Los villanos eternos: Rusia se puso de moda en la pantalla chica
"Los rusos son los mejores villanos desde los nazis", celebra el excéntrico director de un show de lucha femenina en la primera temporada de Glow allá en 2017, cuando sus estrellas del ring aún buscaban el estereotipo adecuado para ganar el fervor de sus fanáticos. La heroína Liberty Bell (Betty Gilpin), casi la versión femenina del Capitán América, rubia y consagrada como la luchadora americana por excelencia, necesitaba entonces una villana que vista de gloria sus triunfos, una malvada de película que encienda a los televidentes de esos años 80 previos a la caída del Muro. ¿Quién mejor que Ruth, la amiga que la traicionó, la rompehogares convertida en Zoya The Destroya, su némesis comunista? Ruth (Alison Brie) encuentra sus vestiduras en los tonos grises del Soviet tan temido, y su divertido acento recoge con astucia los prejuicios y odios de la época a la nación que representa la resistente amenaza al american way of life. Glow, la serie creada por Liz Flahive y Carly Mensh que regresa en unas semanas con su tercera temporada, fue una de las ficciones que desde hace unos años resucitó el protagonismo de la vieja URSS en el mundo del streaming, revisitando aquellos enemigos abandonados a manos del terrorismo post 9/11, cruzando la nostalgia ochentosa con el aire triunfal de esa última década de disputa.
Es que los rusos habían sido los antagonistas perfectos para Hollywood desde el final de la Segunda Guerra, los aliados convertidos en enemigos, los espías encubiertos y sin sentimientos, los del mundo sin colores y con racionamiento, el contrapunto perfecto para el cine de ciencia ficción y la tradición de espías. Esa nostalgia por un villano de rasgos reconocibles, que no necesitaba coyuntura ni explicaciones como el extraño mundo árabe, fue resurgiendo lentamente luego del triunfo de Trump y la recodificación de los viejos miedos. La URSS ahora es la Rusia de Putin y su presencia geopolítica es difícil de discernir, desde su gravitación económica en zonas linderas, hasta su intromisión digital alrededor del mundo. Por ello reflotar los viejos arquetipos es una instancia segura para recrear su presencia desde coordenadas conocidas y ya visitadas. Los años 80 son perfectos como escenario de enfrentamiento, porque recuperan una década de resurgimiento del poderío estadounidense y los días emblemáticos del Hollywood de sueños y aventuras.
Las mentiras y los temores invisibles
El imprevisto éxito de Chernobyl fue el mejor retrato del fenómeno que se vino gestando desde hace unos años. La serie de HBO condensó en su oda de horror sobre la tragedia de la central nuclear todos los miedos que representa el secretismo de la Rusia contemporánea bajo el velo de un pasado conocido. Las mentiras de la cúpula soviética, el negligente respeto a una verticalidad extrema en la cadena de mando, y las contraluces en el manejo de las consecuencias del desastre nuclear que mostró la serie fueron los condimentos necesarios para combinar el realismo documental con un aire de escalofriante pesadilla. De la misma manera, la nueva temporada de Stranger Things se apropia de la impronta de películas como La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978) de Philip Kaufman o La cosa (1982) de John Carpenter para situar la peor de las amenazas bajo una fachada conocida. Un centro comercial que sintetiza los valores del consumo y el progreso esconde la pérfida estrategia soviética de conquistar el dominio del mundo con la ayuda de los desconocidos de siempre. Esa alianza entre rusos y alienígenas, que hizo las delicias del cine fantástico durante el macartismo, regresa en el centro de un relato sobre el coming of age, el despertar sexual y el descubrimiento de que el mundo no es tan inocente como creemos.
Tanto Chernobyl como los nuevos episodios de Stranger Things ponen en juego esa estructura de mamushkas que contienen nuevas capas de secretos y amenazas a medida que se revelan sus artificiosas apariencias. La lenta e invisible propagación de la radiación se convierte en la llave narrativa de la miniserie creada por Craig Mazin, y todo lo que se preserva en el fuera de campo del primer episodio se devela hacia el final como el armado de las últimas piezas de un rompecabezas. Responsabilidades políticas, secretos y negligencias se combinan para dar cuerpo a la explosión de la central ucraniana como el inevitable anunciamiento del final de una era. En la misma medida, recrearla implica el secreto anhelo de lidiar con las claras divisiones de aquellos años y no con los enigmas del presente. Los enemigos cincelados en base a arquetipos no solo recuerdan la reactivación de aquel escenario geopolítico en el mundo contemporáneo, sino que brindan ficciones más permeables para luchar contra esos miedos inmanejables. El que el enemigo se aloje como una cepa insidiosa bajo la fachada de un centro de compras no solo recuerda a los hombres sin alma que descubría horrorizado Donald Sutherland en La invasión de los usurpadores de cuerpos, sino que alerta sobre el sigiloso avance de la Rusia del siglo XXI.
Los espías soviéticos eran los mejores
¿Qué sería del cine de espías sin los malvados comunistas? La Guerra Fría fue el más fructífero de los conflictos globales para las ficciones de espionaje y trafico de secretos. La consagración de la serie The Americans (2013-2018) fue una de las mejores pruebas de que ese mundo podía ser mucho más complejo de lo que se intuía en apariencia. Dos espías soviéticos se infiltran en la vida americana como una simpática parejita de los suburbios seducida por el confort y los milagros del progreso. La maravilla que consiguió Joseph Weisberg a lo largo de seis temporadas fue despejar todos los lugares comunes provenientes del pasado para transitar todas y cada una de las contradicciones de la era Reagan en el mismo ejercicio de su retrato. Tanto los rusos como los americanos representan las dos caras de un mundo gestado a partir de divisiones, pero que encuentran en sus parecidos las respuestas para comprender su verdadero funcionamiento.
También la serie Killing Eve fue capaz de trasladar a un escenario contemporáneo la supervivencia de la estructura bipolar del mundo pre Gorbachov entre las paredes de una cárcel de Moscú y las oficinas del servicio secreto británico. La psicópata asesina Villanelle (Jodie Comer) es en realidad una joven marginal extraída de las cárceles rusas y convertida en el brazo ejecutor de una organización mafiosa internacional que no conoce fronteras geográficas ni ideológicas. Así, la creadora Phoebe Waller-Bridge tiñe de parodia la actualización de la narrativa de espías que realiza el autor Luke Jenkins, inspirado en escritores como Graham Greene o John Le Carré. Ahora, la Rusia contemporánea es un enemigo mucho más escurridizo que el de la era Brezhnev, con sus atuendos comprados en las glamorosas tiendas de la era capitalista.
La nostalgia por el tiempo imperial
El recuerdo del tiempo de los Romanov y la matanza de la familia imperial a manos de los fusiles bolcheviques se ha convertido en el material ideal para la remembranza de una Rusia amigable. El esperado regreso de Matthew Weiner al streaming, luego del fenómeno de Mad Men, fue una apuesta a la consagración de su propio ego y a la recuperación de una lejana tragedia para alimentar sus ecos contemporáneos. The Romanoffs, estrenada el año pasado en Amazon Prime Video, es una colección de historias que en cada episodio reviven los misterios y secretos de la dinastía Romanov en el presente de sus pretendidos herederos. Ambiciosa y de resolución despareja, la idea de Weiner es lidiar con aquella ilusión de distinción que la realidad del siglo venidero se encargó de desmontar. Desde el misterio de Anastasia hasta el destino de las joyas y los tesoros de la Corona, todos los retazos de la vida y muerte de la familia del zar Nicolas II se propagan en sus ínfulas de grandeza y sus glamorosas vacuidades, en su creencia divina y su sangriento destino, siempre vistos desde los ojos de su supervivencia histórica y del real valor de su legado.
El reciente estreno de Netflix, Los últimos zares, responde a un intento más convencional de recorrer la historia de los Romanov desde el ascenso al trono de su último heredero en el Siglo XIX, hasta su caída por la revolución rusa en el XX. Absurda y plagada de inexactitudes, combina el documental y la recreación ficcional para tejer una tragedia a la que nunca le da peso, aunque su propósito es leer aquel pasado teñido de la melancolía por lo perdido. Pese a sus fallas, lo interesante de esta pasión por la fatídica familia reinante es la necesidad de modelar mártires frente a los villanos ya conocidos. Los Romanov, que encuentran su final en esa masacre sobre las paredes de una habitación blanca, son los príncipes ideales para una constante ópera de héroes y malvados, que brinda a la fiebre por Rusia que Trump burla en sus encendidos discursos, un halo de trascendencia.
El próximo estreno de Catalina La Grande, miniserie de HBO sobre el reinado de la emperatriz rusa del 1700, parece ser el último eslabón de esta pasión por aquella nación misteriosa y esquiva. Es Helen Mirren quien debe dar cuerpo a la princesa Sofía que llegó de Alemania para convertir a la patria heredada de Pedro El Grande en una de las potencias más importantes del mundo. Desafío fascinante porque debe seguir los pasos de Capricho imperial (1934), la extravagante película que dirigió Josef von Sternberg con Marlene Dietrich como estrella. Allí, Catalina pasaba de la ingenuidad a la autocracia debido a los golpes que la vida y el poder le tenían preparados. Mirren proyecta una emperatriz ya madura, soberana de un imperio monumental, en un mundo de hombres en el que debe aprender a construir el poder en soledad y sostenerlo en compañía. La pasión por Rusia, venerada en su pasado imperial, enemiga en sus años comunistas, misteriosa en el tiempo presente, sigue viva al calor de las historias que aún aguardan su descubrimiento.
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