Sarah Bernhardt, según Proust
El narrador de "En busca del tiempo perdido" (que es y no es el autor de la caudalosa novela, Marcel Proust, 1871-1922), relata dos ocasiones en las que vio a Sarah Bernhardt -que en la "Recherche" se llama "la Berma"- interpretar el papel de "Phédre", de Racine. La primera, cuando él apenas está ingresando en la adolescencia: uno de los personajes claves del libro, Charles Swann, amigo de la familia, le ha hablado de la famosa actriz, de su voz de oro y de su papel emblemático. Le cuesta mucho al narrador obtener permiso para ir al teatro, pero por fin sus padres, temiendo que enferme de ansiedad (es un muchachito muy delicado de salud), lo autorizan y parte en compañía de su abuela.
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Las expectativas son amplias: "Además, como esperaba del modo de representar de la Berma revelaciones sobre determinados aspectos de la nobleza y del dolor, me parecía que lo que tuviera de real y de grande su arte lo sería aún más si la actriz lo superponía a una obra de verdadero valor, en lugar de bordar cosas bellas y de verdad sobre una trama mediocre y vulgar". Obsérvese lo singular de la reflexión, muy propia de Proust: las cosas, en arte, no tienen por qué ser, o fingir ser, de verdad, ni referirse a ella.
Además, el narrador ha leído tantos y tan extravagantes elogios de la Berma y de su voz musical -"palidez jansenista, drama micénico, símbolo délfico, mito solar"-, que imagina a una suerte de diosa capaz de responder al calificativo de "sublime" que le aplicaba Swann. Proust aprovecha para deslizar uno de esos toques de comicidad irónica que caracterizan a su escritura. Horas antes de la función, ese mismo día, el jovencito pasa por delante de una de esas columnas, llamadas Morris, que en París anuncian los espectáculos, y ve, todavía húmedo, el recién pegado cartel de "Phédre": "Me puse en casa de un salto, espoleado por aquellas palabras mágicas que sustituyeron en mi ánimo a ´palidez jansenista´ y ´mito solar´: "En butacas, las señoras deberán permanecer sin sombrero" y "las puertas de la sala se cerrarán a las dos en punto".
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"Pero, ¡ay!, aquella primera función fue un gran desengaño". Llegan el narrador y su abuela al teatro, atraviesan los controles, que ni reparan en ellos porque "estaban muy preocupados pensando en si habrían sido bien dadas al personal nuevo las órdenes de la señora Berma; en si la claque había comprendido bien que nunca tenía que aplaudirla a ella; en que las ventanas debían estar abiertas mientras ella no estuviera en escena y luego cerradas todas; en sí pondrían bien el cacharro de agua caliente disimulado junto a ella para que no se alzara polvo de las tablas". Etcétera.
"Pero de pronto, por la apertura de aquella roja cortina del santuario, apareció, lo mismo que en un marco, una mujer ... Al mismo tiempo, mi gozo cesó por entero: inútilmente aguzaba yo ojos, oídos y alma para no perder ni una migaja de las razones de admirarla que iba a darme la Berma; no llegué a recoger ni una sola de estas razones. Ni siquiera lograba, como me ocurría con las otras actrices, distinguir en su dicción y en su modo de representar entonaciones inteligentes y ademanes bellos. La estaba oyendo como si leyera ´Phédre´, o como si Fedra en persona estuviera diciendo en ese momento las cosas que yo escuchaba, sin que el talento de la Berma pareciera añadirles cosa alguna."
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"Tenía yo puestas muchas esperanzas en la declaración a Hipólito... pero (la Berma) pasó con la lisura de una melopea uniforme por todo el párrafo; además, lo dijo tan de prisa que sólo al llegar al último verso comenzó mi mente a darse cuenta de la monotonía voluntaria que quiso imponer a los primeros." Y aunque el narrador percibe y procura compartir el entusiasmo delirante con que el público aplaude a la actriz, "cuando el telón cayó sentí cierto disgusto porque el placer que tanto esperé no había sido más grande, y al propio tiempo sentí el deseo de que se prolongara, de no abandonar para siempre al salir de la sala esa vida del teatro que por unas horas fue también mi vida".
Habrá, años después, un segundo encuentro del narrador con la actriz, en el mismo papel de Fedra y durante una función de beneficio en la Opera de París, y entonces sí se operará el milagro. En columnas venideras será evocada esa felicidad, empezando por la maravillosa descripción de la sala, una de las páginas magistrales de la literatura universal. Seguirá utilizándose la mejor traducción de Proust al español hasta la fecha, obra del gran poeta Pedro Salinas (que no alcanzó a completar la novela íntegra), en la edición argentina de Santiago Rueda, año 1947.
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