Sandro de América , miniserie dramática, basada en el libro homónimo de Graciela Guiñazú. Autora: Esther Feldman, con la colaboración de Marisel Lloberas y Joaquín Bonet. Elenco: Antonio Grimau, Agustín Sullivan, Jorge Suárez, Paula Ransenberg, Calu Rivero, Gastón Soffritti, Luis Machín, Hugo Arana, Julián Kartun, Sergio Surraco, Isabel Macedo. Edición: Luis Barros y Anabela Lattanzio. Música original y musicalización: Iván Wyszogrod. Dirección de arte: Tomás Garrahan y Juan Giribaldi. Dirección de fotografía: José María Hermo y Daniel Hermo. Producción ejecutiva: Gustavo Neistat. Producción: Tomás Darcyl, Ricardo Costianovsky y Juan Parodi. Dirección: Israel Adrián Caetano. Canal: Telefé. Horario: lunes a jueves, a las 22.30. Nuestra opinión: buena
En un momento, el mito se hace realidad. Y desde allí vuelve a ser leyenda, viva y perdurable en el imaginario popular. Sandro , figura colosal de este universo, encuentra por fin una representación televisiva que mueve todo el tiempo entre estas dos dimensiones: la mítica y la humana.
La serie que acaba de poner en marcha Telefé instala al ídolo en el tiempo histórico que le tocó vivir con la ayuda de algunos de los rasgos más característicos del costumbrismo televisivo. Al mismo tiempo, esta historia de vida que arranca en barriada humilde del sur del conurbano a comienzos de la década de 1960 no debería verse como un riguroso y exacto retrato biográfico. La primera imagen de Sandro de América fue la clásica placa que nos advierte que estamos por ver una obra de ficción, en la que cualquier semejanza con la realidad no es más que "pura coincidencia".
Sin embargo, aquí el costumbrismo tiene un límite. Además de pintar una aldea suburbana en un momento determinado, Israel Adrián Caetano se hace varias preguntas sobre el destino del ídolo, dicho esto en la más amplia expresión del término. El destino al que parece encaminada su existencia ("Uno en un millón" se titula el episodio inicial) y el destino que el propio Sandro quiere autoimponerse por sobre cualquier adversidad. Y se arriesga con el punto de vista elegido para contar la historia: todo lo que se dice surge de los recuerdos del Sandro final, el artista grande y enfermo que está de vuelta de todo, encarnado a la perfección por Antonio Grimau. Un hombre sentencioso, dolorido, golpeado por la vida, que dice cosas como "en el escenario siempre estuve solo" o "la fama es puro cuento". Es a través de esa voz profunda y esa expresión cansada que miramos en retrospectiva la vida del ídolo, su optimismo juvenil, su convicción inalterable de triunfo, su decisión de dejar atrás la adversidad con una fe infinita, una voluntad de hierro y el valor de la palabra.
Ese juego de representaciones es el mayor atractivo potencial de una serie que parece deliberadamente resuelta a plantear todo el tiempo en la cabeza del televidente una misma pregunta: ¿cuál es el grado de realidad que nos ofrece y propone el relato? Hay personajes con el mismo nombre y apellido registrados en la historia: el propio Sandro, Oscar Anderle. Pero también hay otros, igualmente anclados en la realidad, que se mueven aquí con nombres o seudónimos de fantasía. Y escuchamos la auténtica voz de Sandro en los momentos musicales, detrás de la imitación de sus movimientos corporales y la mímica de un actor que lo personifica.
Un meticuloso trabajo de ambientación y vestuario nos ayuda a reconstruir con bastante exactitud aquél tiempo, inclusive en sus aspectos más alegóricos (el estudio de televisión desde el cual Sandro hace su primera y consagratoria aparición). En ese marco empiezan a delinearse los aspectos más importantes de la personalidad de su protagonista. Detrás del optimismo a toda prueba que transmite Agustín Sullivan (cuyo parecido al Sandro real de ese tiempo es asombroso) desde algunos gestos casi imperceptibles, lo que asoma es un hombre llevado por la vida y por su propia voluntad a tomar decisiones que lo distancian de sus afectos y lo dejan solo frente a un mundo que puede resultar muy hostil. Lo mismo le ocurre a Anderle (un ajustado Luis Machín), a quien no tardamos en vislumbrar como alma gemela del ídolo. Dos vidas reflejadas en un mismo espejo.
La inquieta cámara de Caetano logra captar todo el tiempo esa paleta de intuiciones y estados de ánimo, sus acercamientos al mundo femenino, a sus amigos y a su familia. Y cómo ese Sandro triunfador, pero también cansado y enfermo, que relata la historia empieza a modelar su personalidad desde aquéllos comienzos evocados con tanta nostalgia. Todo lo que descubre, lo que consigue y también lo que empieza a resignar a lo largo de ese camino en el que conquista fama, éxito y un nombre propio, surgido de su identidad gitana. Mucho más que el de un mero admirador o imitador de Elvis Presley.
Nos quedan claras en todo momento las motivaciones y los comportamientos de cada personaje. También el lugar que ocupan las mujeres (circunstancial, fugaz o permanente) en la vida de Sandro. Pero el lugar de cada pieza en el tablero y la evolución de los conflictos que van marcando la vida del ídolo podrían alcanzar mayor vuelo con diálogos más redondos y situaciones mejor resueltas, no tan libradas a algunas frases hechas o a la espontaneidad de sus talentosos intérpretes. En este aspecto, Sandro de América no consigue apartarse del todo de ciertos modelos narrativos preponderantes en las ficciones argentinas, más propios de las tiras diarias que de este nuevo modelo de series cortas, ideal para contar una historia como la de Sandro.
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