And Just Like That: un ritual que por momentos empuja a sentir vergüenza ajena, pero que se celebra a pesar de todo
La nueva encarnación de Sex and the City está disponible en HBO Max
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El monólogo interno funciona más o menos así: “Es interesante, pero no es para mí; está muy bien hecha, pero no es un género que me guste mucho; es excelente, pero ahora no tengo ganas de ver eso”. Casi como un mantra diario, el recorrido mental de las razones por las que uno elige ver una serie y no otra de entre las tantas que ofrece el superpoblado universo de la ficción televisiva no suele estar demasiado relacionado con la calidad de las propuestas. Al menos es así cuando estar al día con la mayor cantidad de estrenos posibles es parte de la rutina laboral. Vocación o sacrificio, eso depende de lo que toque ver esa hora, ese día, esa semana. Algo que para la mayoría de los espectadores es ocio, momento de relajar tensiones propias para sumirse en los conflictos de mentira ajenos o contemplación artística, para otros, como quien escribe, es trabajo. Y entonces, cuando el día laboral se termina, muchas veces la serie elegida como distracción y entretenimiento no pasa ninguna evaluación cualitativa seria. Porque a veces, eso no es lo que importa. A veces el placer culposo es placer sin ninguna culpa y no resiste análisis. Como la nueva encarnación de Sex and the City, And Just Like That, disponible en HBO Max.
Más de una vez, mirando los tres primeros episodios de la “nueva” serie, lo que sucede en pantalla da vergüenza ajena. Las escenas de Carrie como columnista de un podcast -que se parece demasiado a un programa de radio de hace veinte años-, en donde suena una bocina cuando alguien dice algo inapropiado para los tiempos de cancelación pública express están fuera de toda verosimilitud y tan mal actuadas que hasta parece hecho a propósito. Pero eso no es todo: la insistencia de los guionistas por hacerle aclarar explícitamente a la protagonista que sus tacos altos son cómodos para ella- “mis zapatillas”, explica en el tercer episodio para justificar que su manía por recorrer Manhattan a pie no le quita lo elegante ni lo elevado-, sobra. Nadie necesita que Carrie Bradshaw explique su afición por los zapatos elegantes e incómodos para el resto del planeta y cuando se ve obligada a defender sus elecciones estéticas, el personaje y el programa pierden algo de ese lustre de fantasía que los sostiene en pie. Y aun así, seguimos mirando.
Cuando el relato es ostensiblemente desprolijo y subrayado, como el telegrafiado alcoholismo de Miranda o el casual y accidentado encuentro de Carrie con Natasha, la exesposa de Big, lo toleramos. Cuando la resolución de la ausencia de Samantha resulta en una suerte de vendetta metadiscursiva y destrucción retroactiva del acervo emocional de un personaje, suspiramos y seguimos adelante. Cuando el fallecimiento del actor Willie Garson, uno de los favoritos de la saga, sobrevuela cada una de las apariciones en pantalla de su Stanford, lagrimeamos y continuamos. Cuando Steve, el marido de Miranda, es presentado con los modos de un hombre de ochenta años solo para que encaje con la narrativa de un matrimonio a la deriva, no cuestionamos la lógica del relato y seguimos. Y, cuando en medio del duelo por la muerte de Big, con montaje emotivo y velorio avant- garde incluidos, las noticias se llenan de acusaciones de abuso sexual contra el actor que lo interpretaba, nos confundimos, por unos segundos, persona con personaje y confirmamos que él nunca fue bueno para nuestra Carrie, el equipo Aidan vuelve a enarbolar sus banderas, y aun así, le damos Play al próximo episodio.
Lo cierto es que a esta altura, con los múltiples tropiezos narrativos y las noticias fuera de la trama que se cruzan en el medio del legado del programa original, los espectadores adquirimos la resistencia y el ímpetu para recuperarnos de las caídas que allá lejos y hace tiempo había demostrado Carrie en el capítulo “The Real Me” de la cuarta temporada. Ese en el que invitada a caminar la pasarela en un desfile de modas, terminaba despatarrada en el piso frente a la creme de la creme neoyorquina. Humillada pero no vencida, ella se levantaba y seguía adelante. Y lo mismo hacen muchos de los espectadores de And Just Like That. Una persistencia que no se suele otorgar a las series fallidas. Entonces, tal vez, intentando explicar lo inexplicable, haya que adjudicar la paciencia que le tenemos al programa a la nostalgia por los tiempos de finales de los noventa y principios del nuevo siglo en que el glamour, la independencia femenina y la amistad se resolvían cada domingo por HBO. Un ritual que regresó distinto, con ausencias, con torpezas y aun así, sin pensarlo mucho, lo volvemos a elegir.
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