicidios cuando situó a Marlene Dietrich en el seno de Capricho imperial, una película de pompa y oropel, alejada de la fidelidad histórica e impregnada de melodrama. En la miniserie de Philip Martin y Nigel Williams, ese pulso de desborde resiste contenido en el primer episodio, para aligerarse lentamente a partir del encuentro entre Catalina y el teniente Grigori Potemkin, uno de los célebres amantes de la emperatriz, conquistador de Crimea y artífice de la monumental Sebastopol.
Lo mejor que tiene la miniserie para ofrecer es el ardiente vínculo entre la reina y su comandante de guerra, relación signada por celos y separaciones, pero cimentada en un amor de ribetes operísticos. La puesta en escena alrededor de estos personajes, en el suntuoso Palacio de Invierno o en las principescas embarcaciones que sorteaban el Mar Negro, es la mejor expresión de los excesos de ese romance, del humor perverso que atraviesa sus traiciones, de la notable comunión de intereses de quienes soñaron con todo Oriente a sus pies.
La producción es de una opulencia visible, no siempre del todo aprovechada. La dirección de Philip Martin, con sus movimientos de cámara suntuosos y sus encuadres abigarrados, se ciñe sobre el espacio en las escenas de bailes y reuniones de consejo, pero se pierde en algunas situaciones íntimas que requerían mayor tensión. Por último, el guion adolece de obviedades imperdonables, repeticiones absurdas y una pobre progresión dramática. Mirren sostiene con su presencia diálogos que nunca están a la altura de su interpretación y Jason Clarke desborda los límites de su personaje, lo hace fascinante pese a las escenas en las que se ve confinado, le da espíritu más allá de toda escritura. Es esa dinámica la que concentra el interés de una historia que podría haber combinado política y alcoba con mucho más inventiva y sensualidad.
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