Candy: cuando los pequeños mundos domésticos se convierten en ollas a presión
Protagonizada por Jessica Biel y Melanie Lynskey, la nueva serie de Star+ toma como punto de partida un truculento crimen cometido en Texas, a comienzos de los 80
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Candy (Estados Unidos, 2022). Creador: Nick Antosca y Robin Veith. Elenco: Jessica Biel, Melanie Lynskey, Pablo Schreiber, Timothy Simons, Raúl Esparza, Jessie Mueller, Coley Campany, Sharon Conley. Disponible en: Star+. Nuestra opinión: buena.
Basado en un crimen real, Candy funciona a la perfección en su universo, incluso es capaz de absorber varias de las estrategias del true crime –crear suspenso aún con los sucesos ya conocidos de un caso policial, entrelazar el pasado de víctima y victimario con la misma escena del crimen- en la ficción, para convertir un hecho criminal en el último eslabón de una larga cadena de presiones domésticas y frustraciones maritales. Pese a ello, no hace mucho más que lo que este género -extendido en las narrativas contemporáneas- le permite: recrear con precisión un contexto para comprender la emergencia del crimen, menos como una anécdota que como el resultado de un imperceptible y dañino estado de cosas.
El retrato es el de un pueblo texano a comienzos de los 80 donde una pequeña comunidad comparte iglesia y actividades sociales como eje de su pertenencia. Candy Montgomery (Jessica Biel) es el corazón burbujeante de ese pequeño microcosmos, la que tiene la mejor casa para fiestas, la que invita amiguitos de sus hijos a disfrutar piyamadas, la que se hace amiga de la pastora para expandir una vida espiritual algo estancada. Es que su matrimonio con Pat (Timothy Simons) no parece muy estimulante, hundido en la rutina y el desinterés, ahogado en el confort y la previsibilidad. Por ello, para Candy, el divorcio de la pastora y el atisbo de esa vida sexual renovada que a ella se le niega resultan la inspiración mágica de un planificado affaire, un adulterio calculado que le permita hacer realidad sus fantasías sin compromisos ni complicaciones.
La otra cara de la moneda es Betty (extraordinaria Melanie Linskey), una esposa tan frustrada como Candy pero cuya insatisfacción encuentra otros cauces: la adopción de un niño, las llamadas incesantes a su marido, el malhumor por su sobrepeso, y el deambular por una vida doméstica en la que no halla reparo. Toda la eficiencia de Candy, incluso para elaborar una salida de trampa, en Betty se traduce en inacción, pesadez, un hastío insoportable.
La clave de la miniserie, una vez que presentó el hecho brutal que las une –un asesinato a hachazos-, consiste en desmenuzar ese vínculo, la frontera que une y separa sus existencias, sus maridos, sus maternidades, y aquello que las convierte en amigas o enemigas. Y lo hace con cierta mirada insidiosa sobre la época, rozando la sátira antes que el morbo, y poniendo el eje en el caldo de cultivo que gesta el asesinato antes que en el regodeo en su explosión. La puesta en escena utiliza una consciente deformación de los espacios –angulaciones incómodas, juegos cromáticos- y un tratamiento sonoro inquietante, con teléfonos que repican y silencios que se prolongan, que consigue poner de manifiesto ese pequeño mundo doméstico como una olla a presión.
El contratiempo mayor de Candy consiste en nadar en una marea en la que el true crime devenido en ficción se ha convertido en la norma: La escalera, The Dropout, Inventing Anna, The Thing About Pam, The Girl from the Plainville; la lista parece interminable. Si bien Candy halla sus señas particulares, está imbuida de las exigencias de una dinámica en la que instalar un interrogante implica luego alimentarlo con un contexto de la acción en el que, en definitiva, se cifra la riqueza. Aquí pareciera que es Candy la clave a resolver, el personaje que debería darnos las respuestas. Sin embargo, lo más interesante se condensa en el curioso vínculo que gesta con Betty, desde el instante en el que se conocen: primero Candy se convierte en su aliada, su incipiente amiga, su subterránea competidora, su despiadada rival.
Ese juego de opuestos se expone también en los registros que manejan Biel y Lanskey: la primera exuda una sensualidad contenida por el aburrimiento, un deseo que necesita un destinatario inexistente para salir de esa vida familiar insoportable; y la segunda, un displacer imposible de resolver, canalizado en quejas, protestas y una mirada de perplejo fastidio. Lanskey demuestra que puede convertir ese papel de ama de casa desesperada –que curiosamente ensayó con maestría en Yellowjackets- en una figura insufrible y al mismo tiempo provocadora, víctima cargada de egoísmo y mezquindad, un perfecto ejemplo de esa insatisfacción doméstica que en los 80 promovió las terapias matrimoniales –que aquí también aparecen- y la fantasía extendida del adulterio –de la que varias ficciones de esa década, con Atracción fatal a la cabeza, son testimonio-. Es allí donde Candy encuentra su mejor camino, mucho mejor que cuando –ya avanzados los episodios- debe cumplir las reglas del true crime y dar una explicación –si eso es posible- al baño de sangre que llegó a las páginas policiales.
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