Cómo un punk de pueblo se convirtió en un nómade de ideas libertarias. La historia no contada de sus viajes y sus últimos días en la Patagonia
-¡Avancen! !Fuego libre!
El grito desató la estampida. Los hombres que la mañana del 1 de agosto habían cortado la ruta 40, frente al territorio recuperado a la multinacional Benetton, escaparon hacia el río. El único del grupo que no era mapuche se desvió hacia la casilla de guardia: agarró su mochila, atraveso la maleza hacia el este y llego hasta la orilla. Su campera celeste resaltaba entre el gris y el verde del paisaje. Había llegado a la Pu Lof en Resistencia de Cushamen el día anterior. Aunque había querido ir varias veces, era la primera vez que pisaba territorio mapuche. Tenía 28 años y llevaba diez meses viajando por Chile y la Patagonia. Planeaba volver a su pueblo natal unos días más tarde para visitar a su familia y juntar algo de plata para el próximo viaje.
Santiago Andrés Maldonado, el Lechuga, el Brujo, el artista, el tatuador, el viajero, el nómade, el anarquista, desapareció ese mediodía durante la represión de Gendarmería, en un operativo controlado de cerca por las autoridades del Ministerio de Seguridad. A partir de ese momento, su mirada quedó estampada en remeras, banderas y carteles, y se convirtió en stencil en las paredes de todo el país. La imagen se multiplicó por miles en cada una de las marchas a Plaza de Mayo para exigir su aparición con vida. Durante 77 días, una pregunta persiguió a los argentinos como un fantasma de otro tiempo: ¿Dónde está Santiago Maldonado?
La denuncia llegó a la ONU y a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los diarios del mundo se hicieron eco de una desaparición en el país que había dicho Nunca Más. La Justicia investigó la causa como desaparición forzada y puso la lupa sobre Gendarmería. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, se cargó sobre los hombros la defensa de sus subordinados y apuntó contra la Pu Lof de Cushamen, que según el Gobierno mantiene vínculos con la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), una organización clandestina que reivindica la autonomía del Pueblo Mapuche y a la que le atribuyen sabotajes a multinacionales, incendios y robo de ganado en la Patagonia argentina y en Chile.
La lógica de un país políticamente polarizado reavivó viejos argumentos (“algo habrá hecho”) e inspiró toda clase de hipótesis. Por un par de semanas, fue como si Santiago estuviera en todos lados y en ninguno a la vez: algunos medios dijeron que un camionero lo levantó en Entre Ríos, que una moza lo atendió en Santa Fe, que se cortó los dreadlocks en una peluquería de San Luis, que pasó por un convento en Mendoza, que hizo dedo en Santa Cruz y que había un pueblo en el que todos se le parecían. Plantearon teorías aún más absurdas: que había hecho un “sacrificio” y estaba escondido en Chile para beneficiar la lucha del lonko (jefe mapuche) al que admiraba; que había sido herido en un ataque a una estancia de Benetton y que lo podrían haber enterrado. En las redes sociales, incluso, llegaron a decir que en realidad nunca había existido, que su hermano se había hecho pasar por él para atacar al Gobierno. Una semana antes de las elecciones legislativas, la diputada nacional y principal candidata del oficialismo en la Ciudad de Buenos Aires, Elisa Carrió, dijo que había un “veinte por ciento de posibilidades” de que Santiago Maldonado estuviera escondido en Chile.
Tres días después, el 17 de octubre, su cuerpo apareció flotando en las aguas heladas del río Chubut, entre las ramas y en posición fetal. La confirmación de su muerte –y la certeza de que no tenía golpes ni heridas– fue una respuesta incompleta, que cerró una pregunta y abrió otra: ¿Qué pasó con Santiago Maldonado?
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En 25 de Mayo, una ciudad de 23.000 habitantes de la pampa húmeda bonaerense, nadie conocía a Santiago por su nombre. Todos le decían Lechuga, un apodo que le habían puesto en el barrio por su pelo largo y ondeado. Lechu había crecido entre la escuela, la casa familiar y la calle: con sus amigos andaban en bici y en skate, rancheaban en la plaza o intercambiaban casetes de punk. A Quique, un trabajador municipal, le molestaban la cresta y el look zaparrastroso de su hijo adolescente. Su mamá, Stella, lo consentía. Era el más chico de la familia y compartía algunos amigos con sus hermanos mayores, Sergio y Germán.
Cuando Santiago cumplió los 18, sus amigos de la infancia se repartían el tiempo entre jornadas de doce horas en una fábrica de bolsas y la crianza de hijos que habían llegado demasiado rápido. El tenía otros planes.
Una tarde que estaba aburrido fue hasta la casa de Juan Manuel Rojas, un pibe algunos años más chico.
–¿Vos andás en skate? –preguntó Santiago con su vocecita aguda.
–Sí.
–Bueno, vamos a andar.
Para Juan Manuel, un chico sensible de 13 años que escuchaba Fun People e iba con su hermana mayor a recitales alternativos en Capital, era un orgullo patear con Lechuga. En 25 de Mayo Santiago tenía el prestigio de ser el más raro entre los raros.
Ese verano, Lechu y Juan Manuel pasaron una semana juntos: tardes calurosas en las que andaban en skate mientras el pueblo dormía la siesta con las persianas bajas. Sentados en el cordón de la vereda, hablaban de música. A Santiago le gustaban Sin Ley, Eskorbuto y Flema. Juan Manuel le prestó dos discos: Anesthesia y Kum Kum, de Fun People. ¿O Desarme? Diez años después Juan Manuel no está seguro de cuál era, pero sabe que nunca se los devolvió.
En YouTube hay un video de esa época. Fue subido en 2008. Lucky Punk, una banda de chicos de un colegio católico, rompe la tranquilidad de la noche veinticinqueña con un punk rock desprolijo. Algunos escuchan de pie con los brazos al costado del cuerpo. La figura de Santiago aparece fugaz hacia la mitad del video, siempre de espaldas, sin remera y con la cabeza llena de rulos. Baila en un pogo solitario y eléctrico. Aunque nadie sabe su nombre, todos conocen a Lechuga, que salta y transpira en cueros como si estuviera viendo a los Sex Pistols.
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A los 19, Santiago abandonó la casa de sus padres y se mudó a La Plata para estudiar Plástica en la Facultad de Bellas Artes. Se instaló en una habitación sin ventanas de la pensión de 8 y 61, una casa antigua donde compartía baño y cocina con otros quince estudiantes. La capital bonaerense era todo lo opuesto a su pueblo: una ciudad que late al ritmo de los estudiantes en las calles y las cuevas donde tocan bandas. Un hervidero social, político y cultural de jóvenes activando.
La tarde que llegó, Santiago se instaló en el cuarto que ocupaba Alihuén, un estudiante de Física de Tandil. Esa noche volvieron a verse en El Viejo Varieté, un tugurio en el que tocaban bandas. Aunque se habían cruzado solo unos minutos, Alihuén reconoció enseguida al punkie que había visto esa tarde.
En la pensión torturaba a sus amigos con discos de Eskorbuto a todo volumen. Alihuén –al que Santiago llamaba “Alihuevo”– recuerda las charlas en las que cuestionaban el orden social establecido, la autoridad, la policía, el individualismo, o hablaban del colectivismo y la universidad. Una lista de temas que resumía la postura de los pibes frente al mundo. Santiago nunca confrontaba. Cuando se aburría de discutir, remataba la charla con un chiste, una rima, un rap improvisado.
En la pensión también se hizo amigo de un estudiante de música diez años mayor. A pesar de la diferencia de edad, a N. (pide no salir con su nombre) le caía bien ese pibe desprolijo, de jeans gastados, borcegos y campera de cuero con tachas que criticaba el sistema y decía que no le importaba tener un título: iba a la facultad para aprender a dibujar. Santiago había empezado a hacer tatuajes en la cocina de la pensión. Tenía dos reglas básicas: no tatuaba escudos de fútbol ni a integrantes de las fuerzas de seguridad.
En 2009 la crisis económica pegaba fuerte entre los estudiantes y Santiago se la rebuscaba haciendo changas: con N. limpiaban vidrieras, cortaban el pasto de los vecinos o preparaban comidas para vender. Pasaban las noches tomando cerveza en la placita del monumento a la Noche de los Lápices y yendo a recitales. Durante un tiempo Santiago tocó el bajo en Autonomía Multicolor, una banda punk que había armado N. y que todavía existe. En realidad, el instrumento de Santiago era la batería, pero la suya estaba en 25 de Mayo.
Ese año también llegó a la pensión Facundo, un chico de Olavarría que había dejado su ciudad para estudiar en La Plata y que después se convertiría en el compañero de viajes de Santiago. “Se conectaron muy bien y juntos crecieron mucho”, recuerda Fran, un estudiante neuquino que vivió con ellos en la pensión.
En el Club Everton, una de las sedes del comedor universitario que está cerca de Bellas Artes, los estudiantes almorzaban por un peso. Cuando la universidad intentó aumentar el precio del menú, Santiago fue una de las nueve personas que participaron en la primera asamblea en Parque Saavedra. La del Everton fue la primera de las luchas colectivas a las que Santiago les puso el cuerpo. Estaba entusiasmado. En 25 de Mayo la vida era rutinaria; en La Plata, el agite era constante: se organizaban ollas populares, cortes de calle y recitales. Los que participaron con él de esa movida recuerdan que, incluso en los momentos de tensión, Santiago soltaba “su risita” y se ponía a hacer chistes.
Al poco tiempo, Lechuga y Facundo abandonaron la pensión de 8 y 61 y se instalaron en uno de esos típicos departamentos de estudiantes –habitación, cocina y pequeño living– de los padres de Facundo. La mudanza la hizo en bicicleta: cargó todos sus bártulos y pedaleó hasta la nueva casa. Lechu encontró en Facundo un amigo con el que compartir noches de cerveza en la plaza, recitales o charlas sobre anarquismo. Se había interesado en las ideas libertarias a partir de las canciones de punk y hip hop que escuchaba desde la adolescencia. Primero fueron los símbolos y las letras contestatarias. Después aparecieron los libros de libertarios revolucionarios como el italiano Errico Malatesta y el ruso Mijaíl Bakunin, que Santiago encontró en la biblioteca anarquista Guliay-Polie de la calle 64.
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Con los viajes, el relato de la vida de Santiago se convierte en un rompecabezas al que le faltan piezas. De aquellas travesías quedan fragmentos: la reconstrucción de sus últimos años es una historia coral de los recuerdos de quienes lo acompañaron o lo cruzaron en el camino.
El viaje a Misiones, en enero de 2011, marcó un quiebre en la vida de Santiago. El punto de partida fue La Plata: lo acompañaba un grupo de amigos. Al llegar a Misiones solo quedaban Santiago y Enzo Robles, un joven tatuador como él. El resto había encarado por otras rutas. Santiago viajaba con la mochila llena de acrílicos con los que iba pintando murales por el camino: grandes dibujos de colores con frases libertarias.
En Misiones conocieron a Chuncho, un viejo guaraní que los alojó en su casa en el monte. Durante esos días Enzo tuvo una infección urinaria. El viejo encaró hacia el monte con el machete y volvió con un puñado de ramas y hojas que metió en una botella cortada. Le agregó agua y le puso una bombilla.
–Tomátelo todo –le dijo
Media hora después, Enzo estaba curado.
Santiago quedó fascinado: anotó los nombres de las hierbas y cortezas y para qué servía cada una. Aparentemente, allí surgió su interés por la medicina ancestral y el poder de las plantas.
De pronto dejó de ser Lechuga para convertirse en el Brujo. Pasó de ser un punkie de pueblo a un nómade de ideas libertarias.
Antes de dejar la casa del monte, Santiago se ofreció a pintar un mural como agradecimiento. A pedido del viejo dibujó un Jesús en una de las paredes de la casa. Le agregó una sonrisa y una botella de vino en la mano. “Un Jesús entre borracho y feliz, pero libertario”, recuerda Enzo.
Una tarde, los dos amigos salieron a navegar por el Paraná en botes de madera con unos jóvenes guaraníes que les había presentado Chuncho. Durante un descanso en la costa, Santiago se acercó a la orilla a limpiarse el barro de los borcegos y cayó al agua en una zona profunda en la que no alcanzaba a pisar el fondo. Desde lejos, sus compañeros lo vieron agitando los brazos. Parecía que estaba jugando. Enzo recordó que su amigo no sabía nadar.
Los guaraníes lo rescataron. Lechuga vomitó líquido y quedó tirado en el pasto, dolorido. Desde ese momento su relación con el agua fue de temor y respeto. Los amigos que lo conocieron en viajes recuerdan que casi no se metía al mar o al río. Algunas veces, cuando iban a navegar por la laguna de su pueblo con los amigos de la infancia, se sacaba los borcegos. Tenía miedo de ahogarse si se daba vuelta el bote.
Siete años después, Enzo piensa en los últimos minutos de vida de su amigo en la comunidad mapuche: “Me lo imagino escapando de los milicos, tipos entrenados para matar, y de repente se encuentra con el agua, que alguna vez también le había mostrado lo que era la muerte”.
Varios de los tatuajes que tenía Santiago se los había hecho Enzo. Y cuando la familia confirmó que el cuerpo hallado en el río Chubut era de Santiago, él dibujó la cara barbuda de su compañero de ruta en el brazo de su hermano Sergio.
Entre viaje y viaje, Santiago regresaba a la casa familiar en 25 de Mayo. Cuando volvió de Misiones, los Maldonado hicieron un asado en lo de un tío para celebrar el cumpleaños 59 de Stella: fue la última vez que compartieron un almuerzo en familia. Ese día, Sergio y su mujer, Andrea, le regalaron una pava eléctrica.
–Qué lindo –dijo ella.
Santiago apareció con otro regalo para su mamá: un pequeño libro usado de cocina hindú. Aunque a Stella nunca le interesó la cocina –su menú son las pizzas, el fiambre y las salchichas–, se olvidó de la pava y presumía con el librito que le había traído su hijo menor, el predilecto. El regalo quedó para la anécdota: Stella nunca cocinó un plato hindú.
Esa tarde, después del almuerzo, Santiago le hizo un tatuaje a Sergio, bajo la mirada atenta de Germán. La reunión de los hermanos quedó grabada en una foto: Santiago, sin remera y con guantes de látex, le completa un brazalete a Sergio en el brazo derecho. Parado junto a ellos, Germán mira cómo trabaja su hermano menor. Es la última foto que se sacaron los tres juntos.
En esa época, Santiago ya fantaseaba con abandonar la facultad. La idea le daba vueltas en la cabeza y lo conversaba con sus amigos de La Plata: les decía que no se animaba porque le gustaba el taller de grabado. A los pocos meses largó todo.
–No quiero nada del Estado –le dijo a un amigo de 25 de Mayo.
Sergio se preocupó. Siempre había sido como un padre para Santiago. Los hermanos eran muy distintos: el mayor se define como una persona estructurada. Con Andrea, su pareja desde hace 23 años, planifican tanto su trabajo en una pequeña empresa de producción de té y especies patagónicas como las vacaciones. Muchas veces discutían por sus estilos de vida: Santiago los trataba de “burgueses” y cuando dejó la facultad les explicó que ya había aprendido todo lo que necesitaba. El resto, les dijo, lo aprendería afuera.
En los años que estuvo en La Plata, vivió en la pensión, en el departamento con Facundo y en una casa okupa, donde el mismo día que llegó se puso a hacer un mural en una pared.
–¿Qué estás haciendo? Tenés que pedir permiso –lo frenó una chica patagónica algunos años más grande que estaba en la casa desde el día que la ocuparon.
–No, esta pared es de todos los que estamos acá –contestó él y siguió dibujando.
Con el tiempo, la chica patagónica y Santiago se hicieron amigos.
Cuando dejó la facultad se alejó de varios de sus amigos de la pensión. “La última vez que me lo encontré en La Plata fue en mayo o junio de 2012, en una previa de una toma de ayahuasca. Ahí estaba toda la tribu platense, entre ellos Lechu y Facu”, recuerda Fran. En esa reunión se discutió cómo sería la ceremonia. Lechu no llegó a participar: unos días antes partió de viaje en bicicleta.
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Nadie recuerda el momento exacto en el que Santiago decidió dejar de ser Lechuga para pasar a ser el Brujo. El primer apodo se lo pusieron; el segundo lo eligió él. Fue mucho más que un simple cambio de nombre: acompañó una transformación interna en la que pasó de ser un adolescente punk contestatario de 25 de Mayo a convertirse en un nómade de ideas libertarias que se oponía al sistema capitalista y la religión, creía en la autonomía económica y la medicina natural.
Algunos creen que el nuevo apodo nació después de un viaje a Uruguay con Facundo y N., los amigos que había conocido en la pensión de La Plata. En noviembre de 2013 subieron a una lancha en Tigre y bajaron en Carmelo. Durante seis meses recorrieron las playas de Uruguay y el sur de Brasil en bicicleta. Con sus amigos, Santiago hizo lo que no había hecho con los viejos y los hermanos. “No éramos de esas familias que se iban de vacaciones a la costa”, recuerda Sergio.
En Uruguay Santiago aprendió a fabricar licores de frutas y plantas. Santiago, o el Brujo, ya era vegetariano: había dejado de comer carne después de una operación de vesícula en la adolescencia. Junto con Facundo salieron de nuevo a la ruta en 2015. Con ellos llevaron un perrito llamado Mompix. Pedalearon hasta Córdoba, donde participaron en un acampe contra Monsanto y siguieron viaje hasta Mendoza: un tramo en bicicleta y otro a dedo en un camión. Algunas noches, después de pedalear durante horas, armaban la carpa y se tiraban a dormir al costado de la ruta.
Después de pasar un tiempo juntos en Mendoza, los dos chicos que habían llegado de La Plata siguieron caminos separados. Facundo partió hacia El Bolsón. Santiago quería cruzar a Chile, pero los pasos estaban cerrados por la nieve. Le pidió alojamiento a Marina, una chica que había conocido en la feria Arte y Anarquía. Iban a ser unos días, pero al final se quedó seis meses en la casa de Guaymallén en la que ella vivía con sus dos hijos.
En Mendoza todos lo conocían como el Brujo. Con unos amigos formó una banda que tocó en público dos veces. Hacía licores de pomelo, mandarina, cacao, menta y anís y juntaba aceitunas por los olivares de la zona. Leía algunas novelas y libros sobre plantas medicinales y psicología transgeneracional. Con una chica de Potrerillos salían a recoger ajenjo, jarilla y cola de caballo con las que preparaba remedios naturales. En su mochila llevaba un ejemplar de la novela 1984, de George Orwell, el clásico distópico que introdujo el concepto del Gran Hermano vigilante y omnipresente que controla a la sociedad. También viajaba con un pequeño cuaderno en el que anotaba los sueños.
El Brujo finalmente cruzó a Chile en octubre de 2015. Se instaló en Valparaíso. A los dos meses también se sumó una chica que había conocido varios años antes en un recital de hardcore en Neuquén y a la que había reencontrado en Mendoza. Vivieron juntos en casas anarquistas y mochilearon hasta el sur. En enero cruzaron la cordillera y viajaron hasta Bariloche. Ahí, Santiago se encontró por última vez con su hermano mayor. Le dejó su bicicleta y una mochila para que las llevara en la camioneta a 25 de Mayo. Después de unos días de descanso, salió nuevamente a la ruta.
El Brujo y su amiga neuquina volvieron a Chile en marzo de 2016. En un local de tatuajes de la ciudad de Ancud, en el extremo norte de la isla de Chiloé, vieron un cartel con un teléfono. El Brujo llamó y se presentó: dijo que andaba mochileando y que quería trabajar como tatuador. Al día siguiente, Marcos Ampuero, el dueño de la tienda, lo vio llegar con su barba y sus dreadlocks. Vestía pantalones de mezclilla con bolsillos a los costados, borcegos de cuero negro tipo militares y chaqueta negra. Cargaba una mochila en la espalda y otra en un carrito de verduras. En una llevaba la ropa; en la otra, los elementos de trabajo: una máquina de tatuar, tintas y un horno eléctrico de cuarzo que usaba para esterilizar las agujas. Ampuero lo puso a prueba. Le encargó algunos trabajos sencillos, como tribales, que El Brujo ejecutó con destreza. Después le permitió hacer algunas sombras hasta que comenzó a tatuar por su cuenta. Santiago había decidido vivir con lo mínimo posible: dormía en una carpa en la playa, en lo de algún amigo o en una casa okupa. A veces recorría verdulerías pidiendo frutas y verduras de descarte.
Ampuero lo recuerda como un chico callado. Aunque si tocaban un tema que le interesaba, como las plantas o la medicina natural, no paraba de hablar. En la isla se enteró de la lucha de los pescadores contra las empresas salmoneras, que habían generado una crisis ambiental y económica al arrojar 40.000 toneladas de peces muertos al mar. El Brujo pidió permiso a su amigo para apoyar la resistencia. Por las noches acompañaba a los trabajadores en las barricadas que habían instalado para cerrar el acceso a la isla y al día siguiente volvía a la ciudad a tatuar. Durante los dos meses y medio que estuvo en el sur de Chile también se interesó en las protestas contra la instalación de un parque eólico en Mar Brava, del puente del canal de Chacao y otras luchas en defensa del medio ambiente.
En marzo de 2016, cuando se les estaba por vencer la visa de turista, Santiago y su amiga neuquina volvieron a Argentina. En noviembre, después de un nuevo viaje a Uruguay, pasó por 25 de Mayo. Esa fue la última vez que visitó su ciudad natal, un lugar en el que se aburría y al que sólo volvía para ver a su familia.
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El sur de Chile se había convertido en un punto de referencia para Santiago. Había hecho buenos amigos y podía ahorrar algo de plata para seguir viaje. En febrero de este año llegó solo y se instaló durante tres semanas en la casa de Ampuero, su amigo tatuador. Cada dos o tres jornadas de trabajo, que se extendían hasta las siete de la tarde, a Santiago le gustaba hacerse una escapada para acampar en la playa.
–Me siento un poco ahogado, necesito salir a respirar –explicaba.
Cuando consiguió algo de plata alquiló una cabaña en Arena Gruesa, una playa turística de Ancud, de rocas y agua cristalinas. En un viaje a Puerto Montt el Brujo encontró un smartphone en la terminal de colectivos. En ese momento ya tenía un aparato, un teléfono viejo que usaba con un chip de 25 de Mayo y otro de Chile. La pantalla del smartphone estaba rota pero el celular tenía una buena cámara y le servía para sacar fotos a los tatuajes. En el momento de su desaparición –algunos meses más tarde– tenía tres líneas: en El Bolsón compró un chip nuevo para que lo contactaran por los tatuajes.
Como en cada uno de sus viajes, Santiago conoció nuevos amigos en Ancud, con los que se juntaba a comer asados –con verduras para él– o viajaban a ver festivales de rock en los que aprovechaba para hacer tatuajes en las carpas.
A mediados de abril, se subió a un colectivo rumbo a Puerto Montt y luego cruzó la cordillera. En el negocio de tatuajes dejó una mochila con tres polerones y un jean azul que prometió volver a buscar en su próximo viaje. Primero tenía pensado viajar a El Bolsón para juntar algo de plata y a 25 de Mayo para ver a su familia. También contó que quería viajar a España, donde tenía una amiga. Nunca regresó a Chile.
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En la capital hippie de la Patagonia, la vida gira en torno a la feria de la Plaza Pagano. Es el punto de encuentro de mochileros y artesanos pero también un atractivo para parejas y familias que llegan a El Bolsón después de recorrer los Siete Lagos y Bariloche. Hasta ahí se acercó Santiago cuando llegó a fines de abril, preguntando dónde quedaba la casa junto a la Biblioteca del Río, donde sus amigos en Chile le habían dicho que podría parar. Tres meses después, una foto con su cara ocupa el centro de un altar con velas que improvisaron sus amigos.
La Gitana, una artesana morocha de ojos negros, había llegado a El Bolsón un mes antes que el Brujo. La primera vez que lo vio estaba hablando con otros dos chicos frente a su paño en la feria. A ella le llamaron la atención su barba y sus ojos verdes. El les mostraba un álbum oscuro, de unos diez centímetros de espesor, donde guardaba las fotos de sus trabajos. La mayoría eran tatuajes coloridos de animales y plantas. Esa tarde, mientras desarmaban los puestos, el Brujo se quedó charlando con un grupo de chicas alrededor del paño de la Gitana.
Se volvieron a cruzar al día siguiente. “Salió de entre los árboles como un brujo”, recuerda ella. Mientras charlaban en la calle se sumó una viajera estadounidense hija de inmigrantes latinos y los tres fueron a la casa de la Gitana. Así, de golpe, se hicieron amigos. Por las noches se juntaban a cenar. Santiago preparaba chapatis –pan indio– a los que les agregaba polenta. Mientras cocinaba jugaba con los hijos de su amiga y rapeaba. Entre los amigos que conoció en El Bolsón, hoy circulan por WhatsApp audios con algunas de sus canciones: bases electrónicas en loop sobre las que rapea letras contestatarias contra la Iglesia y el Estado.
–Vos te cagás en todo, Brujo, hasta en el hip hop –lo cargaban sus amigas.
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El Brujo había pasado toda la tarde en el dojo del centro de artes marciales El Recinto. Había probado todas las clases: aikido, muay thai, armas antiguas y pakua. A las 10 de la noche, cuando estaba por irse, llegó el último grupo.
–¿Hay otra actividad ahora? –preguntó. Y se quedó.
Al profesor de kenpo Alberto Roca –un hombre alto, rapado y de hablar pausado– y a su alumno más experimentado, Sergio Bahamonde, les llamó la atención el look del nuevo alumno: short de fútbol, remera, barba y dreadlocks. Nunca habían visto un hippie karateka.
Aunque no tenía mucha elongación, el Brujo tenía buen estado físico. Desde chico le habían interesado las artes marciales, pero le daba vergüenza practicarlas en su ciudad natal. En una de sus estadías en Chile se había animado al kung fu.
Era un alumno aplicado, obediente y disciplinado. En los dos meses que practicó kenpo nunca llegó tarde ni faltó a una clase. Ni siquiera las noches de invierno en que nevaba.
Cuando terminaban de entrenar, Santiago y Bahamonde se quedaban hasta casi la medianoche charlando en la puerta del Recinto. Algunas veces se sumaban otros compañeros. Hablaban de hip hop, hardcore, tatuajes o él les contaba anécdotas de sus viajes, como la vez que en Mendoza se tiraron a dormir en una plaza con dos amigos y los corrió la policía. El hijo y los sobrinos de otro alumno se divertían cuando hacía bases de percusión y sonidos musicales con la boca y las manos.
Una noche, casi a finales de julio, Santiago les contó que quería volver a 25 de Mayo porque extrañaba mucho a su madre y a su abuela Maruquita. Roca y Bahamonde se habían encariñado con el nuevo alumno y querían que rindiera el primer examen para convertirse en cinturón amarillo. Admiraban su vida libre y nómade pero le decían que debía “echar raíces”. A la clase siguiente, el profesor le regaló un llavero de cuero y metal.
–Tomá. Cuando encuentres un lugar, un arraigo en tu vida, quedate –le dijo.
Santiago paraba en una casa de dos pisos junto a la biblioteca, muy cerca de un templo evangelista. Andaba para todos lados en una bici chica negra, con la pintura gastada y el asiento torcido que le había prestado un amigo. Tenía un equipo portátil para tatuar al que cargaba con una batería. Por las tardes salía a repartir volantes por la feria, a caminar por la ciudad o pedaleaba varios kilómetros solo hasta Cabeza del Indio, el cerro Piltriquitrón o el Cajón del Azul, en las afueras de El Bolsón. Todos recuerdan su boina blanca, el camperón oscuro que se calzaba encima de varios pulóveres, los borcegos tipo militar y su chaleco negro lleno de bolsillos.
Aunque era un chico extrovertido, el Brujo era bastante reservado en algunos temas: no hablaba mucho de su infancia en 25 de Mayo ni contaba sobre las chicas con las que estaba. Tampoco hablaba de sus ideas libertarias con amigos no anarquistas. Le gustaba conversar sobre el respeto a la naturaleza y la medicina natural. Un día que la Gitana estaba con tos, le recomendó que tomara té de ambay, que es bueno para los pulmones.
–Andá a La Saladita que hay un viejo que lo tiene barato –le dijo.
El Brujo cumplió 28 años el martes 25 de julio. Ese día habló con su mamá, la única persona con la que nunca dejaba de estar en contacto mientra viajaba. También intercambió mensajes con los hermanos y los amigos de 25 de Mayo. A la tarde se encontró con la Gitana y se fueron a tomar unas cervezas. Les escribieron a unos amigos que nunca llegaron. Después se fue a la clase de kenpo.
A todos con los que habló ese día les contó que extrañaba a su madre y a su abuela y que andaba con poca plata. Antes de regresar, quería ir un día al lugar del que le habían hablado sus amigos: la Pu Lof en Resistencia de Cushamen.
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Desde adolescente, Santiago se había interesado en la lucha de los pueblos originarios. En uno de los murales que hizo en 25 de Mayo dibujó un pibe en patineta con un símbolo anarquista tatuado en un brazo. Debajo de las manos pintó el meli witran mapu, símbolo de los cuatro elementos de la bandera mapuche. En el fondo, arden una fábrica y una iglesia.
Conoció la lucha de la Pu Lof a través de amigos de Valparaíso que habían pasado por El Bolsón. La comunidad, conformada en su mayoría por mapurbe –jóvenes mapuches sin tierra criados en la periferia de las grandes ciudades–, nació el 13 marzo de 2015. Esa madrugada unas 30 personas, entre mujeres, hombres y niños, recuperaron un predio de la estancia Leleque que ocupaba la Compañía de Tierras del Sud Argentino de la familia italiana Benetton, dueña de 900.000 hectáreas en la Patagonia. Ahí donde el río Chubut se curva y tuerce su cauce hacia el Atlántico. En el alambrado, junto a la ruta, colgaron dos banderas con frases escritas con aerosol: “Territorio Mapuche” y “fuera Benetton”. Su líder, el lonko Facundo Jones Huala, nació hace 31 años en esas tierras. Junto a su madre y sus cinco hermanos vivió en Bariloche, Comodoro Rivadavia, Buenos Aires y Chile. Durante su adolescencia era un mapunkie: un joven mapuche vinculado a la movida punk, las radios comunitarias y a las herramientas de la contracultura occidental.
El reclamo de la Pu Lof Cushamen no es aislado. Forma parte de un proceso regional de reivindicación de derechos que toma distintas formas en Chile y Argentina. Algunas comunidades mantienen un vínculo institucional con el Estado. Otras consideran que el diálogo ya no funciona y apuestan a la recuperación de las tierras ancestrales por la vía de la ocupación. En este grupo están los mapuches de Cushamen.
El primer contacto que Santiago tuvo con integrantes de la comunidad fue a fines de abril, a los pocos días de llegar a El Bolsón, cuando participó de una toma pacífica del Municipio. Ese día, un grupo de comunidades de la Comarca ocupó el edificio como protesta a un proyecto del gobierno provincial que habilitaba la expulsión de los pueblos originarios de sus territorios.
“Era un tema que al Brujo le interesaba mucho”, recuerda Ariel Garzi, un neuquino de 26 años que conoció a Santiago en la feria. Una tarde, mientras los artesanos desarmaban sus puestos, Garzi le habló de la represión del 10 de enero, cuando más de 200 efectivos de Gendarmería y la Policía del Chubut se alinearon sobre la ruta, frente a la comunidad, con la orden de liberar el corte en las vías de la Trochita, que atraviesa parte del territorio recuperado. Esa tarde, le contó Garzi, él y un grupo de waichafes –guerreros de la comunidad– resistieron con piedras el avance de Gendarmería y la Policía. Los uniformados dispararon balas de plomo y goma y arrasaron con todo: rompieron las casas de madera, golpearon a hombres, mujeres y niños y lo detuvieron a él y a otras seis personas. Uno de los peñis, como se llaman los mapuches varones entre ellos, terminó en terapia intensiva y otro con la mandíbula fracturada.
Garzi también estuvo en la comunidad el 27 de mayo de 2016, cuando Jones Huala fue detenido por primera vez a pedido de la Justicia chilena, acusado del delito de incendio y portación de arma de fuego artesanal. El lonko estuvo detenido cuatro meses. En septiembre el juez Guido Otranto, quien luego estaría a cargo de la causa por la desaparición forzada de Santiago, declaró nulo el juicio de extradición y ordenó su libertad. El juez consideró que las pruebas que permitieron lograr su detención habían sido obtenidas bajo tortura a un testigo. Un mes después, Otranto procesó a un agente de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) por realizar tareas de espionaje ilegal contra la comunidad y activistas de la zona. Según consta en el expediente, el espía “llegó a la región el mismo día en que comenzó la ocupación territorial en Leleque”.
La segunda vez que detuvieron a Jones Huala –otra vez a pedido de la Justicia chilena en la misma causa– Santiago ya estaba en El Bolsón.
El Brujo había logrado juntar la plata para volver a visitar a su familia en 25 de Mayo. En la última charla con su mamá, el 27 de julio, le avisó que en menos de diez días estaría ahí. Dos días después Claudina Pilquiman, una de las mujeres de la Pu Lof, lo pasó a buscar en su camioneta por El Bolsón y lo llevó a Esquel, donde participaron de una protesta frente a la Fiscalía Federal para pedir la liberación de Jones Huala. A la noche hicieron una gran cena para discutir cómo continuar la lucha.
–Mari, Mari, soy Soraya –se presentó la vocera de la comunidad.
–Soy el Brujo.
–Brujo no. En mapudungun se dice Kalku –intervino un peñi.
Esa noche, cuando volvían a El Bolsón, Claudina lo invitó a sumarse, dos días más tarde, a un corte de ruta frente a la Pu Lof. Para Santiago era la oportunidad de conocer la comunidad antes de volver.
El cuerpo flotaba de espaldas, recostado sobre las ramas, unos metros río arriba del lugar donde fue visto por última vez.
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Alrededor de las 10:30 de la mañana del 31 de julio Santiago cruzó por primera vez la tranquera de la Pu Lof de Cushamen. Dejó su mochila negra en la casilla de guardia, el único lugar al que pueden acceder quienes no son mapuches, y se sumó al corte sobre la ruta 40. A esa misma hora, frente al Juzgado de Esquel, organizaciones sociales y políticas protestaban frente al Juzgado de Bariloche para exigir al juez Ricardo Villanueva que definiera la situación judicial de Jones Huala. A 400 metros de ahí, en el hotel Cacique Inakayal, cuyo nombre recuerda a uno de los lonkos más combativos durante el genocidio indígena, Pablo Noceti estaba reunido con jefes de Gendarmería. El jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad y mano derecha de Patricia Bullrich bajó línea sobre cómo debían actuar las fuerzas de seguridad: la figura del delito en flagrancia, explicó, los habilitaba a ingresar en territorio mapuche y detener a los integrantes de la comunidad. No necesitaban la autorización de ningún juez.
Por la tarde, las cámaras del Canal 4 de Esquel registraron la escena sobre la ruta 40. Con el desierto patagónico de fondo, un grupo de diez personas encapuchadas cortaba la ruta frente a la Pu Lof con troncos y ramas encendidas. Ese video luego sería una de las pruebas clave para demostrar que Santiago había estado ese día en la comunidad. La familia lo reconoció por su camperón negro, el pantalón metido en las medias, los borcegos y su forma de andar, con las manos en los bolsillos y hamacándose sobre los pies. Ante la mirada de los gendarmes, Santiago caminaba juguetón como lo hizo alguna vez frente al comedor Everton en La Plata, cuando reclamaba por el aumento del menú estudiantil.
A la madrugada, cuando ya no quedaba nadie sobre la ruta, los gendarmes desarmaron las cuatro barricadas de troncos, ramas, piedras y chatarra. En la casilla de guardia de la Lof estaban alerta: los gendarmes aprovechaban la oscuridad para cruzar el alambrado y atacarlos con balas de goma.
La vocera de la comunidad, Soraya Maicoño, llegó al campo a las 10 de la mañana del día siguiente. En la casilla se encontró con el Brujo: había cambiado el camperón oscuro por una campera celeste que le prestó uno de los peñis, Matías Santana. Como sufría mucho el frío, abajo llevaba otra campera, dos pulóveres y un polar. Se había puesto una bufanda, tres pantalones y dos pares de medias.
Una hora y cuarto después, el operativo de Gendarmería se ponía en marcha.
–Avancen –gritó el comandante Juan Pablo Escola. Al frente del grupo iba el sargento Orlando Yucra, un mendocino con 22 años de servicio, que se protegía con un chapón que encontró a la vera de la ruta.
–Fuego libre. Escopeta –gritó el jefe del operativo. Las explosiones de los cartuchos de goma retumbaban en el silencio del campo. Del otro lado del alambrado, los peñis respondían a las balas con gomeras y boleadoras.
Yucra saltó la tranquera y entró en territorio mapuche. Lo seguían compañeros de los escuadrones de Esquel y El Bolsón: 45 gendarmes, un camión y dos camionetas para perseguir a ocho hombres. Los peñis que corrían vieron a Santiago volver sobre sus pasos: agarró la mochila que estaba en la guardia y los siguió en la huida. Era la primera vez que cruzaba más allá de la casilla, campo adentro, en territorio desconocido. Qué pensó y sintió en ese momento es imposible saberlo. Perseguido por Gendarmería, atravesó la maleza y llegó hasta el río.
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–Positivo con reservas –informo por handy uno de los buzos de Prefectura.
Eran las 12:25 del 17 de octubre. El cuerpo flotaba de espaldas, recostado sobre las ramas de los sauces, unos metros río arriba del lugar donde Santiago fue visto por última vez, en una zona que ya había sido rastrillada por Prefectura.
Sergio Maldonado y su mujer esperaron siete horas junto al cadáver. Todavía no tenían la confirmación de que era Santiago, a quien Sergio de chico paseaba en bicicleta para que se durmiera después de almorzar. Envueltos en el frío de la primavera patagónica, custodiaron la escena hasta que llegaron los peritos de parte. Después de dos meses y medio ya no confiaban en nadie.
Tres días más tarde, Santiago Maldonado dejó de ser un desaparecido. En la morgue judicial de la Ciudad de Buenos Aires su familia lo identificó por los tatuajes.
–Es Santiago –dijo Sergio ante las cámaras.
Esa noche, cientos de personas que no lo habían conocido improvisaron altares con velas, cartas y flores frente a la morgue. Una ceremonia de duelo colectivo para Lechuga, el Brujo, el nómade libertario. Más de un mes más tarde, el 26 de noviembre, Santiago fue sepultado en el cementerio Parque Paraíso en 25 de Mayo. Un lugar definitivo para alguien que había elegido vivir en perpetuo movimiento.
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