El film de Pablo Stigliani tiene un gran trabajo de Martina Gusmán
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Romina Smile (Argentina/2024). Guion y dirección: Pablo Stigliani. Fotografía: Luis Sens, Federico Martini. Edición: Pablo Stigliani, Amparo Cáceres. Elenco: Martina Gusmán, Miranda Castiglione, Rocío Pardo, Vladimir Durán, Román Almaraz. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: Cine Tren. Duración: 103 minutos. Nuestra opinión: buena.
“No me gusta pensar en el futuro”, repite Romina (Martina Gusmán) en varias ocasiones. Su vida transcurre en un constante presente. La vemos maquillarse frente al espejo para una sesión de bodypainting, entregar folletos con una amplia sonrisa en las calles de la ciudad, reiniciar cada día una vida laboral signada por la inmediatez y la incertidumbre. Romina ha dejado atrás los sueños de ser modelo y desde hace 20 años trabaja en promociones, eventos, campañas ocasionales en las que su belleza y apariencia son la moneda de cambio. Sin embargo, a sus 40 años, las propuestas escasean, los trabajos se hacen esporádicos y con menor paga. “Los clientes prefieren chicas más jóvenes”, le dice Mica, la cabeza visible de una agencia en las sombras que parece explotarla sin remedio ni pudor bajo las vestiduras del libre intercambio. Pero Romina no pierde su energía, se afirma en su caminar ligero y desenvuelto sobre suelos que serán testigos de sus encrucijadas morales, de aquellas decisiones que intentan forjar un destino en un mundo cada vez más hostil.
El director Pablo Stigliani combina dos estrategias que han asomado en su filmografía desde sus inicios con Bollishopping (2014), sorprendente ópera prima que lo puso en el mapa del cine argentino. La primera consiste en el seguimiento insistente de su personaje, un poco a la manera de los hermanos Dardenne, con cámara en mano, surcando obstáculos citadinos y áridos entornos laborales, asomándonos al mundo íntimo y familiar del personaje.
Romina vive en una zona periférica, poblada de las siluetas de monoblocks, donde los aprietes económicos definen su presente: la carrera para pagar el alquiler, el baño sin agua caliente, la plata que nunca alcanza. Los sueños suspendidos de su hijo adolescente de convertirse en cocinero, el malestar en la relación amorosa con su amigovio colombiano, los altibajos de esos trabajos que van y vienen, forman un abanico agridulce en el que el cariño y la comprensión se estrellan con la insistente frustración económica.
Esa primera vertiente es representada desde el prisma del personaje, con una puesta austera y algo previsible, sostenida en la experimentada composición de Martina Guzmán, en la exploración de esas tensiones que se intuyen en miradas ausentes, en sonrisas forzadas. Pero Stigliani también ofrece un segundo recorrido para su película, sostenido en una mirada más distanciada -la más fructífera-, sugerida en algunos planos lejanos, angustiosamente equilibrados, que revelan a Romina como un engranaje en un extraño mecanismo de injustas repeticiones.
Un detalle ilustra esa idea: la voz de una mujer salida del televisor que anuncia un premio en dinero en efectivo solo con un llamado telefónico. “Llamáme” exclama una y otra vez una joven rubia, que también es compañera de promociones de Romina, quien ya le desnudó el revés de esa promesa vacua, pero que sostiene su hechizo en una febril reverberación. “Llamáme, llamá ya”, se escucha desde el fuera de campo como la melodía del flautista de Hamelin en un loop aterrador. Un encantamiento de éxito inmediato que con solo un llamado ofrece a Romina la ilusión de una salida del laberinto y le permite a Stigliani un retrato efectivo de una época tan cruel como evanescente.
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